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– Así es como actúan, ya sabe -oyó que decía Ivanov-. Lo dejan día y noche sin dormir, no le dan de comer, lo mantienen desnudo, empapado y congelado, a oscuras de día y con la luz encendida de noche, hasta que acaban con su resistencia y le obligan a decir que lo blanco es negro y lo negro es blanco y a firmar el puto papel.

– Ya lo sé -aceptó Alexander, sin abrir los ojos.

– El cabo Boris Maikov firmó el puto papel -explicó Ivanov-. Ayer lo ejecutaron.

– ¿Y el otro…? ¿El teniente Ouspenski? -preguntó Alexander sin abrir los ojos.

– Está otra vez en la enfermería. Vieron que sólo tenía un pulmón y están esperando a que muera. ¿Para qué malgastar una bala?

Alexander estaba demasiado exhausto para responder.

– Comandante -añadió Ivanov bajando un poco la voz-, hace unas horas he oído que Slonko discutía con Mitterand. Slonko decía: «No se preocupe; o se viene abajo o muere».Alexander no hizo ningún comentario.

– No se venga abajo, comandante -oyó que susurraba Ivanov Alexander no dijo nada. Se había quedado dormido.

Leningrado, 1935

En Leningrado, los Barrington encontraron dos habitaciones contiguas en un piso comunal de un destartalado edificio del siglo XIX Alexander se buscó otro instituto, desempaquetó los libros y la ropa y siguió siendo un chaval de quince años. Harold encontró empleo en una fábrica de mesas. Jane se quedaba en casa y bebía. Alexander procuraba estar lo menos posible en las dos habitaciones a las que llamaban «hogar». Se pasaba casi todo el tiempo paseando por Leningrado, que le parecía más bonito que Moscú. Las casas de colores pastel, las noches blancas, el río Neva… Leningrado le parecía un lugar repleto de historia y romanticismo, con aquellos jardines y palacios, las amplias avenidas y los ríos y canales que se entrecruzaban en la ciudad que nunca dormía.

A los dieciséis años, como era su obligación, se alistó en el Ejército Rojo con el nombre de Alexander Barrington. Era un acto de rebeldía: no estaba dispuesto a cambiar de apellido.

En el piso comunal, la familia de Alexander intentaba no relacionarse con demasiada gente (tenían muy poco para sí mismos y nada para los demás), pero un matrimonio que residía en el segundo piso, Svetlana y Vladimir Viselski, les dieron muestras de amistad. La pareja compartía una sola habitación con la madre de Vladimir y al principio mostraron interés por los Barrington y cierta envidia por las dos habitaciones que les habían adjudicado. Vladimir era ingeniero de caminos y Svetlana trabajaba en una biblioteca y le decía siempre a Jane que allí podía encontrar empleo. A Jane terminaron contratándola en la biblioteca, pero no conseguía levantarse a tiempo por las mañanas para acudir al trabajo.

A Alexander le caía bien Svetlana. Era una mujer que rondaba los cuarenta años, elegante, atractiva e irónica. A Alexander le gustaba la forma en que le hablaba, como si fuera un adulto. En el verano de 1935 estaba bastante inquieto. Sus padres, en plena crisis personal y económica, no alquilaron ninguna dacha. Pasar el verano en Leningrado sin la posibilidad de hacer amigos nuevos no era una perspectiva demasiado halagüeña, y Alexander no hacía más que pasear por la ciudad durante el día y leer por la noche. Se sacó el carné de la biblioteca donde trabajaba Svetlana e iba a menudo a charlar con ella. Y también, muy ocasionalmente, leía. Solían volver juntos a casa.

Su madre pareció animarse un poco con la nueva amistad de Svetlana, pero no tardó en retomar la bebida por las tardes.

Alexander pasaba cada vez más días en la biblioteca. Cuando volvían juntos a casa, Svetlana le ofrecía un cigarrillo, que él siempre rechazaba, o un vasito de vodka, que él también rechazaba. El vodka no le interesaba especialmente. Los cigarrillos pensaba que no le interesaban especialmente, pero poco a poco se acostumbró a desear el sabor del tabaco en la boca. El vodka le producía un efecto desagradable, pero los cigarrillos eran como una muleta que le ayudaba a controlar su frenesí adolescente.

