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– La he echado -dijo mirando a su hijo con los brazos cruzados mientras Alexander dejaba caer al suelo la chaqueta y la bolsa con los libros de la biblioteca.

– Muy bien -respondió Alexander.

– ¿Qué estás haciendo, hijo? -preguntó Jane en voz baja.

Alexander vio que había llorado.

– No lo sé, mamá. ¿Qué estás haciendo tú?

– Alexander…

– ¿Qué te preocupa?

– Pensar que no he cuidado bien de mi hijo -contestó Jane.

– ¿Eso es lo que te preocupa?

– No quiero pensar que es demasiado tarde -respondió ella, con una voz débil y contrita-. Es culpa mía, ya lo sé. Últimamente no he sido de gran… -Rompió a llorar-. De ninguna ayuda… Pero al margen de lo que está pasando en nuestra familia, Svetlana no puede seguir viniendo por aquí, al menos si no quiere que se entere su marido.

– ¿Como tú cuando no quieres que tu marido sepa lo que haces por las tardes? -preguntó Alexander.

– Como si a él le importara -replicó Jane.

– Como si a Vladimir le importara -contestó Alexander.

– ¡Tienes que acabar con esta historia! -chilló su madre-. ¿Por qué la empezaste? ¿Para llamar mi atención?

– Mamá, sé que te parecerá difícil de creer, pero no tiene nada que ver contigo.

– La verdad es que sí me parece difícil de creer, Alexander -replicó Jane con amargura-. Tú, que eres el chico más guapo de toda Rusia, ¿me estás diciendo que no has encontrado a una compañera de instituto con la que divertirte, en lugar de una mujer de casi mi edad que, además, es amiga mía?

– ¿Quién dice que no la he encontrado? ¿Y tú habrías dejado de emborracharte si me vieras saliendo con una compañera del instituto?

– ¡Ah, ya veo que sí tiene que ver conmigo después de todo! -Jane siguió sentada en el sofá mientras Alexander permanecía de pie frente a ella, con los brazos cruzados-. ¿Es eso lo que quieres hacer con tu vida? ¿Ser el juguete de mujeres maduras y aburridas?

Alexander se dio cuenta de que estaba a punto de perder los nervios y apretó los dientes. Su madre lo irritaba sobremanera.

– ¡Contéstame! -ordenó Jane, levantando la voz-. ¿Es eso lo que quieres?

– ¿Qué? -preguntó Alexander, alzando también la voz-. ¿Crees que tengo muchas más opciones? ¿Qué parte es la que te parece más repugnante?

Jane se puso de pie de un salto.

– No te olvides de que sigo siendo tu madre -dijo.

– ¡Pues compórtate como tal! -chilló Alexander.

– Te he cuidado toda la vida.

– Y mira dónde estamos… buscándonos la vida en Leningrado mientras tú te gastas en vodka medio sueldo de papá, y ni con eso te alcanza. Has vendido las joyas, los libros y los vestidos de seda para comprarte vodka. ¿Qué te queda, mamá? ¿Qué te falta por vender?

Por primera vez en toda su vida, Jane le levantó la mano y le pegó una bofetada. Alexander sabía que se la merecía, pero protestó:

– Mamá, dices que venías a proponerme una solución. De repente, después de pasarte meses sin hablarme, vienes a decirme qué tengo que hacer. Pues olvídalo, porque no pienso escucharte. Tendrás que hacerlo mejor. -Hizo una pausa-. Deja de beber.

– Ahora estoy sobria.

– Pues volvamos a hablarlo mañana.

Al día siguiente, Jane volvía a estar borracha. Y al otro día también.

Comenzó el curso. Alexander se entretuvo con una chica que se llamaba Nadia. Una tarde, Svetlana lo fue a buscar al instituto y lo vio riendo con ella. Alexander se excusó y la acompañó hasta el final de la calle.-Tengo que hablar contigo, Alexander -le dijo Svetlana.

Fueron andando hasta un parquecillo y se sentaron bajo los árboles otoñales.

Alexander carraspeó.

