– Si supiera lo desgraciada que me siento en estos momentos
– ¿Puedo ayudarla en algo?
La chica dejó de mirarse las manos y miró a Tatiana.
– ¿Quién es usted?
– Me llamo Tania.
– ¿La refugiada tuberculosa?
– Ya me encuentro mejor -respondió Tatiana en voz baja.
– No se llama Tania. Tom me pasó su documentación para que la tramitase. Usted es Jane Barrington. En fin, no es cosa mía. Mi vida se viene abajo y estoy aquí hablando de su nombre. Ojalá tuviera sus problemas.
Tatiana se esforzó en pronunciar una frase de consuelo en inglés.
– Podría ser peor -dijo.
– Se equivoca. Es lo peor que puede pasar. No puede haber nada peor que esto, nada.
– Lo siento -dijo Tatiana, compadeciéndose al ver la alianza que la joven llevaba en el dedo-. ¿Llora por su marido?
La joven asintió, sin dejar de mirarse las manos.
– Es terrible, ya lo sé -añadió Tatiana-. Esta guerra…
– Es un desastre -concluyó la muchacha, asintiendo otra vez.
– Su marido… ¿no va a volver?
– ¿Si no va a volver? -exclamó la joven-. ¡Ahí está el problema! Claro que vuelve. Y muy pronto: la semana próxima.
Tatiana se apartó, desconcertada.
– ¿Qué le pasa? Parece que se vaya a desmayar. No ponga esa cara, si mi marido vuelve no es por su culpa. Supongo que en una guerra pueden pasarle cosas peores a una chica, pero no se me ocurre cuáles. ¿Quiere un café? ¿Un cigarrillo?
– Tomaré un café -contestó Tatiana tras una pausa.
Se sentaron a una de las mesas rectangulares del comedor. Tatiana se acomodó frente a la chica, que dijo llamarse Viktoria Sabatella («pero llámame Vikki, podemos tutearnos», añadió) y le estrechó vigorosamente la mano.
– ¿Estás aquí con tus padres? -preguntó-. No he visto que ningún inmigrante entre en el país por esta vía desde hace meses. Ya no vienen en los barcos. Llegan tan pocos… ¿Qué te pasa a ti? ¿Estás enferma?
– Ya estoy mejor. Estoy sola -explicó Tatiana. Se interrumpió y añadió-: Con mi hijo.
– ¡Es imposible que tú tengas un hijo! -exclamó Viktoria, soltando la taza de golpe.
– Tiene casi un mes.
– ¿Cuántos años tienes?
– Diecinueve. -¡Señor, sí que empezáis pronto en tu país! ¿De dónde eres?
– De la Unión Soviética.
– ¡Caramba! ¿Y tienes marido? ¿Cómo te quedaste embarazada? Tatiana abrió la boca pero Vikki siguió hablando como si no hubiera habido ninguna pregunta. Casi sin respirar, contó que no había conocido a su padre («está muerto o desaparecido, da lo mismo») y muy poco a su madre («me tuvo muy joven»), y que ésta se había trasladado a San Francisco, estaba con dos hombres («pero no viven en la misma casa») y siempre decía estar enferma («sí, de la cabeza») o muriéndose («los excesos…»). Vikki se había educado con sus abuelos maternos («quieren a mamá, pero no aprueban su vida») y vivía con ellos («no es muy divertido»). Primero había querido ser periodista, luego manicura («fue una progresión natural, en las dos profesiones trabajas con las, manos»), y al final decidió («mejor dicho, me obligaron») hacerse enfermera, cuando Estados Unidos parecía que iba a incorporarse a la guerra europea. Tatiana la escuchaba en silencio.
– ¿Con quién has dicho que estás? -dijo de repente Vikki.
– Con mi hijo.
– ¿Tienes marido?
– En otro tiempo lo tuve.
– Ah, ¿sí? -Vikki suspiró-. En otro tiempo. Ojalá yo hubiera tenido a mi marido en otro tiempo…
La conversación quedó interrumpida por la aparición de una mujer muy alta y terriblemente angulosa, impecablemente vestida y tocada con una pamela blanca.
– ¡Vikki! -gritó mientras atravesaba el comedor agitando su bolsito blanco-. ¡Te estoy hablando, Vikki! ¿Lo has visto?
Vikki suspiró y miró a Tatiana con una expresión de fastidio.
