Alexander no sabía cuánto tiempo llevaban interrogándolo. Le enfocaron la cara con una lámpara y se limitó a cerrar los ojos. Le ordenaron que se pusiera de pie y aprovechó para estirar las piernas. Aguantó de pie durante lo que pareció una hora y lamentó tener que volver a sentarse. No sabía si había sido una hora exactamente, pero para entretenerse durante el monótono interrogatorio estuvo contando los segundos que duraba cada ciclo, desde «¿Es usted el ciudadano estadounidense llamado Alexander Barrington?» hasta «No; no sé de qué me hablan».
Siete segundos. Doce si Alexander se demoraba en responder, si juntaba los pies, ponía los ojos en blanco o soltaba un suspiro. Una vez no pudo contenerse y estuvo bostezando durante treinta segundos. Le pareció que el tiempo pasaba más deprisa.
Repitieron la misma pregunta 147 veces. Cada seis, antes de proseguir, Mitterand tomaba un trago. Al final pasó el relevo a Vladimir, que bebía menos y era más amable e incluso le ofreció una copa. Alexander la rechazó cortésmente pero agradeció la distracción. Sabía que no debía aceptar nada de lo que le ofrecieran. Sólo pretendían congraciarse con él.
Pero la distracción no fue suficiente.
– Guardián, llévelo a la celda -dijo Vladimir al cabo de 147 intentos, con la frustración reflejada en la voz y en el rostro. Y añadió-: Terminará confesando, comandante. Sabemos que las acusaciones son ciertas y haremos todo lo que esté en nuestras manos para que confiese.
Normalmente, cuando los apparatchik del Partido interrogaban a un detenido con la intención de condenarlo y enviarlo cuanto antes a un campo de trabajo, todo el mundo sabía que se estaba desarrollando una farsa. Los que preguntaban sabían que las acusaciones eran falsas y el desconcertado prisionero lo sabía también, pero la alternativa que le presentaban era tan dura, que terminaba reconociendo la obvia falacia. «Usted, vecino de un agitador antiproletario, confiese que conspiró con él o le caerán veinticinco años en Magadán; si confiesa, serán sólo diez.» Ésa era la disyuntiva, y los prisioneros terminaban confesando para salvarse o para salvar a sus familiares, o porque la sucesión de palizas y humillaciones los dejaba sin fuerzas para negar el entramado de mentiras. Alexander pensó que ésa debía de ser la primera vez en varias décadas en que el detenido era acusado de un hecho auténtico (puesto que él era realmente Alexander Barrington), y la primera vez en que los interrogadores podían escudarse en la verdad, una verdad que el propio interrogado no tenía más remedio que ocultar bajo un entramado de mentiras si quería sobrevivir. Le habría gustado señalar la paradoja a Mitterand y a Vladimir, pero no creía que estuvieran en condiciones de apreciarla.
Dos guardianes lo devolvieron a la celda, lo apuntaron con los fusiles y le ordenaron que se desnudara.
– Hay que llevar el uniforme a la lavandería -dijeron.
Alexander se quitó toda la ropa menos los calzoncillos largos. Le ordenaron que se desprendiera también del reloj, las botas y los calcetines. Alexander no quería quitarse los calcetines porque el suelo de la celda estaba helado.
– ¿Para qué quieren las botas?
– Para lustrarlas.
Alexander se alegró de haber guardado los medicamentos del doctor Sayers en el bolsillo de los calzoncillos.
Les tendió las botas de mala gana, y los guardianes se las arrebataron de un tirón y se fueron sin decir palabra.
Cuando se cerró la puerta y se quedó solo en la celda, Alexander cogió la lámpara de queroseno y se la acercó al cuerpo para entrar en calor. Ya no le preocupaba la falta de oxígeno.
Le ordenaron a gritos que no tocara la lámpara, pero Alexander no la soltó. Uno de los guardianes entró y se la arrebató bruscamente, dejándolo otra vez en una celda fría y oscura.
A pesar del vendaje que le había puesto Tatiana alrededor del torso, le dolía mucho la herida de la espalda. Deseó poder envolverse todo el cuerpo con la gasa blanca.
