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Recordó al chaval de diez años que se había apuntado a los Boy Scouts, al chaval estadounidense, al chaval soviético. Los árboles deshojados tenían un aspecto fantasmal, pero agradeció respirar aire fresco y ver el cielo gris. «Todo irá bien -pensó-. Si Tania está en Helsinki y recuerda lo que le dije, habrá convencido a Sayers para marcharse lo antes posible. Puede que ya estén en el barco, camino de Nueva York. Si es así, nada más tiene importancia.»

– Dése la vuelta -ordenó uno de los guardianes.

– ¿Primero dejo de andar? -preguntó Alexander.

Le castañeteaban los dientes.

– Deje de andar -precisó el guardián, desconcertado-, y dése la vuelta.

Alexander dejó de andar y se dio la vuelta.

– Alexander Belov -dijo el guardián en voz más baja, con toda la solemnidad que fue capaz de transmitir-, se le acusa de traición y de espionaje contra nuestro país en época de guerra. La traición militar se castiga con la muerte y la pena debe ejecutarse de inmediato.

Alexander lo escuchó sin moverse, con los pies muy juntos y las manos en los costados. Miró sin pestañear a los guardas, que sí pestañearon.

– Bueno, ¿y ahora qué? -preguntó al cabo de un momento.

– La traición se castiga con la muerte -repitió el más bajo. Se acercó a Alexander y le tendió un antifaz negro-. Tome -dijo.

Alexander vio que al joven le temblaban las manos.

– ¿Cuántos años tiene, cabo? -preguntó en voz baja.

– Veintitrés -contestó el guardián.

– Qué curioso… yo también -dijo Alexander-. Figúrese, hace tres días era comandante del Ejército Rojo. Hace tres días llevaba prendida en la pechera una medalla de Héroe de la Unión Soviética. Es asombroso, ¿no?

Las manos del guardián no dejaron de temblar mientras acercaban el antifaz a la cara del prisionero. Alexander dio un paso atrás y meneó la cabeza.

– Olvídelo. Y tampoco pienso colocarme de espaldas. Ande, vuelva con su compañero.

– Me limito a cumplir órdenes, comandante -replicó el joven guardián.

En ese momento, Alexander lo reconoció: era uno de los cabos que habían compartido destino con él tres meses atrás, cuando atravesaron el Neva para romper el cerco de Leningrado. Era el cabo que se había quedado a cargo de la ametralladora antiaérea mientras él corría a ayudar a Anatoli Marazov.

– ¿Cabo Ivanov…? -preguntó Alexander-. Vaya, vaya. Espero que se le dé mejor ejecutarme que abatir a los malditos aviones de la Luftwaffe que estuvieron a punto de matarnos.

El cabo no se atrevía a mirarlo.

– Tendrá que mirarme cuando apunte, cabo -añadió Alexander, manteniéndose muy erguido-. Si no, no acertará.

Ivanov se alejó y se colocó al lado del otro soldado.

– Póngase de espaldas, comandante -dijo.

– No -protestó Alexander, manteniéndose firme y sin apartar la mirada de los dos hombres armados con fusiles-. Aquí estoy. ¿De qué tiene miedo? Como ve, estoy casi desnudo y voy desarmado…

Se irguió para remarcar su estatura. Los dos guardianes estaban paralizados.

– Camaradas -dijo Alexander-. No seré yo quien les dé la orden de alzar el fusil. Tendrán que hacerlo ustedes.

– Muy bien -concedió el otro cabo-. Alce el fusil, Ivanov.

Alzaron los fusiles. Alexander miró uno de los cañones y parpadeo. «Señor, cuida de mi Tania, sola en el mundo», pensó.

– A la de tres -dijo el cabo, mientras los dos hombres se llevaban al hombro la culata del arma.

