– Nunca me cayó bien -opinó Jane, tomando un sorbito de vodka-. Creo que está enferma y la han llevado al hospital. Era muy mayor, Alexander.
– Mamá, ahora hay dos hombres jóvenes ocupando su habitación. ¿Van a vivir con ella cuando vuelva del hospital?
– No tengo ni idea -respondió resueltamente Jane, y con la misma resolución se sirvió otro vasito de vodka.
– La familia italiana ya no está. ¿Tú sabías que se habían marchado, mamá?
– ¿Quiénes? -dijo Harold, alzando la voz-. ¿Quién desaparece? Los Frasca no han desaparecido: están de vacaciones.
– Es invierno, papá. ¿Adónde quieres que vayan de vacaciones?
– A Crimea. Están en un centro de veraneo cerca de Krasnodar. En Dzhugba, creo. Volverán dentro de dos meses.
– Ah, ¿sí? ¿Y qué me dices de los Van Doren? ¿Adónde se han ido? ¿A Crimea también? Ahora hay una familia rusa ocupando su habitación. Pensaba que esa planta era sólo para extranjeros.
– Se han trasladado a otro edificio en el mismo Moscú -dijo Harold, hincando el tenedor en el plato-. El Obkom quiere integrar a los extranjeros en la sociedad soviética.
– ¿Que se han trasladado, dices? -inquirió Alexander, soltando los cubiertos de golpe-. ¿Adónde? Porque Nikita está durmiendo en nuestro baño.
– ¿Quién es Nikita?
– Papá, ¿no has visto que se ha instalado un hombre en la bañera?
– ¿Quién es?
– Nikita.
– Ah. ¿Y cuánto tiempo lleva ahí?
Alexander y su madre intercambiaron una mirada de perplejidad.
– Tres meses.
– ¿Lleva tres meses en la bañera? ¿Por qué?
– Porque no ha conseguido ni una sola habitación de alquiler en todo Moscú. Venía de Novosibirsk.
– No lo he visto -dijo Harold, en un tono que implicaba que, como nunca lo había visto, era imposible que Nikita existiera-. ¿Qué hace cuando quiero bañarme?
– Pues deja libre el cuarto de baño durante media hora -explicó Jane-. Le doy un vasito de vodka y sale a dar un paseo.
– Mamá -dijo Alexander, sin dejar de masticar-, su mujer viene en marzo. Nikita me ha pedido que pregunte a todos los del piso si podemos adelantar la hora del baño por la noche, para dejarles un poco de…
– Dejadlo ya, os estáis burlando de mí -dijo Harold.
Alexander y su madre intercambiaron otra mirada.
– Sal a comprobarlo, papá -propuso Alexander-. Y cuando vuelvas, dime a qué sitio de Moscú pueden haberse trasladado los Van Doren.
Al volver, Harold se encogió de hombros y declaró:
– Ese hombre es un vagabundo. No es de fiar.
– Ese hombre -dijo Alexander, mirando el vaso de vodka de su madre- es el responsable de mantenimiento de la flota del Báltico.
Un mes después, en febrero de 1935, a la vuelta del instituto, Alexander oyó que su madre y su padre se peleaban otra vez. Les oyó gritar dos veces su nombre.
Así que su madre estaba preocupada por él. Pero ¿por qué? El estaba bien: hablaba ruso con soltura, cantaba canciones, bebía cerveza y jugaba al hockey con sus amigos en el parque Gorki. Estaba perfectamente. ¿Por qué se preocupaba su madre? Le habría gustado entrar y decirle que todo iba bien, pero prefería no interferir en sus peleas.
De pronto oyó que uno lanzaba algo por el aire y otro recibía un golpe. Entró corriendo en la habitación y vio a su madre en el suelo, con la cara roja, y a su padre inclinándose hacia ella. Alexander corrió hacia él y lo apartó de un empujón.
– Pero ¿qué haces, papá? -chilló-. ¿Qué estás haciendo?
Alexander se arrodilló junto a su madre, que se incorporó y miró muy seria a Harold.
– Qué bonito lo que le estás enseñando a tu hijo -dijo-. ¿Para esto lo trajiste a la Unión Soviética, para que aprendiera a tratar así a las mujeres? ¿A su esposa, quizá?
– ¡Calla! -gritó Harold, y apretó los puños-. ¡Calla!
– ¡Basta ya, papá! -Alexander se puso de pie de un salto-. ¿Qué estás haciendo?
– Tu padre nos abandona, Alexander…
– ¡No os estoy abandonando!
