Hizo como si pestañeara, pero la realidad era que estaba cerrando los ojos.
– Comandante, acabamos de perdonarle la vida. Con enorme esfuerzo, Alexander volvió a abrir los ojos.
– Sí, pero ¿por qué? ¿Me han perdonado la vida porque creen en mi inocencia?
– Mire, es muy sencillo -respondió Slonko, encogiéndose de hombros. Colocó un papel frente a Alexander-. Lo único que tiene que hacer es firmar este documento donde reconoce que se le ha perdonado la vida. Se exiliará a Siberia y vivirá allí tranquilamente hasta el fin de sus días, lejos de la guerra. ¿No le gustaría?
– No lo sé -dijo Alexander-. Pero no pienso firmar nada.
– Tiene que firmar, comandante. Es nuestro prisionero y debe hacer lo que se le ordene.
– No tengo nada que añadir a lo que ya le he dicho.
– No añada nada, limítese a firmar el papel.
– No pienso poner mi nombre en ningún papel.
– ¿Y cuál sería ese nombre? -preguntó de repente Slonko-. ¿Sabe cuál es, acaso?
– Lo sé muy bien -contestó Alexander.
Slonko se sirvió una copa. La cabeza de Alexander siguió balanceándose. Afortunadamente, llevar otra vez puestos el uniforme y las botas le daba más fuerzas para resistir.
– No me parece bien que me deje beber solo, comandante. Es una descortesía.
– A lo mejor no debería usted beber, camarada Slonko. Es fácil caer en el abismo.
Slonko apartó los ojos del vaso y sostuvo la mirada de Alexander durante un momento que pareció prolongarse varios minutos.
– ¿Sabe? -dijo al final-. Hace mucho tiempo conocí a una mujer muy guapa que se había dado a la bebida.
El comentario no reclamaba una respuesta, de modo que Alexander no dijo nada.
– Pues sí. Era una mujer muy especial. Era valiente y lo pasaba muy mal en la cárcel porque no la dejaban beber. Cuando la detuvimos, estaba muy borracha y tardó varios días en serenarse. Cuando estuvo sobria tuvimos una larga conversación. Le ofrecí una copa y la aceptó, y le ofrecí un papel para que lo firmara y lo firmó agradecida. Sólo quería una cosa de mí… ¿sabe qué era?
Alexander hizo un esfuerzo para negar con la cabeza.
– Que salvara a su hijo. Fue lo único que me pidió. Que salvara su único hijo: Alexander Barrington.
– Una buena petición -observó Alexander.
Juntó las manos con fuerza para controlar el temblor. Quería paralizar su cuerpo. Quería ser como la silla, como la mesa, como a alacena. No quería ser como el cristal de la ventana, batido por el viento de marzo. En cualquier momento se saldría del marco. Como el cristal emplomado de aquella iglesia en Lazarevo.
– Le voy a hacer una pregunta, comandante -dijo amistosamente Slonko, dejando la copa vacía sobre la mesa de madera-. Si sólo pudiera pedirme una cosa antes de que lo llevaran a la muerte, ¿qué me pediría?
– Un cigarrillo -contestó Alexander.
– ¿No pediría clemencia?
– No.
– ¿Sabe que su padre también me pidió que lo tratara con clemencia? ¿Lo sabía?
Alexander palideció.
– Su madre me pidió que me la follara pero yo me negué -dijo Slonko en inglés. Hizo una pausa y añadió con una sonrisa-: Al principio.
Alexander apretó los dientes. Fue la única parte de su cuerpo que se alteró.
– ¿Está usted hablando conmigo, camarada? -preguntó en ruso-. Porque yo sólo hablo ruso. En la escuela intentaron enseñarme francés, pero me temo que no se me dan demasiado bien los idiomas.
Después de eso ya no dijo nada más. Tenía la boca seca.
– Voy a hacerle otra pregunta -anunció Slonko-. Con ánimo sereno y conciliador, le pregunto: ¿es usted Alexander Barrington, hijo de Jane y Harold Barrington?
– Con ánimo sereno y conciliador, le voy a responder -dijo Alexander con ánimo sereno y conciliador-, aunque me han preguntado lo mismo ciento cincuenta veces más: no lo soy.