– Uno…

– Dos…

Alexander los miró. Los dos estaban muertos de miedo. Alexander dirigió la mirada hacia su propio corazón. No tenía miedo. Tenía frío y sentía que le quedaban cosas por hacer en este mundo, cosas que no podían esperar una eternidad. En lugar de ver a los dos soldados temblorosos, veía su cara a los once años, reflejada en el espejo de Boston el día en que se marchaban de Estados Unidos. «¿En qué clase de hombre me he convertido? -pensó-. ¿Soy el hombre que mi padre quería que fuese?» Apretó los labios con resolución. No podía responder a esa pregunta, pero al menos sabía que se había convertido en el hombre que él mismo deseaba ser. En un momento como aquél, debería bastarle con eso. «No me he decepcionado a mí mismo», pensó, y cuadró los hombros y alzó la barbilla. Estaba listo para oír el «tres».

Pero el «tres» no se oyó.

– ¡Esperen!

Era otra voz la que había hablado. Los soldados bajaron las armas. Slonko, con un abrigo grueso, una gorra de fieltro y unos guantes de cuero, caminó resueltamente hacia Alexander.

– Descansen, cabos.

Slonko arropó los hombros de Alexander con la chaqueta que llevaba en la mano.

– Comandante Belov, es usted un hombre afortunado. El general Mejlis en persona ha emitido un indulto a su favor.

Slonko le tendió la mano. ¿Por qué la reacción de Alexander fue estremecerse?

– Volvamos. Tiene que vestirse. Se va a congelar con este frío.

Alexander lo miró. Años atrás había leído el relato de una situación similar vivida por Fiodor Dostoievski en tiempos de Alejandro II. Dostoievski se salvó de la ejecución en el último minuto porque el emperador lo indultó y le conmutó la pena por el exilio. La experiencia de ver la muerte de frente justo antes de recibir un indulto había cambiado para siempre la personalidad de Dostoievski. Alexander no había tenido tiempo de contemplar el fondo de su alma y no había sufrido un cambio tan drástico. Pensó que el indulto no era una muestra de clemencia sino una trampa. Estaba sereno antes de la ejecución y seguía estando sereno después del indulto, aparte de los escalofríos que lo sacudían de vez en cuando. Por lo demás, a diferencia de Dostoievski, Alexander había visto tantas veces la muerte de frente en los últimos seis años, que ya no le impresionaba.

Alexander y Slonko, seguidos por los dos cabos, regresaron al edificio de la escuela. En una habitación más caldeada que la celda, lo esperaban su ropa y sus botas y una mesa con comida. Se vistió, con el cuerpo temblándole de frío. Se puso los calcetines, que (sorprendentemente) habían pasado por la lavandería, y se frotó los pies durante un buen rato para activar la circulación sanguínea.

Se había visto unos puntitos negros en los dedos y por un momento pensó en congelaciones, infecciones, amputaciones… sólo por un momento, porque la herida de la espalda le dolía tanto que reclamaba toda su atención. Más tarde apareció el cabo Ivanov y le ofreció un vaso de vodka para entrar en calor. Alexander se bebió el vodka y pidió una taza de té.

Después de terminarse la comida y el té en la habitación caldeada, Alexander se sintió ahíto y soñoliento. Más que soñoliento, cercano a la inconsciencia. No recordaba cuánto tiempo lo habían mantenido despierto… ¿dos días, tres? Cerró los ojos un momento y cuando volvió a abrirlos, se encontró con Slonko sentado delante de él.

– Ha salvado la vida gracias a la intervención del general Mejlis -le dijo Slonko-. El general ha querido demostrarle que somos gente razonable e inclinada al perdón.

Alexander ni siquiera hizo un gesto de asentimiento. Tenía que ahorrar fuerzas para mantenerse despierto.

– ¿Cómo se encuentra, comandante Belov? -preguntó Slonko, sacando una botella de vodka y dos vasitos-. Oiga, los dos somos personas razonables. Podemos tomar una copa. No estamos enfrentados.

Alexander movió la cabeza para manifestar su aceptación.

– He comido, he bebido té… -explicó-. Estoy tan bien como se puede estar en mi situación.

No era capaz de mantenerse erguido.

– Quiero hablar un momento con usted.

– Parece que espera de mí una mentira, y yo no puedo dársela. Por mucho frío que me haga pasar.