Alexander se enfrentó a su padre y le dio otro empujón.
– ¿Qué estás haciendo, papá? -repitió.
Harold lo apartó y le dio un manotazo en la cara. Jane ahogó un grito. Alexander se tambaleó pero no llegó a caerse. Harold intento golpearlo otra vez, pero su hijo lo esquivó. Jane agarró a su marido por las piernas y lo tiró al suelo. Al caer, Harold se dio de cabeza contra el sofá.
– ¡No te atrevas a tocarlo! -chilló Jane.
Harold estaba en el suelo y Jane también; el único que estaba de pie era Alexander. Los tres respiraban entrecortadamente y evitaban mirarse. Alexander se pasó la mano por el labio ensangrentado.
– Harold -dijo Jane, todavía arrodillada-. ¡Mira cómo estamos! ¡Esta mierda de país está acabando con nosotros! -Estaba llorando-. Volvamos a nuestra tierra y empecemos de nuevo.
– ¿Estás loca? -masculló Harold, mirando a Alexander y a Jane-. ¿Te das cuenta de lo que dices?
– Sí.
– ¿Has olvidado que renunciamos a la nacionalidad estadounidense? ¿Has olvidado que en este momento tú y yo somos apatridas y estamos esperando a que nos concedan la nacionalidad soviética para poder seguir adelante? ¿Crees que en Estados Unidos nos aceptarán si volvemos? ¡Si prácticamente nos echaron a patadas…! ¿Y cómo se sentirán las autoridades soviéticas si ven que también les damos la espalda?
– Me da igual lo que piensen las autoridades soviéticas.
– ¡Señor, qué ingenua eres!
– ¿Eso soy? ¿Y tú qué eres, entonces? ¿Sabías que serían así las cosas y nos trajiste igualmente? ¿Trajiste a tu hijo?
– No vinimos buscando una vida regalada -contestó Harold, con una mirada de decepción-. Eso podríamos haberlo tenido en Estados Unidos.
– Es verdad, y lo tuvimos. Nosotros dos podemos conformarnos con las condiciones de este país, pero Alexander no tiene por qué quedarse, Harold. Al menos mándalo a él de vuelta.
– ¿Qué?
Harold no era capaz de hablar más que en susurros.
– Sí. -Jane se incorporó con la ayuda de Alexander y se plantó frente a su marido-. Tiene quince años. Mándalo a casa.
– ¡Mamá! -protestó Alexander.
– No lo dejes morir en este país… ¿No comprendes que debe irse? Alexander lo entiende. ¿Por qué tú no?
– Alexander no lo entiende. ¿O sí, hijo?
Alexander permaneció en silencio. No quería tomar partido contra su padre.
– ¿Lo ves? -exclamó Jane en tono triunfal-. Por favor, Harold. Dentro de nada será demasiado tarde.
– Qué tonterías dices. ¿Demasiado tarde para qué?
– Demasiado tarde para Alexander -respondió Jane con la voz desfalleciente, pálida de desesperación-. Trágate el orgullo por un momento, hazlo por él. Antes de que cumpla los dieciséis en mayo y tenga que alistarse en el Ejército Rojo, antes de que la tragedia caiga sobre todos nosotros, mientras aún tenga la nacionalidad estadounidense… mándalo de vuelta. Él no ha renunciado a sus derechos como ciudadano de Estados Unidos. Yo me quedaré aquí, viviendo contigo hasta el fin de mis días, pero…
– ¡No! -exclamó Harold, con la voz desmayada-. Si las cosas no han salido como esperaba, lo sien…
– No digas que lo sientes por mí, cabrón. No lo sientas por mí… Cuando me acosté contigo, sabía lo que estaba haciendo. Siéntelo por tu hijo. ¿Qué va a ser de él?
Jane se dio la vuelta y se alejó.
Alexander se acercó a la ventana y miró a la calle. Era una noche de febrero. Oía las voces de su padre y de su madre detrás de él.
– Janie, tranquila, todo saldrá bien, ya lo verás. A Alexander le irá mejor dentro de un tiempo. El comunismo es el futuro del mundo, lo sabes tan bien como yo. Cuanto más se agranda la brecha entre ricos y pobres, más importante se vuelve el comunismo. Estados Unidos es una causa perdida. ¿Quién se va a preocupar de la gente común, quién va a proteger sus derechos, si no los comunistas? Estamos atravesando la fase más dura. Pero no me cabe duda, y sé que a ti tampoco, de que el comunismo es el futuro.