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Era una verdad parcial.

Porque sí que había oído…

El galope del caballo rojo.

Pero todos los colores se habían secado.

Alexander, en un estado de semiestupor, oyó el sonido de la aldaba deslizándose y de la llave girando en la cerradura. Su superior, el coronel Mijaíl Stepanov, entró en la celda con una linterna. Alexander estaba acurrucado en un rincón.

– Ah -dijo Stepanov-. Así que es verdad: está usted vivo.

Alexander quiso sonreír y estrecharle la mano, pero tenía demasiado frío y le dolía demasiado la espalda, de modo que no se movió y no dijo nada.

Stepanov se agachó a su lado.

– ¿Qué demonios le pasó al camión? He visto el certificado de defunción firmado por ese médico de la Cruz Roja. Le dije a su mujer que usted había muerto. ¡Su esposa embarazada cree que está usted muerto! ¿Por qué?

– Todo ha ido como debía ir -replicó Alexander-, Me alegro de verlo, señor. Procure no inhalar, porque no hay suficiente oxígeno para los dos.

– ¿No quería que ella supiera cuál era su situación, Alexander? -dijo Stepanov, acercándose un poco más.

Alexander negó con la cabeza.

– Pero ¿por qué el accidente del camión, y por qué el certificado?

– Quería que pensase que no había esperanzas para mí.

– ¿Por qué?

Alexander no respondió.

– Dondequiera que vayas, iré contigo -dice Tatiana-. Pero si te quedas, yo también me quedaré. No pienso dejar en la Unión Soviética al padre de mi hijo. -Se inclina hacia Alexander, abrumado por la emoción-. ¿Recuerdas lo que me dijiste en Leningrado? Dijiste: «¿Qué vida voy a tener si sé que te dejo a ti pudriéndote en la Unión Soviética?». Esas fueron tus palabras. -Tatiana sonríe-. Y en esto, estoy de acuerdo contigo. -Baja la voz y añade-: Si te dejo, durante toda la noche el jinete de bronce irá al galope detrás de mí y al amanecer habré enloquecido.

Alexander no podía contarle aquello a su superior, porque no sabía si Tatiana había salido de la Unión Soviética.

– ¿Quiere un cigarrillo?

– Sí -aceptó Alexander-. Pero aquí no puedo fumar. No hay suficiente oxígeno.

Stepanov le tendió la mano para ayudarlo a levantarse.

– Estire un momento las piernas -le dijo. Observó la cabeza ladeada de Alexander y añadió-: Esta celda es demasiado pequeña para usted. No esperaban que fuera tan alto.

– Ah, sí que lo esperaban. Por eso me han metido aquí.

Stepanov tenía la espalda apoyada en la puerta y Alexander estaba de pie delante de él.

– ¿A qué día estamos, señor? -preguntó Alexander-. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Cuatro días, cinco…?

– Es la mañana del dieciséis de marzo -le informó Stepanov-. Lleva aquí tres días.

«¡Tres días!», pensó Alexander, sorprendido.

«¡Tres días!», pensó Alexander, emocionado. Eso quería decir que quizá Tatiana…

Dejó de pensar. Con un gesto fugaz y casi inaudible, Stepanov se inclinó hacia él.-Siga hablando en voz alta para que nos oigan -creyó oír Alexander-, pero esté atento a mis palabras. En la pradera nos reiremos y comeremos tréboles…

Alexander miró la cara de Stepanov, más demacrada que nunca, miró sus ojos grises y su boca que dibujaba un rictus de compasión y angustia.

– ¿Señor…?

– No he dicho nada, comandante.

Alexander meneó la cabeza para alejar la alucinación de un prado soleado y cubierto de tréboles.

– ¿Señor…? -repitió en voz baja.

– Todo se ha fastidiado, comandante -susurró Stepanov-. Están buscando a su esposa, pero… parece que ha desaparecido. La convencí de que volviera a Leningrado con el doctor Sayers, como usted me pidió. Le facilité las cosas.

Alexander no dijo nada y se clavó las uñas en las palmas de las manos.

– Y ahora no está. ¿Y sabe quién más ha desaparecido? El doctor Sayers. Me comunicó que pensaba volver a Leningrado con ella.

Alexander se clavó las uñas con más fuerza para no mirar a Stepanov.