– Pero, comandante, ¿por qué iba a mentir la persona que nos lo dijo? ¿De dónde sacaría esa información? No es razonable que la inventara. Ese hombre sabía detalles de su vida que nadie más podía conocer.
– ¿Y dónde está? -quiso saber Alexander-. Me gustaría verlo. Me gustaría verlo y preguntarle si está seguro de que se refería a mí. porque yo estoy convencido de que se confunde.
– No. Él está seguro de que usted es Alexander Barrington.
– Si está tan seguro -exclamó Alexander, alzando la voz-, que venga y me identifique. ¿Es un camarada importante? ¿Es un digno ciudadano soviético? ¿No es ningún traidor que ha escupido sobre su patria? ¿Ha servido al ejército con tanto orgullo como yo? ¿Ha sido condecorado, ha aceptado valerosamente cualquier batalla que le encomendaran, aunque fuera imposible de ganar? El hombre al que se refiere es un ejemplo para todos, ¿no es así? Por favor, presénteme a ese parangón de la nueva conciencia soviética. Quiero que me mire, me señale con el dedo y diga: «Ése es Alexander Barrington». -Alexander sonrió-. Y entonces ya veremos.
Esta vez fue Slonko el que se puso pálido.
– He venido desde Leningrado para tener con usted una conversación entre personas razonables -masculló.
Apretó los dientes y entrecerró los ojos, que perdieron parte de su falsa humildad.
– Y yo estoy encantado de poder hablar con usted -aseguró Alexander, mientras sus ojos se oscurecían-. Como siempre, estoy encantado de hablar con un probo funcionario soviético que persigue la verdad y no piensa escatimar esfuerzos hasta descubrirla. Y quiero ayudarlo. De modo que tráigame a la persona que me acusa y aclaremos este asunto de una vez por todas. -Alexander se puso de pie y dio un paso en dirección a la mesa, en un gesto que era también una amenaza-. Y cuando todo se aclare, quiero que retiren las indignidades lanzadas contra mi buen nombre.
– ¿Y cuál es ese nombre, comandante?
– Mi verdadero nombre: Alexander Belov.
– ¿Sabe usted que se parece a su madre? -dijo de pronto Slonko.
– Mi madre murió hace mucho, del tifus, en Krasnodar. ¿No se lo han dicho sus espías?
– Me refiero a su auténtica madre. A la mujer que era capaz de chupársela a cualquier carcelero por un vasito de vodka.
Alexander no se inmutó.
– Interesante… pero no creo que mi madre, que era una mujer de campo, hubiera visto nunca a un carcelero.
Slonko escupió y salió de la habitación.
Uno de los guardianes entró en la habitación para vigilar al prisionero. No era el cabo Ivanov. Lo único que quería Alexander era cerrar los ojos y dormir. Pero cada vez que cerraba los ojos, el guardián le levantaba la barbilla con la punta del fusil y lo obligaba a despertarse. Alexander tendría que aprender a dormir con los ojos abiertos.
El sol terminó de ponerse y la habitación quedó a oscuras. El cabo encendió la lámpara y enfocó directamente la cara de Alexander. Se puso más agresivo con el fusil. La tercera vez que intentó meterle el cañón en la boca, Alexander le arrebató el arma de un tirón y la giró hacia el vigilante.
– Sólo tiene que decirme que no me duerma -le dijo, irguiéndose para remarcar su estatura-. La brutalidad es innecesaria. ¿Será capaz de hacerlo?
– Devuélvame el fusil.
– Respóndame.
– Sí, seré capaz de hacerlo.
Alexander devolvió el fusil al guardián, que lo agarró y le golpeó en la frente con la culata. Alexander pestañeó y lo vio todo negro durante un momento pero no dijo nada. El guardián salió de la habitación y volvió al cabo de unos minutos con su sustituto, el cabo Ivanov.
– Puede cerrar los ojos, comandante -dijo Ivanov-. Si viene alguien, gritaré y usted volverá a abrirlos enseguida, ¿verdad?
– Enseguida -contestó Alexander, agradecido.
Sentado en una silla sin brazos y de respaldo bajo que debía de ser la más incómoda del mundo, cerró los ojos. Esperaba no caerse.