– No, señora Ludlow. Hoy no lo he visto. Creo que está al otro lado de la ciudad, en el hospital universitario. Aquí viene los martes y los jueves por la tarde.
– ¿Por la tarde? ¡No está en la universidad! ¿Y cómo es que sabes tan bien sus horarios?
– Llevo dos años trabajando con él.
– Muy bien, pues yo llevo ocho casada con él y no sé dónde demonios está. -Se acercó a la mesa y miró con altivez a las dos jóvenes-. ¿Y usted quién es? -preguntó, observando a Tatiana con suspicacia.
Tatiana se tapó la boca con la mascarilla, pero fue Vikki la que habló:
– Es de la Unión Soviética. Casi no habla inglés.
– Ah, pues si espera ganarse la vida en este país tendría que aprender, ¿no? Estamos en guerra, no podemos dedicarnos a mantener a los refugiados.
Y agitando el bolsito, que casi le dio a Tatiana en la cabeza, salió del comedor.
– ¿Quién era? -preguntó Tatiana.
– No te preocupes -dijo Vikki, con un gesto displicente-. Cuanto menos sepas de ella, mejor. Es la mujer del doctor Ludlow y está loca. Aparece por aquí una vez a la semana, buscando a su marido.
– ¿Y por qué no lo encuentra?
Vikki se echó a reír.
– Lo que habría que preguntar es por qué el doctor Ludlow se pierde tan a menudo.
– Exacto, ¿por qué?
Vikki hizo otro gesto de displicencia, dando a entender que no quería seguir hablando del doctor Ludlow. Tatiana la observó con una sonrisita. Ahora que había dejado de llorar se veía que era una mujer muy guapa, una chica bonita que sabía que lo era y procuraba que los demás también lo supieran. La melena larga y brillante le enmarcaba la cara y los hombros. Llevaba los ojos maquillados con rímel y delineador negro y en sus voluptuosos labios quedaban rastros de carmín. La bata blanca de enfermera le ceñía la esbelta figura y le llegaba justo por encima de la rodilla. Tatiana se preguntó cómo responderían los soldados heridos ante tanta… tanta Vikki.
– ¿Por qué llorabas, Vikki? ¿No quieres a tu marido?
– Ah, sí. Lo quiero, lo quiero. -Vikki suspiró-. Pero me gustaría poder quererlo a ocho mil kilómetros de distancia. -Bajó la voz y añadió-: El momento de volver es inoportuno.
– ¿Desde cuándo es inoportuno el momento en que marido vuelve con mujer?
– No estaba previsto.
Vikki se echó a llorar otra vez y las lágrimas cayeron sobre el café. Tatiana apartó la taza para que Vikki pudiera tomárselo más tarde.
– ¿Cuándo…? ¿Qué palabra has usado…? ¿Cuándo estaba previsto?
– En Navidad.
– Ah. ¿Y por qué vuelve tan pronto?
– ¿No es increíble? Cayó herido en el Pacífico.
Tatiana abrió unos ojos como platos.
– ¡Bah, se encuentra bien! -añadió Vikki sin darle importancia-. Es un rasguño, una herida superficial en el hombro. Siguió pilotando el avión durante ciento cincuenta kilómetros después de recibir el impacto. No puede ser tan grave.
Tatiana se levantó e hizo ademán de marcharse.
– Tengo que ir a darle el pecho al niño -explicó.
– La cuestión es que Chris lo pasará mal.
– ¿Quién es Chris?
– El doctor Pandolfi. ¿No lo conoces? Trabaja con el doctor Ludlow en el hospital.
Chris Pandolfi. Ahora lo recordaba.
– Ah, sí, lo conozco.
El doctor Pandolfi era el médico que había subido al barco y se había negado a ayudarla a parir en terreno… en territorio estadounidense. Quería devolverla de inmediato a la Unión Soviética, sin importarle que estuviera tuberculosa y a punto de dar a luz. Pero Edward Ludlow protestó y convenció al doctor Pandolfi para que la dejara ingresar en el hospital de Ellis. Tatiana miró a Vikki y le dio una palmadita en el hombro. No le parecía que Chris Pandolfi fuera muy buen partido.
– Todo irá bien, Viktoria. Quizá te convenga distanciarte del doctor Pandolfi. Eres afortunada de que tu marido vuelva a casa.
Viktoria se levantó también y acompañó a Tatiana hasta su habitación.