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Alexander y su padre trasladaron de habitación el camastro de Alexander y la cómoda y sus pocos efectos personales y la estantería con los libros. Alexander puso el camastro junto a la ventana y colocó la cómoda y la estantería a modo de airada barrera entre sus padres y él.

– Siempre soñé con compartir una habitación con vosotros a los dieciséis años -rezongó cuando Harold le preguntó si estaba enfadado-. Ahora sé que vosotros tampoco queréis ningún tipo de privacidad.

Hablaban en inglés, lo cual les permitía usar la palabra privacy, sin equivalente en ruso.

A la mañana siguiente, al levantarse, Jane quiso saber qué hacía Alexander en su habitación. Era domingo.

– Ahora vivo aquí -le explicó su hijo, antes de salir y pasarse todo el día fuera de casa.

Alexander cogió un tren hasta Peterhof y estuvo todo el día paseando por los jardines, triste y malhumorado. Siempre había estado convencido de que había venido al mundo para hacer algo especial, y esta convicción, aunque no lo había abandonado del todo, se había difuminado en su interior, ya no palpitaba con tanta fuerza en sus venas. La sensación de tener un objetivo, aquella sensación que lo había acompañado a lo largo de toda la adolescencia, había desaparecido y había sido sustituida por la desesperación.

«Mi infancia y mi adolescencia estuvieron bien -pensó Alexander-. Y podría soportar mi existencia actual si siguiera teniendo la sensación de que después de la infancia y la adolescencia habría algo que sería mío, algo que podría construir con mis propias manos para después decir: "Esto es lo que he hecho con mi vida; así la he construido".»

La esperanza.

Aquella fría mañana de domingo, la esperanza había abandonado a Alexander, y su convicción de tener un objetivo había perdido la batalla y se había disipado en su interior.

El final, 1936

Harold dejó de llevar vodka a casa.

– Papá, ¿no crees que mamá conseguirá bebida de otra manera?

– ¿Con qué? No tiene dinero.

Alexander no quiso mencionar los miles de dólares estadounidenses que su madre había mantenido escondidos desde que llegaron a la Unión Soviética.-¡Dejad de hablar de mí como si yo no estuviera! -gritó Jane. Los dos la miraron con sorpresa.

Jane comenzó a hurgar en los bolsillos de Harold para comprarse vodka, y Harold empezó a guardar el dinero fuera de la casa. A Jane la pillaron emborrachándose con un frasco de perfume francés en la habitación de unos vecinos.

Alexander empezó a temer que su madre terminaría gastándose todo el dinero que había traído desde Estados Unidos. Primero se gastaría los rublos que había ahorrado en Moscú y luego los dólares. Aunque estuviera todo un año comprando vodka en el mercado negro, se esfumarían todos sus ahorros, y entonces, ¿qué? Luego, nada.

Sin aquel dinero, Alexander estaba acabado. Tenía que mantener a su madre sobria mientras escondía el dinero en algún sitio que no fuera la casa. Si se llevaba los dólares sin su permiso, Jane tendría un ataque de histeria y Harold descubriría que ella lo había traicionado. Y cuando Harold supiera que su mujer, pese a todas sus manifestaciones de amor y de respeto, no había confiado en él al salir de Estados Unidos; cuando descubriera que en realidad no compartía sus motivaciones y sus ideales y sus sueños, sufriría una desilusión de la que ya no se recobraría. Alexander no quería ser responsable del futuro de su padre; sólo quería aquellos dólares, para poder ser responsable de sí mismo. Y sabía que lo mismo deseaba su madre cuando estaba sobria. Si no estuviera borracha, le dejaría esconder el dinero. El truco estaba en mantenerla sobria.

Durante un difícil y triste fin de semana, Alexander lo intentó todo para que su madre aguantara sin beber. En un ataque de rabia convulsiva, Jane le dedicó un torrente de improperios y comentarios vitriólicos, hasta el punto de que Harold terminó implorando: «Por Dios, hijo, dale una copa y que se calle».

