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– ¿Cree que Tatiana está a salvo? -preguntó Alexander con voz temblorosa.

– No, no lo creo. ¿Quién está a salvo en este país? -susurró Stepanov-. ¿Usted? ¿Yo? Su esposa no, desde luego. La están buscando por todas partes. En Leningrado, en Molotov, en Lazarevo… Si está en Helsinki, la encontrarán y la obligarán a volver. Es usted consciente de ello, ¿no? Hoy tenían que llamar al hospital de la Cruz Roja en Helsinki.

– ¡Ya es la hora! -volvió a chillar el carcelero.

– ¿Cuántas veces en la vida tendré que oír estas palabras? -dijo Alexander en voz alta-. Se las dijeron a mi madre, se las dijeron a mi padre, se las dijeron a mi mujer y ahora me las dicen a mí. ¿Cuándo acabará esta historia?

Stepanov recuperó su guerrera.

– Las acusaciones que le imputan…

– No me haga preguntas, señor.

– Niéguelo todo, Alexander.

– Señor… -intervino Alexander cuando Stepanov ya se daba la vuelta para marcharse-. El día en que me detuvieron… ¿fue Tania a verlo? -Estaba tan débil que apenas podía articular las palabras. Le daba igual el frío, no podía seguir más tiempo de pie. Se sentó en el suelo, apoyando la espalda en la gélida superficie de cemento-. ¿La vio? -Alexander alzó los ojos hacia Stepanov, que asintió con un gesto-. ¿Cómo estaba ella?

– No me haga preguntas, Alexander.

– ¿Estaba…?

– No me haga preguntas.

– Cuéntemelo.

– ¿Recuerda cuando fue a buscar a mi hijo? -preguntó Stepanov, esforzándose para que no se le quebrara la voz. Alexander desvió la mirada-. Gracias a usted, tuve el consuelo de verlo antes de que muriera y pude enterrarlo.

– De acuerdo, no haré más preguntas -dijo Alexander.

– ¿Quién le dará ese consuelo a su mujer?

Alexander hundió la cara entre las manos.

Stepanov salió de la celda.

Alexander siguió inmóvil en el suelo durante un minuto más, un día más, varios años más. No quería morfina, no quería medicamentos, no quería fenobarbital. Lo que quería era una bala que acabara con el dolor de su corazón.

Abrieron la puerta de la celda. No le habían dado ni pan, ni agua, ni nada de ropa. Alexander no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba desnudo en el interior de aquella celda helada.

Entró un hombre alto, calvo y de cara desagradable. Por lo visto no quería estar de pie, ya que detrás de él entró uno de los guardianes con una silla para que se pusiera cómodo.

– ¿Sabe qué tengo en las manos, comandante? -preguntó el hombre con una meliflua voz nasal.

Alexander negó con la cabeza. Entre los dos había una lámpara de queroseno. Alexander se incorporó y se separó de la pared.

– Tengo aquí su ropa, comandante, y una manta de lana. Y mire, le traigo también un buen pedazo de carne de cerdo, con el hueso y todo. Está caliente todavía. Y unas patatas, con crema de leche y mantequilla. Y un vasito de vodka. Y tabaco. ¿No le gustaría salir de esta celda fría y húmeda, vestirse y comer un poquito?

– Sí que me gustaría -respondió Alexander, impasible.

No quería que le temblase la voz frente a un desconocido.

El hombre sonrió.-Sabía que le gustaría. He venido expresamente desde Leningrado para hablar con usted. ¿Le parece bien que hablemos un rato'

– No veo inconveniente -contestó Alexander-. No tengo mucho más que hacer.

El hombre se rió.

– No mucho más, es verdad.

Sus ojos nada risueños escudriñaron a Alexander.

– ¿De qué quiere que hablemos?

– Básicamente de usted, comandante Belov. Y de un par de cositas más.

– Perfecto.

– ¿Quiere que le dé la ropa?

– Estoy seguro de que la respuesta a esta pregunta es obvia para una persona inteligente como usted -respondió Alexander.

– Le he reservado otra celda. Es menos fría y más espaciosa y tiene una ventana. Mucho menos fría. Ahora debe de estar a veinticinco grados centígrados, no como aquí, donde seguramente no pasamos de los cinco grados. -El hombre volvió a sonreír-. ¿Quiere que se lo traduzca a grados Fahrenheit, comandante?