– Oye, tenemos que dejarlo de todos modos -dijo.

– ¿Dejarlo? -Svetlana pronunció la palabra como si nunca se le hubiera ocurrido, ante la mirada sorprendida de Alexander-. ¡No vamos a dejarlo! -exclamó-. ¿Por qué demonios quieres dejarlo?

– ¿Que por qué…?

– ¿No te das cuenta, Alexander? -dijo Svetlana, temblando y cogiéndolo del brazo-. Es una prueba por la que tenemos que pasar.

Alexander le apartó la mano.

– Es una prueba condenada a fracasar, Svetlana. No sé en qué estás pensando, pero yo estoy todavía en el instituto. Tengo dieciséis años, y tú eres una mujer casada de treinta y nueve. ¿Cuánto imaginabas que iba a durar esto?

– Cuando empezamos -dijo Svetlana con la voz ronca- no imaginé nada.

– Mejor.

– Pero ahora…

– Ay, Svetlana… -suspiró Alexander, desviando la mirada.

Svetlana se levantó de un salto y emitió un grito gutural que Alexander acusó como un pinchazo en los pulmones, como si ella acabara de inyectarle su miserable adicción.

– Claro, soy ridícula. -Svetlana se esforzaba en respirar serenamente y agitaba la mano con displicencia-. Tienes razón, claro. -Intentó sonreír pero no pudo-. ¿Lo hacemos una última vez por los viejos tiempos? Como despedida.

Alexander negó con la cabeza a modo de contestación.

Svetlana se apartó con pasos tambaleantes.

– Alexander -dijo con tanta serenidad como pudo-, hay una cosa que debes recordar siempre: tienes unas capacidades excepcionales. No las malgastes. No las derroches, no las estropees ni las des por hechas… Tú mismo eres el arma que te defenderá hasta el fin de tus días.

No volvieron a verse. Alexander se sacó el carné de otra biblioteca. Vladimir y Svetlana dejaron de visitarlos. Al principio Harold se mostró extrañado, pero terminó olvidándose de la pareja. Alexander sabía que su padre tenía demasiadas preocupaciones por entonces para pensar en la ausencia de unas personas que para empezar nunca le habían caído especialmente bien.

El otoño dio paso al invierno; 1935 dio paso a 1936. Alexander y su padre celebraron el Año Nuevo solos, en una cervecería del barrio, donde Harold se tomó un vaso de vodka e intentó hablar con su hijo. La conversación fue breve y tensa. Harold Barrington, con su carácter sobrio y desafiante, había ido distanciándose cada vez más de su mujer y de su hijo. Alexander ya no sabía en qué mundo vivía su padre, había dejado de entenderlo, y aunque hubiera podido entenderlo tampoco habría querido. Sabía que a su padre le habría hecho feliz que su hijo lo apoyara y siguiera compartiendo sus convicciones, como cuando era más joven. Pero el momento había pasado hacía mucho, y Alexander ya no se veía capaz. Los días del idealismo habían terminado. Sólo quedaba la vida.

La pérdida de una habitación, 1936

¿Podía haber algo más intolerable?

Difícilmente.

Un oscuro sábado de enero, un minúsculo funcionario del Upravdom (el departamento de distribución de viviendas) se presentó en la puerta de los Barrington acompañado de dos personas más y les enseñó un papel que los obligaba a ceder una de sus habitaciones a otra familia. Harold no se sentía con fuerzas para discutir y Jane estaba demasiado borracha para protestar. Alexander alzó la voz, pero sólo un momento. Era inútil. No podían acudir a nadie para que rectificara la decisión.

– Reconozca que es injusto -argumentó el representante del Upravdom, lanzando una malévola sonrisita a Alexander-. Ustedes tienen dos hermosas habitaciones para tres personas. Dos para ustedes y ninguna para esa otra familia, con la madre embarazada. ¿Dónde está su espíritu socialista, joven camarada que no tardará en ingresar en el Konsomol?

El Konsomol eran las juventudes del Partido Comunista de la Unión Soviética.