– Vaya, genial.
– No tenemos elección -repitió Harold.
– Claro -dijo Alexander, en voz alta-. Pero antes sí la teníamos, ¿no es así?
– ¡No me levantes la voz, Alexander! -lo riñó Harold-. ¿Me he explicado bien?
– ¡Con toda claridad! -gritó Alexander-. No pienso ir. ¿Me he explicado yo?
Harold se levantó de un salto. Jane se levantó de un salto. Alexander se levantó de un salto.
– ¡Callaos los dos! -exclamó Jane.
– Alexander, no consiento que me hables de ese modo -dijo Harold-, Vamos a trasladarnos, y no quiero que se hable del tema ni un minuto más. Ah, una cosa -añadió, volviéndose hacia su mujer. Adoptó una expresión contrita y carraspeó antes de añadir-: Quieren que nos cambiemos el apellido por otro más ruso.
Alexander soltó un bufido de incredulidad.
– ¿Por qué ahora, después de tantos años? -preguntó.
– ¡Porque sí! -gritó Harold, fuera de sus casillas-. ¡Tenemos que demostrar nuestra lealtad! El mes que viene cumples dieciséis años y tendrás que alistarte en el Ejército Rojo. Necesitas un apellido ruso. Cuanto menos te pregunten, mejor. Ahora tenemos que ser rusos. Nos irá mejor así.
Bajó la mirada.
– Por Dios, papá… -exclamó Alexander-. ¿Cuándo acabará esta historia? ¿Ahora resulta que no podemos conservar nuestro apellido? ¿No les basta con echarnos a patadas de casa y obligarnos a trasladarnos a otra ciudad? ¿También tenemos que perder nuestro nombre? ¿Qué más nos queda?
– ¡No nos escondemos! Hacemos lo que hay que hacer. Nuestro apellido es estadounidense. Tendríamos que habérnoslo cambiado hace mucho.
– Exacto -dijo Alexander-. Los Frasca no lo hicieron, y los Van Doren tampoco. Y mira lo que les ha pasado: se han ido de vacaciones. Vacaciones indefinidas, ¿no, papá?
Harold se incorporó y le levantó la mano, pero su hijo lo apartó de un empujón.
– No me toques -dijo con frialdad-. Ya no tengo edad para eso.
Harold hizo otro intento de pegarle y Alexander lo volvió a empujar, pero esta vez no pudo esquivar a su padre. No quería que su madre lo viera perder el control. Su pobre madre, que temblaba y lloraba y se aferraba a los dos hombres de su familia, implorándoles que parasen.
– Harold, Alexander… por favor, dejadlo ya.
– ¡Díselo a él! -protestó Harold-. Eres tú quien lo ha educado así. No respeta a nadie.
Su madre se acercó a Alexander y lo agarró del brazo.
– Por favor, hijo. Cálmate. Todo irá bien.
– ¿Tú crees, mamá? Nos vamos a otra ciudad y nos cambiamos de nombre igual que ha cambiado de nombre esta residencia. ¿Tú crees que eso es ir bien?
– Sí -aseguró su madre-. Nos tenemos los unos a los otros. Tenemos nuestra vida.
– Cómo cambia la definición de «bien»… -concluyó Alexander, apartándose y cogiendo el abrigo.
– No cruces esa puerta, Alexander -le advirtió Harold-. Te prohíbo que cruces esa puerta.
– Adelante, detenme -lo retó Alexander, mirándolo a los ojos.
Salió de la habitación y no regresó hasta dos días después. Y cuando volvió, empaquetó sus cosas y se marchó del Hotel Kirov.
Su madre estaba borracha y no lo ayudó a llevar las maletas hasta la estación de tren.
¿Cuándo había empezado Alexander a intuir, a notar, a saber, que su madre tenía un problema? Era obvio que le pasaba algo. Al principio sólo eran pequeños cambios, pero Alexander era el hijo y no le correspondía preguntar a los adultos qué les pasaba. Quien tendría que haberse dado cuenta era su padre, pero estaba ciego. Alexander sabía que Harold era de esa clase de personas incapaces de pensar a la vez en los asuntos personales y los asuntos del mundo.
Pero daba igual que no se hubiera enterado o que sí se hubiera enterado y hubiera decidido hacer caso omiso: la cuestión era que Jane Barrington, sin previo aviso y sin gran parafernalia, poco a poco; estaba dejando de ser la persona que había sido y se estaba convirtiendo en la persona que no era.
