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– ¡Señor! -exclamó Jane-. ¿Nunca lo dejarás?

– No podemos dejarlo ahora -se justificó Harold-. Seremos testigos del proceso hasta el final.

– Exacto -replicó Jane-. El propio Marx escribió: «El capitalismo produce sus propios sepultureros». ¿No crees que quizá no hablaba del capitalismo?

– Por supuesto -aceptó Harold, mientras Alexander desviaba la mirada-. Los comunistas reconocen abiertamente que, para alcanzar sus objetivos, deben acabar por la fuerza con los males preexistentes. Acabar con el egoísmo, con la codicia, con el individualismo, con los intereses personales…

– Con la prosperidad, la tranquilidad, la comodidad, la privacidad, la libertad… -añadió Jane remarcando cada palabra, mientras Alexander seguía mirando obstinadamente por la ventana-. «El segundo Estados Unidos»… Vaya mierda de segundo Estados Unidos

Sin necesidad de volverse, Alexander vio la mirada furiosa de su padre y la mirada desesperada de su madre y la habitación gris de paredes descascarilladas y la manecilla de la puerta sujeta con cinta adhesiva y sintió el olor de los retretes que estaban a pocos metros, y no dijo nada.

Antes de llegar a la Unión Soviética, el único mundo que tenía sentido para él era Estados Unidos, un país donde su padre podía subirse a un pulpito a predicar contra el gobierno, y la policía encargada de proteger a ese gobierno lo obligaba a bajar y lo metía en una celda de Boston para curarlo de su afán agitador, y al día siguiente o al cabo de dos días lo dejaba salir para que retomara con renovado fervor sus prédicas sobre las lamentables deficiencias del Estados Unidos de los años veinte. Y según Harold estas deficiencias eran muchas, aunque alguna vez había dicho que le impresionaban los inmigrantes que acudían en masa a Nueva York y a Boston para vivir en condiciones deplorables y trabajar por cuatro perras y que avergonzaban a generaciones de estadounidenses siendo capaces de vivir en condiciones deplorables y trabajar por cuatro perras y aceptarlo con alegría… una alegría que sólo quedaba mitigada por la imposibilidad de traer a otros familiares suyos a Estados Unidos para que también vivieran en condiciones deplorables y trabajaran por cuatro perras.

Harold Barrington podía predicar la revolución en Estados Unidos y a Alexander le parecía algo perfectamente normal porque había leído Sobre la libertad de John Stuart Mill y John Stuart Mill le había enseñado que la libertad no consiste en hacer lo que a uno le venga en gana sino en decir lo que a uno le venga en gana. Su padre era seguidor de Mill en la mejor tradición de la democracia estadounidense. ¿Qué tenía eso de extraño?

Lo que le pareció extraño cuando llegaron a Moscú fue el propio Moscú. Y a medida que pasaron los años, Moscú le fue pareciendo cada vez más extraño. Su vitalidad juvenil se apagaba al observar aquella miseria, aquel caos y aquellas incomodidades. Había dejado de dar la mano a su padre cuando se dirigían a las reuniones de los jueves, pero el vacío que sentía en los dedos era el de una naranja en invierno.

En la misma época en que ensalzaba a Rusia como el «segundo Estados Unidos», el camarada Stalin había anunciado que en pocos años las líneas férreas, las carreteras y las viviendas de la Unión Soviética estarían a la altura de las norteamericanas. Según él, la URSS se estaba industrializando a mayor velocidad que Estados Unidos porque el capitalismo fomentaba el progreso de forma caótica y el socialismo lo impulsaba en todos los frentes. En Estados Unidos había un 35 % de paro, mientras que en la Unión Soviética se alcanzaba prácticamente el pleno empleo. Todos los soviéticos trabajaban (lo cual era una prueba de la superioridad de la URSS), mientras que los estadounidenses dependían del estado del bienestar porque no había suficiente trabajo para todos. Todo eso eran datos objetivos e innegables. Entonces, ¿por qué la sensación de malestar era tan acuciante?