Pero Alexander, en lugar de darle una copa, se sentó al lado de su madre y le leyó fragmentos de Dickens en inglés, fragmentos de Pushkin en ruso y los cuentos más divertidos de Zoshshenko, y le preparó una sopa y le dio pan y café y le puso toallas húmedas en la frente, sin que ella dejara de proferir obscenidades.

– ¿Qué ha querido decir cuando os ha nombrado a Svetlana y a ti? ¿De qué estaba hablando? -preguntó Harold en un momento de tranquilidad.

– Papá, ¿no sabes que no hay que hacerle caso? No creas ni una palabra de lo que dice.

– No, claro que no -murmuró Harold, y se alejó unos pasos; no muchos porque en la habitación no había mucho sitio donde meterse.

El lunes, cuando su padre se marchó a trabajar, Alexander faltó a clase y se pasó el día entero tratando de convencer a su aturdida, patética y sobria madre de que era necesario esconder el dinero en un lugar seguro. Al principio trató de hablarle en un tono pausado, pero terminó perdiendo la paciencia y diciéndole a gritos que si los detenían a todos, que Dios no lo quisiera…

– No digas tonterías, Alexander. ¿Por qué van a detenernos? Somos de los suyos. No vivimos bien, pero no tenemos por qué vivir mejor que los demás rusos. Nos trasladamos aquí para compartir su suerte.

– Y bien que lo estamos haciendo -repuso Alexander-. Espabila, mamá. ¿Qué crees que les pasó a los extranjeros que vivían con nosotros en Moscú? -Hizo una pausa mientras su madre lo pensaba-. Aunque me equivoque, no estaría de más tener la precaución de esconder el dinero. ¿Cuánto queda, por cierto?

Jane lo pensó un momento y respondió que no lo sabía. Dejó que Alexander lo contara. Había diez mil dólares y cuatrocientos rublos.

– ¿Cuántos dólares trajiste de Estados Unidos? -preguntó Alexander.

– No lo sé. Diecisiete mil, creo. O veinte mil.

– ¡Mamá…!

– ¿Qué pasa? Una parte se fue en comprarte naranjas y leche en Moscú, ¿o ya lo has olvidado?

– No lo he olvidado -contestó Alexander, fatigado.

No quería saber cuánto habían costado las naranjas y la leche. ¿Cincuenta dólares? ¿Cien?

Jane, con el cigarrillo en la boca, escrutó a Alexander con los ojos entrecerrados.

– Si te dejo esconder el dinero, ¿me dejarás beber una copa como agradecimiento?

– Sí. Sólo una.

– Claro. Sólo quiero un vasito. Me siento mucho mejor ahora que estoy sobria, ¿sabes? Pero me vendrá muy bien una copita para controlar los nervios. Lo entiendes, ¿verdad?

Alexander pestañeó y no dijo nada, aunque le había gustado preguntarle si realmente pensaba que era tan ingenuo.

– Muy bien -concluyó Jane-, pues acabemos de una vez. ¿Dónde piensas esconderlo?

Alexander propuso encolar el dinero en el interior ce las tapas de un libro, y sacó un volumen de encuadernación dura y gruesa para que su madre entendiera qué quería decir.

– Si tu padre se entera, nunca te lo perdonará.

– Puede añadirlo a la lista de cosas que nunca me va a perdonar. No será tan grave como disentir de él en política. Vamos, mamá. Tengo que volver al instituto. Cuando el libro esté listo, lo dejaré en la biblioteca.

Jane observó el libro que proponía su hijo. Era su viejo ejemplar de El jinete de bronce y otros poemas, de Pushkin.

– ¿Por qué no lo pegamos en la Biblia que trajimos de Estados Unidos?

– Porque nadie se extrañará de encontrar un libro de Pushkin en la sección de Pushkin de la Biblioteca de Leningrado. En cambio, encontrar una Biblia en inglés en una biblioteca rusa podría resultar un poco sospechoso, ¿no crees?

Alexander sonrió.

Jane casi sonrió también.

– Alexander, siento haber estado tan mal -dijo.

Alexander agachó la cabeza.

– No quiero hablar de esto con tu padre porque ya no tiene paciencia conmigo, pero me está costando mucho soportar esta vida.