Tenía que tocar el suelo lo menos posible. Se irguió en el centro de la celda para que lo único que estuviera en contacto con el cemento helado fuera las plantas de los pies. Imaginó el calor.
Se llevó las manos a la nuca, se las puso detrás de la espalda delante del pecho…
E imaginó…
Tania de pie delante de él, con la cabeza apoyada en su torso desnudo para oír los latidos de su corazón, alzando los ojos hacia él y sonriéndole. Tatiana de puntillas sobre los pies de él, aferrada a sus brazos, irguiéndose para acercar su cara a la de él.
Calor.
Ya no era ni de día ni de noche. Ya no había resplandor ni luz. No había nada que sirviera para calcular el tiempo. Las imágenes de Tatiana se sucedían sin parar en la cabeza de Alexander, era incapaz de calcular cuánto tiempo llevaba pensando en ella. Intentó contar los segundos y se sintió exhausto. Necesitaba dormir.
¿Dormir o pasar frío? ¿Dormir o pasar frío?
Dormir.
Se acurrucó en el rincón sin dejar de temblar, tratando de mantener a raya la desesperación. ¿Había pasado un día, o una noche?
Un día o una noche, ¿a partir de qué momento?
«Esperarán a que muera de hambre o de sed. Me matarán de una paliza. Pero primero se me congelarán los pies, y luego las piernas, y luego mis entrañas se volverán de hielo. Y la sangre también, y el corazón, y llegará el olvido.»
Tamara y sus historias, 1935
Una babushka llamada Tamara llevaba veinte años viviendo en la planta donde se habían instalado los Barrington. Tenía siempre abierta la puerta de su habitación y Alexander, al volver del colegio, entraba a veces a charlar un rato con ella porque sabía que los ancianos agradecían la posibilidad de transmitir su experiencia vital a las nuevas generaciones. Una tarde, Tamara, sentada en una incómoda silla de madera junto a la ventana, le contó que a su marido lo habían detenido por delitos religiosos en 1928 y lo habían condenado a diez años…
– Un momento, Tamara Mijailovna. ¿Diez años dónde?
– En un campo de trabajo en Siberia, claro. ¿Dónde va a ser?
– ¿Lo declararon culpable y lo enviaron a trabajar a Siberia?
– Lo enviaron a un presidio…
– ¿Y trabajaba gratis…?
– Ay, Alexander, te ruego que no me interrumpas cuando te estoy contando algo.
El muchacho calló.
– En 1930 detuvieron a las prostitutas de la calle Arbat, y no sólo volvían a estar aquí al cabo de unos meses, sino que les habían permitido ver a sus familiares. Pero a mi marido y a sus compañeros de religión no los dejaron volver, en todo caso no a Moscú.
– Sólo faltan tres años… -intervino Alexander-. Tres años de trabajos forzados.
Tamara negó con la cabeza.
– En 1932 -añadió, bajando la voz- recibí un telegrama de la dirección de Kolima: «Sin derecho a correspondencia», decía. Sabes qué significa, ¿verdad?
Alexander no se atrevió a aventurar una respuesta.
– Significa que la persona con la que mantenías correspondencia ya no vive -explicó Tamara con la voz temblorosa, agachando la cabeza.
A Alexander le gustaba escucharla, igual que le sucedía con Slavan. Tamara le contó que tres sacerdotes de la iglesia de la esquina habían sido condenados a siete años por no renunciar a las herramientas del capitalismo, es decir: por conservar en privado su fe cristiana.
– ¿También los mandaron a un campo de trabajo?
– ¡Claro! -Alexander calló y la dejó continuar-. Lo curioso es que… ¿Te fijaste en que hace unos meses había rameras en la puerta del hotel que hay en esta misma calle?
– Ajá…
Alexander se había fijado.
– Las detuvieron por alteración del orden público…
– Y por no renunciar a las herramientas del capitalismo -observó secamente Alexander.
– Exacto, chico, exacto. -Tamara rió y le acarició el pelo-. ¿Y sabes cuántos años les cayeron en ese campo de trabajo que tanto te interesaba? Tres. No lo olvides: cristianismo, siete años; prostitución, tres años.