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– Llámame Vikki -insistió-. ¿Puedo llamarte Jane?

– ¿Cómo?

– ¿No te llamas Jane?

– Llámame Tania.

– ¿Y por qué voy a llamarte Tania si te llamas Jane?

– Me llamo Tania. Jane es sólo en papeles. -Advirtió la expresión de perplejidad y desinterés de Vikki y concluyó-: Llámame como quieras.

– ¿Cuándo sales?

– ¿Salir?

– De Ellis.

– No creo que vaya a salir de momento -respondió Tatiana tras pensarlo un poco-. No tengo ningún sitio adonde ir.

Vikki entró con ella en la habitación y lanzó una rápida mirada al niño que dormía en la cunita.

– Qué pequeño es -dijo con aire ausente, y alargó la mano hacia el pelo rubio de Tatiana-. ¿Su padre tenía el pelo oscuro?

– Sí.

– ¿Y qué se siente cuando eres madre?

– Pues…

– Bueno, cuando te encuentres mejor, quiero que vengas a casa. Te presentaré a mis abuelos, les encantan los niños. Siempre me preguntan cuándo voy a tener uno. ¡Dios no lo quiera! -suspiró. Miró otra vez a Anthony-. ¡Qué lindo es! Qué pena que su padre no lo haya visto nunca.

– Sí.

Tatiana no sabía qué más decir.

El niño era tan vulnerable… No podía moverse ni sostener la cabeza. A Tatiana le costaba tanto vestirlo con aquellos bracitos inertes y aquella cabecita oscilante que desafiaba sus torpes conocimientos maternales, que algunos días lo dejaba desnudo, envuelto solamente con el pañal y tapado con la manta. La única ropa que podía ponerle eran unos pijamas que le había dado Edward. Afortunadamente, era verano y hacía calor y el niño no necesitaba mucho más, porque su cabecita se negaba a pasar por el cuello de la prenda y los bracitos se negaban a introducirse en las largas mangas. Bañarlo era aún más difícil. Como el ombligo no le había cicatrizado del todo, Tatiana le limpiaba el cuerpo con un paño, lo cual no era tan complicado, pero lavarle el pelo quedaba más allá de sus habilidades. El niño no hacía nada, no podía ayudarla de ninguna manera, no podía levantar los brazos o quedarse quieto o incorporarse. La cabecita se le inclinaba hacia atrás, su cuerpo se escurría de entre los brazos de Tatiana, las piernecitas se balanceaban precariamente sobre la pila. Tatiana vivía en constante temor de que el bebé le resbalara de entre las manos y se desplomara sobre el suelo de baldosas blancas y negras. Los sentimientos que le inspiraba su absoluta dependencia iban desde una intensa angustia por el futuro del niño hasta una ternura casi asfixiante. Sin embargo, quizá porque así estaba previsto en la naturaleza, saber que Anthony la necesitaba la hacía sentir más fuerte.

Y le hacía falta fortalecerse. A menudo, cuando el niño dormía plácidamente, Tatiana tenía la impresión de que eran su propia cabeza, sus brazos, sus piernas y su cuerpo frágil y oscilante los que estaban a punto de caerse del alféizar y desplomarse sobre el asfalto de la calle.

Por eso, para sentir que su bebé le daba fuerzas, lo destapaba y comenzaba a acariciarlo. Lo sacaba de la cuna y se lo ponía sobre el pecho y lo dejaba dormir con la cabecita apoyada sobre su corazón. El niño tenía los brazos largos y las piernas largas, y mientras lo acariciaba, Tatiana se imaginaba que estaba viendo a un niño distinto a través de los ojos de otra mujer, a un niño larguirucho como Anthony, moreno y suave como él, un niño al que tocaba, bañaba, acunaba y acariciaba su propia madre, una madre que había esperado una vida entera para tener a su único hijo.

Capítulo 7

El interrogatorio, 1943

Se oyeron unas voces fuera de la celda y la puerta se abrió.

– ¿Alexander Belov?

Alexander iba a decir «sí», pero sin saber por qué se acordó de los Romanov, asesinados en un sótano en medio de la noche. ¿Era de noche ya? ¿Era la misma noche, era la noche siguiente?

– ¿Voy con usted? -decidió contestar.