Sin embargo, el malestar y el desconcierto de Alexander eran accesorios; lo que no era accesorio era su juventud. Y Alexander era joven, incluso en Moscú.

Se limpió la sangre de la boca con la manga y tendió una servilleta a su madre.

– No la escuches -dijo mirando a Harold, antes de salir de la habitación y dejar a sus padres con sus miserias-. No pienso volver a Estados Unidos sin vosotros. Mi futuro está aquí, para bien o para mal. -Se acercó un paso a su padre y añadió-: Pero no vuelvas a pegar a mamá. -Alexander era varios centímetros más alto que Harold-. Si vuelves a hacerlo, tendrás que vértelas conmigo.

Una semana después, a Harold lo despidieron del periódico porque las nuevas leyes prohibían que los extranjeros manejaran maquinaria de impresión, por muy cualificados que estuvieran y por leales que fueran a la Unión Soviética. Al parecer, trabajar en una rotativa era una oportunidad para el sabotaje ya que permitía falsificar documentos y difundir mentiras subversivas contra la causa soviética. Habían pillado a un montón de extranjeros publicando malévolos panfletos y distribuyéndolos entre los laboriosos ciudadanos soviéticos, de manera que Harold no seguiría trabajando de impresor.

Lo destinaron a una fábrica de herramientas donde se dedicó a fundir metal para hacer trinquetes y destornilladores.

Este trabajo le duró solamente unas semanas. Al parecer tampoco era seguro, ya que habían pillado a un montón de extranjeros fabricando cuchillos y navajas para su uso personal en lugar de herramientas para el Estado soviético.

Harold pasó a trabajar de zapatero. A Alexander le hacía gracia. «¿Y tú qué sabes de zapatos, papá?», le preguntaba.

Este empleo le duró solamente unos días. «¿Qué? ¿Tampoco es seguro hacer zapatos?», quiso saber Alexander.

Al parecer, no lo era. Habían pillado a un montón de extranjeros haciendo botas de montaña o botas de agua para que los ciudadanos soviéticos pudieran huir del país a través de los montes o las marismas.

Una noche de abril de 1935, Harold llegó a casa con expresión sombría y en lugar de ponerse a cocinar (ahora era él el que preparaba la cena para la familia), se desplomó en la silla y dijo que un miembro del Obkom había ido a verlo a la escuela donde trabajaba como limpiador y le había dicho que debían irse a vivir a otro sitio.

– Quieren que nos busquemos unas habitaciones, que seamos más independientes. -Se encogió de hombros-. No pasa nada. Lo hemos tenido relativamente fácil en estos cuatro años. Tenemos que devolver algo al Estado.

Hizo una pausa y encendió un pitillo.

Alexander vio que su padre lo miraba de soslayo. Carraspeó e intervino:

– Bueno, Nikita ha desaparecido. Podríamos ocupar nosotros la bañera.

No fue posible encontrar una sola habitación para los Barrington en todo Moscú.

Después de un mes de búsqueda, al volver del trabajo, Harold anunció:

– El tipo del Obkom ha venido a verme otra vez. No podemos quedarnos aquí. Tenemos que irnos.

– ¿Cuándo? -exclamó Jane.

– Nos quieren fuera dentro de dos días como mucho.

– ¡Pero no tenemos a donde ir!

Harold suspiró.

– Me han propuesto un traslado a Leningrado. Dicen que hay más trabajo: un polígono industrial, varias fábricas de muebles, una central eléctrica…

– ¿Qué pasa? ¿No hay centrales eléctricas en Moscú, papá? -preguntó Alexander.

– Iremos a Leningrado -dijo Harold, sin hacerle caso-. Habrá más habitaciones disponibles. Y tú ya verás cómo encuentras trabajo en la biblioteca pública, Janie.

– ¿A Leningrado? -protestó Alexander-. Papá, no pienso irme de Moscú. Aquí están mis amigos, el instituto… Por favor…

– No tenemos elección, Alexander. Te apuntarás a otro instituto y harás nuevos amigos.