Capítulo 8
La isla de Ellis, 1943
A mediados de agosto, cuando Tatiana ya llevaba siete semanas en Estados Unidos, Edward pasó a visitarla y la encontró sentada junto a la ventana, como de costumbre. Tenía a Anthony en el regazo y le hacía cosquillas en los dedos de los pies. Se encontraba mucho mejor. Respiraba con más facilidad y apenas tosía. Hacía un mes que no veía sangre en las expectoraciones. El aire de Nueva York le estaba sentando bien.
– Edward -dijo mientras el médico la auscultaba-, tu mujer te estaba buscando.
El médico la miró, desvió los ojos y sonrió.
– Sí… A veces me busca.
Tatiana lo miró con seriedad mientras Edward retiraba el estetoscopio.
– Vaya, estás mucho mejor. Creo que voy a tener que darte el alta.
Tatiana no dijo nada.
– ¿Tienes algún sitio adonde ir? -Edward hizo una pausa-. Necesitarás un trabajo.
– Me gusta estar aquí, Edward -explicó Tatiana.
– Ya lo sé. Pero ya te encuentras bien.
– Estaba pensando… ¿y si trabajo aquí? Necesitáis más enfermeras.
– ¿Quieres trabajar en Ellis?
– Me encantaría.
Edward habló con el jefe de cirugía del Departamento de Sanidad, que visitó a Tatiana y le dijo que tendría que pasar un período de prueba de tres meses para comprobar si tenía los conocimientos necesarios para desempeñar aquel trabajo. El cirujano le explicó que no la contrataría el hospital de Ellis sino el propio Departamento de Sanidad y que ocasionalmente tendría que acudir a la Universidad de Nueva York, donde había escasez de enfermeras. Tatiana aceptó, pero preguntó si podía seguir viviendo en Ellis.
– Y quizá trabajar en el turno de noche… -propuso.
El cirujano no parecía muy conforme.
– ¿Por qué quiere vivir aquí? Puede buscar casa al otro lado de la bahía. Aquí no residen ciudadanos de nuestro país.
Tatiana intentó explicarle que aunque deseaba trabajar no tenía con quién dejar al niño, y que si seguía ocupando la habitación donde había pasado la convalecencia, podría cuidarlo alguno de los refugiados acogidos en la isla.
– Pero el espacio es muy pequeño.
– Me basta con una habitación.
Tatiana, que no se atrevía a ir a Manhattan, pidió a Vikki que le comprara una bata de enfermera y un par de zapatos.
– ¿Sabes que con la cartilla de racionamiento sólo puedes comprar dos pares? -le explicó Vikki-. ¿Quieres que uno de tus dos pares sean los zapatos de enfermera?
– Quiero que mi único par sean los zapatos de enfermera -precisó Tatiana-. ¿Para qué quiero más?
– ¿Y si quieres salir a bailar? -preguntó Vikki.
– ¿A qué?
– ¡A bailar! Ya sabes, mover un poco el esqueleto… ¿Y si quieres ponerte guapa? ¿Es que no va a volver tu marido?
– No -dijo Tatiana-, mi marido ya no volverá.
– Bueno, pues siendo viuda, está claro que necesitarás unos zapatos bonitos.
Tatiana negó con la cabeza.
– Necesito unos zapatos de enfermera y una bata blanca, y necesito seguir en Ellis, y no necesito nada más.
Vikki meneó la cabeza y pestañeó sorprendida.
– Necesitas todo lo demás. ¿Cuándo vienes a cenar a casa? ¿Te parece bien el domingo? El doctor Ludlow dice que te ha dado el alta.
Vikki le compró una bata que le iba un poco grande y unos zapatos de su número, y en cuanto Edward le dio el alta, Tatiana siguió haciendo lo mismo que había hecho hasta entonces con el camisón blanco y la bata gris del hospitaclass="underline" atender a los militares extranjeros que llegaban a Nueva York para pasar la convalecencia antes de que los trasladaran a otro lugar del continente a cumplir la pena que les correspondía como prisioneros de guerra. La mayoría eran soldados alemanes, pero también había algunos italianos, varios etíopes y uno o dos franceses. No había ningún soviético.