Sin embargo, cuando volvía a alzar los ojos se lo encontraba de nuevo a su lado, alto, guapo y risueño, acercándose a ella con la correa del fusil resbalándole del hombro.
Tatiana alzó la mirada hacia el espejo y vio a Alexander de pie detrás de ella, apartándole el pelo de la nuca e inclinando la cara hacia su cuello. Tatiana no sentía su olor ni el roce de sus labios sobre su piel, pero su mirada era casi capaz de notar el tacto de su pelo negro.
Tatiana cerró los ojos.
Más tarde, en el Spivak, pidió su desayuno habituaclass="underline" dos lonchas de beicon, dos tazas de café negro y tres huevos escalfados, y fingió leer el periódico inglés que había comprado en el quiosco del puerto. Las palabras formaban una nebulosa dentro de su cabeza, y Tatiana decidió que ya leería por la tarde, cuando estuviera más tranquila. Salió del café y atravesó la calle en dirección al muelle, se acercó a un banco y se sentó a mirar a un estibador que cargaba bobinas de papel en una barcaza para enviarlas a Helsinki. Estuvo contemplándolo durante un rato, sin moverse. Sabía que al cabo de unos minutos el hombre se acercaría a charlar con los compañeros que trabajaban a unos cincuenta metros. Se fumaría un pitillo, se tomaría un café y se fumaría otro pitillo. Dejaría desatendida la barcaza durante unos treinta minutos, con la cabina unida a tierra por la pasarela de madera.
Media hora después, el hombre volvería y seguiría descargando bobinas de papel del camión, colocándolas en una carretilla y bajándolas por la plataforma. Al cabo de sesenta y dos minutos aparecería el capitán, y el estibador lo saludaría con un gesto y desharía las amarras. Y el capitán se llevaría su barcaza hacia Helsinki, a través del gélido mar Báltico.
Era la vigésimo quinta mañana que Tatiana lo observaba.
Helsinki estaba a sólo cuatro horas de Viborg. Y en los periódicos ingleses que compraba diariamente en el quiosco del puerto, Tatiana había leído que el Ejército Rojo había arrebatado a los finlandeses los territorios de la Carelia rusa y Viborg volvía a estar en manos soviéticas por primera vez desde 1918. Una barcaza que atravesara el mar hasta Helsinki, un camión que atravesara los bosques hasta Viborg, y ella también volvería a estar en manos soviéticas.
– A veces me gustaría que no fueras tan testaruda -dice Alexander.
Tiene un permiso de tres días. Es la última vez que están juntos en Leningrado, su último Leningrado, su último fin de semana de noviembre, su último todo.
– Dijo la sartén al cazo: «Apártate, que me tiznas»…
– Ojalá el cazo tiznara menos -responde Alexander, con un bufido de frustración-. Me consta que algunas mujeres hacen caso a sus parejas. Hay hombres que están con mujeres así…
– Pues parece que ellos se las quedaron todas. -Tatiana le hace cosquillas, pero no consigue hacerlo reír-. Muy bien, dime qué debo hacer -dice al final, bajando la voz-. Haré exactamente lo que me digas.
– Sal inmediatamente de Leningrado y vete a Lazarevo -le ordena Alexander-. Allá estarás a salvo.
– Anda, un último intento -contesta Tatiana con un gesto de fastidio-. Sé que puedes correr el riesgo.
– Puedo, pero no quiero -responde Alexander, sentado en el viejo sofá de los padres de Tatiana-. Nunca atiendes cuando te hablo de lo verdaderamente importante…
– Eso no es lo verdaderamente importante -asegura ella. Se arrodilla frente a él y toma sus manos entre las suyas-. Si el NKVD viene en mi busca, sabré que te has ido y aceptaré mi castigo. -Le oprime la mano con cariño-. Aceptaré el castigo que me reserven por ser tu esposa, sin lamentar ni uno solo de los segundos que habré pasado contigo. Así que déjame quedarme un momento contigo. Déjame olerte una vez más, saborearte una vez más, besarte una vez más. Corramos el riesgo, por triste que sea estar aquí, con este frío. Aprovechemos el milagro de volver a estar juntos, de acostarnos juntos. Dime qué tengo que hacer y lo haré.