– Tenía que volver a Helsinki, pero antes pensaba pasar por Leningrado -prosiguió Stepanov-. Dijo que dejaría allá a Tatiana y recogería a una enfermera de la Cruz Roja que lo estaba esperando en el hospital Gresheski. ¿Me está escuchando? Pero no llegaron a Leningrado. Hace dos días encontraron el jeep de la Cruz Roja volcado e incendiado en Lisii Nos, en la frontera entre Finlandia y la Unión Soviética. Hubo un incidente con soldados finlandeses y cuatro de nuestros hombres murieron en el tiroteo. No hay rastro de Sayers ni de la enfermera Metanova.

Alexander no dijo nada. Quería recoger su corazón del suelo, pero la celda estaba a oscuras y no lo veía. Lo oyó alejarse de él rodando, lo oyó latir, sangrar y palpitar en un rincón.

– Y los soldados finlandeses también murieron en el incidente -añadió Stepanov, bajando la voz.

Alexander respondió con un silencio.

– Y eso no es todo.

– ¿No? -creyó decir Alexander.

Sólo fue un suspiro: «¿No?».-No hay rastro del doctor Sayers, pero… -Stepanov hizo una pausa-. Su querido amigo Dimitri Chernenko apareció acribillado sobre la nieve.

Alexander no sintió un gran alivio al saber que Dimitri había muerto, pero sí cierto alivio.

– ¿Qué hacía Chernenko en la frontera, comandante?

Alexander no respondió. ¿Dónde estaba Tatiana? Lo único que le importaba era la respuesta a esta pregunta. Sin vehículo, ¿cómo llegaría a ningún sitio? Sin vehículo, ¿qué harían el doctor Sayers y ella? ¿Atravesar a pie las marismas de Carelia?

– Comandante, su esposa está en paradero desconocido, Sayers se ha marchado y Chernenko está muerto. -Stepanov titubeó un momento, antes de añadir-: Y no sólo eso: apareció acribillado y vestido con un uniforme finlandés. Llevaba ropa de piloto y tenía unos documentos de identidad finlandeses en lugar del pasaporte interior soviético.

Alexander no dijo nada. No tenía nada que ocultar, pero no quería desvelar una información que podría poner en peligro la vida de Stepanov.

– ¡Alexander! -exclamó Stepanov en un susurro enojado-. No me ignore. Intento ayudarlo.

– Señor -dijo Alexander, tratando de disimular su miedo-. Le pido por favor que no siga ayudándome.

Quería contemplar un retrato de Tatiana. Quería tocar una vez más su vestido blanco bordado con rosas rojas. Quería verla de recién casada, de pie a su lado en las escalinatas de la iglesia de Molotov.

El miedo que sentía se parecía mucho al duelo, y el agudo pavor que lo embargaba le impedía imaginarse a Tania de pie, con el cuerpo pegado al suyo, su cuerpo, su rostro, sus ojos, sus labios… todo le resultaba insoportable en aquel momento, aunque fuera en el recuerdo. Tenía que aprender a no mirarla, aunque fuera en el recuerdo. No podía respirar ni decir nada.

Se persignó con manos temblorosas.

– Me encontraba perfectamente -consiguió decir al final-, hasta que ha venido usted a decirme que mi mujer está en paradero desconocido. ¿No se da cuenta de qué efecto me produce saberlo?

Se echó a temblar como una hoja.

Stepanov se quitó la guerrera y se la tendió a Alexander. -Tenga, cúbrase los hombros.

Alexander obedeció.

– ¡Ya es la hora! -chilló una voz fuera de la celda.

– Dígame la verdad -añadió Stepanov en un susurro-, ¿pidió a su esposa que se marchara con Sayers a Helsinki? ¿Era ése su plan desde el principio?

Alexander no respondió. No quería que Stepanov supiera que… Una vida, dos, tres, eran suficientes. Un millón de personas eran un millón de individuos diferentes. Stepanov no se merecía morir por Alexander.

– ¿Por qué es tan testarudo? ¡Déjelo ya! Como no han conseguido nada por el momento, han hecho venir a otro agente para interrogarlo. Al parecer es durísimo y siempre termina obteniendo una confesión firmada. Lo han tenido medio desnudo en una celda helada y no tardarán en idear otra cosa para acabar con su resistencia. Le pegarán, le sumergirán la cabeza en un cubo de agua helada, le enfocarán la cara con una bombilla hasta volverlo loco, lo insultarán… necesitará toda su fuerza para resistir. Si no, no tiene ninguna posibilidad de salvarse.