– ¿Fahrenheit? -Los ojos de Alexander se estrecharon-. No será necesario.

– ¿Le he dicho que tengo tabaco?

– Me lo ha dicho.

– De todas las cosas que le he dicho, comandante… de estas comodidades… ¿Hay alguna que desee en especial?

– ¿No le he respondido ya a esa pregunta?

– A ésta, sí. Pero tengo más preguntas.

– Ah, ¿sí?

– ¿Es usted Alexander Barrington, hijo de Harold Barrington, un estadounidense que llegó a la URSS en diciembre de 1930, acompañado de su bonita esposa y de su guapo hijo de once años?

Alexander, de pie frente al policía sentado en la silla, se mantuvo impasible.

– ¿Cómo se llama? -preguntó-. Normalmente, la gente como usted empieza presentándose.

– ¿La gente como yo? -El agente sonrió-. Le diré una cosa. Usted me responde y yo le responderé a usted.

– ¿Cuál es su pregunta?

– ¿Es usted Alexander Barrington?

– No. ¿Cómo se llama usted?

El hombre cabeceó reprobatoriamente.

– ¿Qué pasa? -dijo Alexander-. Me ha pedido que responda a su pregunta, y eso he hecho. Ahora responda usted a la mía.

– Leonid Slonko -dijo el agente-. ¿Hay alguna diferencia ahora?

Alexander lo observó con atención.

– ¿Ha dicho que ha venido expresamente de Leningrado para hablar conmigo?

– Sí.

– ¿Trabaja usted en Leningrado?

– Sí.

– ¿Lleva mucho tiempo allí, camarada Slonko? Me han dicho que es usted muy bueno en su trabajo. ¿Lleva mucho tiempo en el servicio? Yo diría que diez años por lo menos…

– Veintitrés.

Alexander soltó un silbido de aprobación.

– ¿En qué sitio de Leningrado?

– ¿En qué sitio qué?

– ¿En qué sitio trabaja? ¿En Kresti? ¿O en el Centro de Detención de la calle Milionaia?

– ¿Qué sabe usted del Centro de Detención, comandante?

– Sé que se construyó en 1864, durante el reinado de Alejandro II. ¿Es allí donde trabaja usted?

– A veces interrogo a algunos de los prisioneros, sí.

Alexander asintió y siguió hablando:

– Bonita ciudad, Leningrado. Aunque no termino de acostumbrarme a ella.

– Ah, ¿no? Bueno, ¿y por qué iba a acostumbrarse?

– Eso es, ¿por qué? Prefiero Krasnodar, hace más calor. -Alexander sonrió-. ¿Y cuál es su categoría, camarada?

– Soy director de operaciones -contestó Slonko.

– Entonces, ¿no es militar? Ya me imaginaba que no.

Slonko se levantó de la silla, sin soltar la ropa de Alexander.

– Acabo de decidir, comandante -dijo pausadamente-, que no tenemos nada más que decirnos.

– Estoy de acuerdo -respondió Alexander-. Gracias por su visita. Slonko salió de la celda con tanta furia que se dejó la lámpara y la silla. Pasó un tiempo antes de que el guardián entrara a buscarlas. Otra vez la oscuridad. La oscuridad era muy debilitante. Pero no tanto como el miedo.

Esta vez, Alexander no tuvo que esperar mucho rato.

Se abrió la puerta, entraron dos guardianes y le ordenaron que los acompañara.

– No estoy vestido -respondió Alexander.

– En el sitio al que vamos no le hará falta ropa.

«Mal augurio», pensó Alexander. Los guardianes eran jóvenes e impacientes… la peor clase. Alexander caminó primero entre los dos y luego unos pasos por delante de ellos, subió la escalera de piedra, atravesó todo el corredor, salió de la antigua escuela por la puerta de atrás y se adentró en el bosque, pisando descalzo la tierra cubierta por la escarcha de marzo. ¿Le obligarían a cavar un hoyo? Notó la presión de los fusiles contra su espalda. No sentía los pies, no sentía el cuerpo, y si hubiera podido detener los latidos de su corazón, habría podido soportarlo todo mejor.