Una tarde llegaron a casa antes de lo habitual y se encontraron a Jane aturdida en el dormitorio. Fueron a sentarse un rato a la habitación de Alexander antes de que Svetlana bajara a su casa. Svetlana le ofreció otro cigarrillo y se acercó un poco más en el sofá. Alexander la miró a los ojos sin saber si había interpretado bien sus intenciones, pero Svetlana se sacó el cigarrillo de la boca, se lo puso en la suya y le dio un beso fugaz en la mejilla.

– No te preocupes -dijo-. No muerdo.

Por lo visto, Alexander no había interpretado mal sus intenciones.

Alexander tenía dieciséis años y ya estaba preparado.

Los labios de Svetlana se acercaron a su boca.

– ¿Estás asustado? -le preguntó.

– No -contestó Alexander, y tiró el cigarrillo y el mechero al suelo-. Pero tú deberías estarlo.

Pasaron dos horas juntos en el sofá, y cuando Svetlana salió de la habitación recorrió el pasillo con los pasos temblorosos del soldado que ha entrado en batalla convencido de lograr una rápida conquista y termina retirándose completamente desarmado.

Al bajar, Svetlana se cruzó con Harold, que volvía a casa del trabajo y que al verla la saludó con una inclinación de cabeza.

– ¿Quieres quedarte a cenar? -la invitó Harold.

– Hoy no hay cena -contestó Svetlana con la voz temblorosa-. Tu mujer está durmiendo.

Alexander cerró la puerta y sonrió.

Harold preparó la cena para él y Alexander, que se pasó la noche fingiendo leer en su cuarto, aunque lo único que hizo fue esperar a que llegara el día siguiente.

El día siguiente tardó demasiado en llegar.

Hubo otra tarde de Svetlana, y otra, y otra.

Aquel verano, Alexander y ella se encontraron a última hora de la tarde durante todo un mes.

Alexander disfrutaba con Svetlana. Ella sabía indicarle lo que debía hacer para complacerla y él hacía exactamente lo que ella le decía. Todo lo que llegó a saber de la paciencia y la perseverancia lo aprendió con ella, un aprendizaje que se combinó con su talento natural para perseguir cualquier objetivo hasta el final. Como resultado, Svetlana salía cada vez más temprano del trabajo. Alexander se sentía halagado. El verano pasó volando.

Los fines de semana, cuando Svetlana subía con su marido a ver a los Barrington y Alexander y ella tenían que disimular su relación, Alexander descubrió que la tensión sexual podía casi ser un fin en sí mismo.

Después, Svetlana comenzó a hacerle preguntas cuando Alexander pasaba la noche fuera de casa.

El problema era que, ahora que había descubierto lo que había al otro lado de la valla, en lo único en que pensaba Alexander era en divertirse al otro lado de la valla, pero no sólo con Svetlana.

De hecho, él no habría tenido inconveniente en seguir viéndola y reservarse algún rato para estar con chicas de su edad. Pero un domingo, cuando los cinco estaban cenando patatas con arenques, el marido de Svetlana, sin dirigirse a nadie en particular, hizo un comentario:

– Creo que mi Svetoshka necesita un segundo empleo -dijo-. Por lo visto, en la biblioteca le han reducido el horario a media jornada.

– Entonces, ¿cuándo pasaría a hacer compañía a mi mujer? -preguntó Harold, sirviéndose otra ración de patatas.

Estaban en la habitación de los padres de Alexander, apretujados en torno a la mesa.

– ¿Tú vienes a hacerme compañía? -preguntó Jane a Svetlana.

Por un momento, todos se quedaron callados.

– Ah, claro. Vienes todas las tardes a verme -añadió Jane, asintiendo con un gesto.

– Se ve que lo pasáis bien juntas -dijo Vladimir, el marido de Svetlana-. Siempre vuelve a casa muy contenta. Si no la conociera, diría que está teniendo una aventura.

Se rió con el tono de un hombre que piensa que la mera idea de que su mujer esté teniendo una aventura es tan absurda que casi resulta deliciosa.

Svetlana echó la cabeza para atrás y también soltó una carcajada. Hasta Harold ahogó una risita. Sólo Jane y Alexander permanecieron callados y atónitos. Durante el resto de la cena, Jane ya no volvió a hablar y se dedicó a beber cada vez más. Al final se quedó dormida en el sofá mientras los demás recogían la mesa. Al día siguiente, al volver del instituto, Alexander se encontró a su madre esperándolo, sobria y seria.