– Sí, venga.

Acompañó al guardián hasta una pequeña habitación en el piso superior. Esta vez no era un aula sino un antiguo almacén, quizá la oficina de enfermería.

Le ordenaron que se sentara en la silla. Luego le ordenaron que se pusiera de pie, y después, que volviera a sentarse. Fuera aún no había luz. Preguntó qué hora era, pero le dijeron «¡cierra el pico!» y no volvió a preguntarlo. Al cabo de un rato entraron dos hombres en la habitación. Uno de ellos era el gordo Mitterand, y el otro, un agente al que Alexander no conocía.

El agente encendió una lámpara y enfocó directamente la cara de Alexander, que cerró los ojos.

– ¡Abra los ojos, comandante!

– Calma, Vladimir -advirtió en voz baja el gordo Mitterand-. No hay por qué actuar así.

Alexander se alegró de que aún lo llamaran «comandante». Por lo visto, no habían conseguido traer a un coronel para interrogarlo. Como sospechaba, en Morozovo no había nadie que pudiera ocuparse de su caso. Por eso debían enviarlo a Voljov, pero no querían arriesgar la vida de más soldados atravesando el río en un camión. Ya habían fracasado una vez. Más adelante podrían ir en barca, pero tenían que esperar a que el hielo se fundiera. De modo que Alexander podía pasarse otro mes en la celda de Morozovo. ¿Sería capaz de soportar allí dentro un minuto más?

– Comandante Belov -comenzó Mitterand-, estoy aquí para comunicarle que está usted arrestado por alta traición. Disponemos de pruebas irrefutables que lo acusan de espionaje y traición a su patria. ¿Qué tiene usted que alegar?

– Son acusaciones infundadas -aseguró Alexander-. ¿Algo más?

– ¡Se le acusa de ser un espía extranjero!

– No es cierto.

– Sabemos que lleva tiempo viviendo con una identidad falsa -dijo Mitterand.

– No es cierto, es mi identidad verdadera -dijo Alexander.

– Nos gustaría que firmara este papel donde se detallan los derechos que le concede el artículo 58 del Código Penal de 1928.

– No pienso firmar nada -dijo Alexander.

– El soldado que dormía a su lado en el hospital nos ha dicho que le oyó hablar en inglés con el médico de la Cruz Roja que lo visitaba todos los días. ¿Es cierto eso?

– No.

– ¿Por qué lo visitaba el médico?

– Por si no conocen las razones que pueden llevar a un militar a una sala de cuidados intensivos, les diré que caí herido en combate. Pueden preguntárselo a mis mandos. El comandante Orlov…

– ¡Orlov está muerto! -soltó Mitterand.

– Me apena saberlo -exclamó Alexander.

Se sintió flaquear por un momento. Orlov era un buen jefe. No era Mijaíl Stepanov, pero ¿quién podía estar a la altura de Stepanov?

– Comandante, se lo acusa de haberse alistado en el ejército con un nombre falso. Se lo acusa de ser el ciudadano estadounidense Alexander Barrington. Se lo acusa de fugarse mientras era conducido a un campo de castigo en Vladivostok, después de ser condenado por espionaje y actividades subversivas contra la Unión Soviética.

– Todo son mentiras -aseguró Alexander-. ¿Dónde está la persona que me acusa? Me gustaría verla.

¿Qué noche era? ¿Había pasado un día? ¿Habían logrado escapar Sayers y Tania? De ser así, Dimitri se habría ido con ellos, y en ese caso el NKVD tendría dificultades para defender la existencia de un acusador cuando el propio acusador habría desaparecido como si fuera un ministro del Politburo de Stalin.

– Tengo tanto interés como ustedes en llegar al fondo de la cuestión -aseguró Alexander con una sonrisa amigable-. O quizá más. ¿Dónde está esa persona?

– ¡Las preguntas las hacemos nosotros, no usted! -vociferó Mitterand.

El problema era que no tenían más preguntas. Mejor dicho, se limitaban a preguntarle lo mismo una y otra vez.

– ¿Es usted el ciudadano estadounidense llamado Alexander Barrington?

– No -contestó el ciudadano estadounidense llamado Alexander Barrington-. No sé de qué me hablan.