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– ¿Qué voy a hacer, Tania? -Vikki se había sentado en el borde de la cama mientras su amiga le daba el pecho a Anthony-. ¿Es tu hora de descanso?

– Sí, hora de la comida.

Tatiana sonrió fugazmente, pero los oídos poco atentos de Vikki no habían captado la ironía.

– ¿Quién te cuida al niño cuando tienes turno?

– Me lo llevo y lo dejo en una cama libre mientras atiendo a soldados.

Tenía ganas de contarle que Brenda se ponía nerviosa cada vez que veía al niño, pero Tatiana no quería dejarlo solo en la habitación y le daba lo mismo si la enfermera lo aceptaba o no. Si hubiera habido más inmigrantes, podría haberlo dejado con alguien mientras trabajaba. Pero pocas personas entraban en Estados Unidos a través de la isla. Sólo habían llegado doce en el mes de julio y ocho en el de agosto. Y todos tenían sus propios niños y sus propios problemas.

– ¿Qué vas a hacer con qué, Vikki?

– ¡Con mi situación, Tania! Ya sabes que tengo a mi marido en casa, ¿no?

– Ya lo sé -dijo Tatiana-. Espera un poco… a lo mejor lo mandan otra vez a combatir.

– ¡Ése es el problema! No lo quieren. No puede manejar armas pesadas y lo han licenciado. Quiere que tengamos un niño. ¿Te lo puedes imaginar?

Tatiana no dijo nada.

– ¿Por qué te casaste, Vikki? -preguntó después.

– ¡Por la guerra! ¿Por qué me preguntas eso? ¿Por qué te casaste tú? Se iba a la guerra y me pidió que me casara con él y yo le dije que sí. Pensé: «¿Qué más da? Estamos en guerra. ¿Qué es lo peor que puede pasar?».

– Esto -respondió Tatiana.

– No sabía que volvería tan pronto, pensaba que lo vería en Navidad y una o dos veces más como mucho. O que lo matarían, y entonces podría decir que estuve casada con un héroe de guerra.

– Pero ya es un héroe de guerra, ¿no?

– Eso no cuenta… ¡está vivo!

– ¡Ah!

– Antes de que volviera, yo salía a bailar todos los fines de semana, y ahora no puedo hacer nada. ¡Ay, Señor! -exclamó-. ¡Estar casada es una lata!

– ¿Lo quieres?

– Claro. -Vikki se encogió de hombros-. Pero también quiero a Chris. Y hace dos semanas conocí a un médico muy simpático… Pero todo eso se ha acabado por ahora.

– Tienes razón -dijo Tatiana-, el matrimonio es incómodo. -Se interrumpió y añadió-: ¿Y por qué no le pides…? ¿Cómo se dice…?

– ¿El divorcio?

– Eso es.

– ¿Te has vuelto loca? ¿De qué país vienes tú? ¿Qué costumbres tenéis allá?

– En mi país -explicó Tatiana- somos fieles a maridos.

– ¡Él no estaba! No iba a esperar que le fuera fiel cuando él estaba divirtiéndose en Asia, a miles de kilómetros… En cuanto al divorcio… soy demasiado joven para ser una divorciada.

– ¿Y para ser viuda no?

Tatiana sintió un estremecimiento mientras lo decía.

– ¡No! Ser viuda es un honor. Pero no puedo ser una divorciada. ¿Quieres que me convierta en una Wallis Simpson?

– ¿En quién?

– Estás haciendo una labor excelente, Tania. Brenda (a regañadientes, eso sí) -Edward sonrió- me ha dicho que los pacientes están muy contentos contigo.

Edward y Tatiana estaban haciendo la ronda entre las camas de los pacientes. Tatiana llevaba en brazos a Anthony, que lo miraba todo muy atento.

– Ah, muchas gracias por decírmelo, Edward.

– ¿No tienes miedo de que el niño contraiga una enfermedad por estar entre enfermos?

– No son enfermos -replicó Tatiana-. ¿Verdad, Anthony? Son heridos. Y cuando les dejo al niño se ponen contentos. Algunos tienen esposa e hijos en su país. Se animan cuando juegan con el bebé.

Edward sonrió.

– Es un niño muy guapo. -Acarició el pelo oscuro de Anthony, y el niño lo recompensó con una amplia sonrisa desdentada-. ¿Ya lo sacas a pasear?

