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– Ya nos hemos dado cuenta -dijo Alexander.

Jane lo abrazó y le dio una palmadita en la espalda.

– Shhh… -la tranquilizó su hijo-. No pasa nada.

– Este dinero, Alexander… -añadió Jane, alzando la cara hacia él-, ¿crees que te será útil?

– No lo sé. Pero es mejor tenerlo que no tenerlo.

Se llevó el libro al instituto y al salir pasó por la Biblioteca Pública de Leningrado. Al fondo, en la sección de Pushkin, vio un hueco en uno de los estantes bajos. Dejó el libro entre dos volúmenes de aspecto erudito que nadie había sacado desde 1927. No le parecía muy probable que algún lector se llevara el libro en préstamo, pero no estaba convencido del todo y habría preferido encontrar un escondite mejor. Aquella noche, cuando Alexander volvió a casa, se encontró a su madre borracha otra vez, con una mirada en la que ya no quedaban trazas del cariño y el remordimiento que había demostrado por la mañana. Alexander cenó apresuradamente con su padre, con la radio puesta.

– ¿Van bien las clases?

– Sí, papá. Van bien.

– ¿Tienes buenos amigos?

– Claro.

– ¿Y alguna buena amiga?

Su padre intentaba darle conversación.

– En mi grupo de amigos hay chicas, sí.

– ¿Rusitas guapas? -precisó su padre, tras aclararse la voz.

– ¿Con quién quieres que las compare? -respondió Alexander con una sonrisa.

Harold también sonrió.

– Y a esas rusitas tan guapas… -preguntó cautelosamente-, ¿les cae bien mi chico?

– Parece que les caigo bien -replicó Alexander, encogiéndose de hombros.

– Recuerdo que Teddy y tú erais amigos de una chavalita… -dijo su padre-. ¿Cómo se llamaba?

– Belinda.

– ¡Ah, sí! Belinda. Era muy bonita.

– ¡Papá! -Alexander se echó a reír-. ¡Teníamos ocho años! Sí, era muy bonita para ser una niña de ocho años.

– ¡Y hay que ver qué coladita estaba por ti!

– ¡Y hay que ver qué coladito estaba Teddy por ella…!

– Así son las relaciones en este mundo de Dios…

Una vez que terminaron de cenar, Alexander y su padre salieron a tomar una copa.

– Echo de menos nuestra casa de Barrington -reconoció Harold-. Pero es sólo porque no he estado viviendo de otro modo el tiempo suficiente para cambiar de mentalidad y convertirme en la persona que debo ser.

– Llevas suficiente tiempo con este tipo de vida. Por eso precisamente echas de menos nuestra casa de Barrington.

– No. ¿Sabes qué pienso, hijo? Pienso que si aquí las cosas no funcionan del todo bien, es precisamente porque es Rusia. El comunismo funcionaría mucho mejor en Estados Unidos. -Sonrió a Alexander con expresión implorante-. ¿No estás de acuerdo?

– ¡Por el amor de Dios, papá!

Harold ya no habló más del tema.

– Da igual -concluyó-. Me voy un rato a casa de Leo. ¿Quieres venir?

La alternativa era volver al cuarto donde estaba su madre inconsciente o sentarse en una habitación llena de humo, escuchando cómo los camaradas de su padre regurgitaban oscuros pasajes de El capital y propugnaban la participación de su país en la guerra.

Alexander quería estar con su padre pero solo. Al final volvió a casa con su madre. Quería estar solo en compañía.

A la mañana siguiente, cuando Harold y Alexander se preparaban para empezar el día, Jane, aún con la borrachera de la noche anterior, agarró a su hijo de la mano.

– Quédate un momento -le pidió-. Tengo que hablar contigo.

Cuando Harold se marchó, Jane añadió en tono impaciente:

– He estado pensando en lo que dijiste. Recoge tus cosas. ¿Dónde está el libro? Date prisa, ve a buscarlo.

– ¿Para qué?

– Tú y yo nos vamos ahora mismo a Moscú.

– ¿A Moscú?

– Sí, te voy a acompañar a la embajada de Estados Unidos.