– Acércate -responde Alexander, tomándola de la mano-. Siéntate encima de mí -añade, abriendo los brazos.
Tatiana obedece.
– Ahora ponme las manos en la cara.
Tatiana obedece.
– Acerca la boca a mis ojos y bésalos.
Tatiana obedece.
– Bésame en la frente.
Tatiana obedece.
– Bésame en la boca.
Tatiana obedece. Y vuelve a obedecer.
– Tania…
– Shhh…
– ¿No ves que no puedo resistirlo más?
– ¡Ah! -responde Tatiana-. Yo creía que podías resistirlo todo…
Tatiana se sentaba a mirar al estibador cuando hacía sol y se sentaba a mirarlo cuando llovía. O cuando había niebla, como casi siempre acontecía a las ocho de la mañana.
Esa mañana no sucedía ni una cosa ni otra. Esa mañana hacía frío. El muelle olía a pescado y a humedad. Se oían los chillidos de las gaviotas y la voz de un hombre que gritaba.
«¿Dónde está mi hermano para ayudarme, dónde están mi hermana, mi madre? Ayúdame, Pasha, ven a jugar al fútbol conmigo, escóndete en el bosque para que yo te encuentre. Mira qué ha ocurrido, Dasha, mira cómo ha acabado todo. ¿Todavía ves? Mamá, mamá. Quiero que venga mi madre. ¿Dónde está mi familia para interrogarme, para presionarme, para importunarme, para que nunca pueda estar a solas o en silencio, dónde están para ayudarme a sobrellevar todo esto? ¿Qué hago, dedo?. No sé qué hacer.»
Aquella mañana, el estibador, en lugar de irse a fumar con los compañeros del muelle contiguo, se acercó al banco y se sentó al lado de Tatiana.
Tatiana se sorprendió pero no dijo nada. Se ciñó la bata de enfermera y se acomodó el pañuelo de la cabeza, apretó los labios y clavó la mirada en el puerto.
– Soy Sven -se presentó el estibador, en sueco-. ¿Cómo se llama usted?
– Tatiana -respondió ella tras una pausa prolongada-. No hablo sueco.
– ¿Quiere un cigarrillo? -propuso Sven, en inglés esta vez.
– No -contestó Tatiana en el mismo idioma.
Estuvo a punto de decirle que tampoco hablaba inglés. Estaba segura de que él no sabría ruso.
Sven se ofreció a traerle un café o un chal para los hombros. Tatiana dijo que no sin siquiera mirarlo.
– Quiere subir a la barcaza, ¿verdad? -preguntó el estibador tras una pausa-. Venga, yo la acompaño. -La agarró del brazo, pero Tatiana no se movió-. Ya veo que se deja algo -observó Sven, e hizo un gesto para ayudarla a levantarse-. Vaya a buscarlo.
Tatiana no se movió.
– Puede fumarse un cigarrillo, tomarse un café o subir a la barcaza. No me daré la vuelta, no hace falta que se esconda. La habría dejado subir el primer día que vino, sólo tenía que pedírmelo. ¿Quiere ir a Helsinki? Perfecto. Ahora ya sé que no es usted finlandesa. -Sven hizo una pausa-. Pero hace dos meses le habría sido más fácil huir; ahora, con un embarazo tan avanzado, lo tiene más complicado. Aun así, tiene que decidir si se echa atrás o sigue adelante. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse ahí sentada, mirándome la espalda?
Tatiana clavó los ojos en las aguas del Báltico.
– ¿Cuánto tiempo más va a esperar? -repitió Sven.
– Si lo supiera, ¿seguiría aquí sentada?
– No hace falta que siga sentada. Venga conmigo.
Tatiana negó con la cabeza.
– Lleva demasiado tiempo sola -insistió el estibador-. ¿Dónde está su marido? ¿Dónde está el padre de su hijo?
– En la Unión Soviética, muerto -dijo Tatiana con un suspiro.