– Todo el tiempo.

– Muy bien, muy bien. Los niños necesitan estar al aire libre. Y tú también.

– Salimos todos los días.

Edward carraspeó.

– ¿Sabes una cosa? Los domingos, los médicos de la Universidad de Nueva York y del Departamento de Sanidad jugamos al béisbol en Central Park y las enfermeras vienen a animarnos. ¿Te gustaría venir con Anthony este fin de semana?

Tatiana estaba demasiado desconcertada para responder.

– ¿Y tú tienes hijos, Edward? -fue lo único que se le ocurrió preguntar.

Edward negó con la cabeza.

– Mi mujer no está en condiciones de tener hijos -explicó-. Está…

Habían llegado a la escalera y oyeron el taconeo de unos zapatos altos contra los peldaños.

– ¿Edward? -chilló una voz estridente desde el piso inferior-. ¿Eres tú?

– Sí, cariño, soy yo.

La voz de Edward parecía resignada.

– Gracias a Dios que te encuentro. Te he estado buscando por todas partes.

– Estoy aquí, cariño.

La señora Ludlow subió los escalones jadeando y se reunió con los dos en el rellano. Tatiana estrechó al niño contra su cuerpo.

– ¿Una enfermera nueva, Edward? -preguntó la esposa del médico, lanzando una mirada reprobatoria a Tatiana.

– ¿Conoce usted a Marion, enfermera Barrington?

– Sí -respondió Tatiana.

– No, no nos conocemos -se apresuró a decir Marion-. Nunca olvido una cara.

– Nos vemos todos los martes en el comedor, señora Ludlow -replicó Tatiana-. Usted me pregunta dónde está Edward y yo le digo que no lo sé.

– No nos conocemos -repitió la señora Ludlow, con firmeza.

Tatiana no dijo nada y Edward tampoco.

– ¿Podemos hablar en privado, Edward? -Miró gélidamente a Tatiana y añadió-: Y usted es demasiado joven para llevar a un bebé en brazos. No lo está sosteniendo bien. Tiene que sujetarle la cabeza. ¿Dónde está la madre?

– Ella es la madre del niño, Marion -explicó Edward.

La señora Ludlow guardó un silencio reprobatorio durante un momento, soltó un bufido y, antes de que los otros dos pudieran decir nada, volvió a bufar con más énfasis, masculló la palabra «inmigrantes» y se marchó acompañada de Edward.

Vikki irrumpió en la sala del hospital, agarró a Tatiana del brazo y la obligó a salir al pasillo.

– ¡Me ha pedido el divorcio! -susurró con voz indignada-. ¿No es increíble?

– Bueno…

– Le he dicho que no pensaba dárselo porque divorciarse no está bien, y me ha dicho que presentará la demanda y la ganará porque yo… no sé qué ha dicho exactamente… porque no he respetado lo pactado. Le he dicho: «Ah, como si tú no te hubieras ido de putas en Asia», y ¿sabes qué me ha dicho?

– ¿Ha dicho que no?

– ¡Ha dicho que sí! Pero que en el caso de los soldados es distinto, ha dicho. ¿No es increíble? -Vikki cabeceó, se encogió de hombros e intentó controlar la expresión ofendida de su mirada. El rimel se mantuvo en su sitio y sus labios no perdieron el brillo-. Le he dicho: «Muy bien, pues te vas a arrepentir», y él ha dicho que ya se arrepentía. ¡Uf! -Se encogió de hombros otra vez y pareció animarse-: Oye, ven a cenar el domingo. La abuela hará lasaña.

Tatiana no fue.

«Ven a cenar, Tania. Ven a Nueva York, Tania. Ven a ver el béisbol a Central Park, Tania. Sube al transbordador con nosotros, Tania. Acompáñanos de excursión al monte Bear, Tania. Ven, Tania, regresa con nosotros, los vivos…»

Capítulo 9

Con Stepanov, 1943

Cuando Alexander abrió los ojos (¿los había abierto?), la celda seguía igual de oscura y fría. Se echó a temblar y se rodeó el torso con los brazos. No había nada deshonroso en morir en la guerra, en morir joven, en morir en una celda helada, en tratar de salvar el propio cuerpo de la humillación.

Una vez, mientras le vendaba las heridas, Tatiana le había preguntado sin mirarlo a los ojos: «¿Viste la luz?», y él había respondido que no la había visto.