– Mamá…

– Llegaremos a Moscú al anochecer. Mañana, lo primero que haré será acompañarte a la embajada. Te dejarán quedarte hasta que hablen con el Departamento de Estado en Washington, y entonces te enviarán de regreso.

– No, mamá.

– Sí, Alexander. Ya cuidaré yo a tu padre.

– Ni siquiera puedes cuidar de ti misma.

– No te preocupes por mí -dijo Jane-, Mi futuro está marcado; pero tú lo tienes todo por delante. Preocúpate sólo de ti mismo. Tu padre tiene sus reuniones y piensa que con ese juego de niños grandes se librará del castigo. Pero lo tienen controlado, y a mí también. A ti no. Tienes que irte.

– No pienso irme sin papá y sin ti.

– Claro que te irás. A tu padre y a mí nunca nos dejarán volver, pero es mejor que tú regreses. Sé que en Estados Unidos las cosas están difíciles, no hay trabajo… pero serás libre y podrás hacer tu vida, así que deja de discutir. Soy tu madre y sé lo que digo.

– Mamá, ¿vas a llevarme a Moscú para entregarme a los estadounidenses?

– Sí. Podrás vivir con tu tía Esther hasta que termines la secundaria. El Departamento de Estado le avisará para que vaya a recogerte al puerto de Boston. Sólo tienes dieciséis años, Alexander. No pueden desentenderse de ti en el consulado.

Alexander recordaba con cariño a la hermana de su padre. La mujer lo adoraba, pero había dejado de hablarse con Harold tras una desagradable disputa sobre el incierto futuro que esperaba al niño en la Unión Soviética.

– Dos cosas, mamá -dijo Alexander-: el mes que viene cumpliré diecisiete años, y cuando cumplí los dieciséis me alisté en el Ejército Rojo. ¿Lo recuerdas? El servicio militar obligatorio… Al alistarme pasé a ser ciudadano soviético. Tengo un pasaporte interior que lo atestigua.

– El consulado no tiene por qué saberlo.

– Seguro que ya lo saben. Es su trabajo saber esas cosas. Y la segunda cosa es… -A Alexander le tembló la voz-. No puedo marcharme sin despedirme de mi padre.

– Escríbele una carta.

Alexander, con el corazón en un puño, hizo lo que le ordenaba su madre. Sacó el libro de Pushkin de la biblioteca y dejó escrita una carta para su padre. El trayecto en tren era largo; tuvo doce horas para reflexionar. No sabía cómo su madre había conseguido aguantar tanto tiempo sin una copa. A Jane le temblaban las manos cuando llegaron a la Estación de Leningrado en Moscú. Era de noche y los dos estaban cansados y hambrientos. No tenían ningún sitio donde dormir. No tenían comida. Era una noche de finales de abril no demasiado fría y terminaron durmiendo en un banco del parque Gorki. Alexander se acordó de cuando jugaba al hockey con sus amigos. Recuerdos agridulces que se le agolpaban en la mente y le hacían sentir un nudo en la garganta.

– Necesito una copa, Alexander -susurró Jane-. Necesito una copa para poder seguir viviendo. Quédate aquí, enseguida vuelvo.

– Madre -dijo Alexander, y la contuvo con mano firme-. Si te vas, me voy directo a la estación y cojo el próximo tren que vuelva a Leningrado.

Jane emitió un hondo suspiro, se acercó a Alexander y le hizo un gesto para que apoyara la cabeza en su regazo.

– Túmbate y duerme un poco. Mañana nos espera un día largo.

Alexander apoyó la cabeza en el hombro de su madre y se quedó dormido.

A la mañana siguiente, a las ocho en punto, estaban en la puerta de la embajada. Tuvieron que esperar una hora hasta que un centinela apareció al otro lado de la verja y les dijo que no podían pasar. Jane se presentó y le dio una carta en la que explicaba la situación de su hijo. Aguardaron impacientes dos horas más, hasta que el centinela volvió a llamarlos y les dijo que el cónsul no podía ayudarlos. Jane le suplicó que la dejase entrar para hablar cinco minutos con el cónsul. El centinela movió la cabeza y aseguró que no podía hacer nada. Jane levantó la mano para pegarle y Alexander tuvo que contenerla. Al final la soltó y trató de convencer al centinela.