– Afortunadamente no mucho, camarada. En 1940 no estaba casado.
– Estoy harto de jueguecitos y voy a ser franco con usted, comandante Belov. Su esposa, el doctor Sayers y un soldado llamado Dimitri Chernenko intentaron escapar del país…
– Un momento -intervino Alexander-. ¿Dice que el doctor Sayers ha intentado escapar…? ¿No trabaja con la Cruz Roja? Los miembros de la Cruz Roja Internacional tienen libertad para cruzar las fronteras, ¿no?
– Sí -contestó secamente Slonko-, pero no es el caso de su esposa ni de su compañero. Hubo un incidente fronterizo durante el cual el soldado Chernenko recibió varios impactos de bala.
– ¿Era él su testigo? -Alexander sonrió-. Espero que no fuera el único.
– Su esposa y el doctor Sayers consiguieron llegar a Helsinki.
Alexander no perdió la sonrisa.
– Pero el doctor estaba gravemente herido. ¿Sabe cómo lo hemos sabido, comandante? Porque llamamos al hospital de Helsinki y nos dijeron que el doctor había muerto dos días antes.
La sonrisa se congeló en la cara de Alexander.
– También nos dijeron que el muy eficiente doctor Sayers había llegado acompañado de una enfermera de la Cruz Roja que estaba herida. La descripción encaja con la de Tatiana Metanova. Bajita, rubia y al parecer embarazada. Y con una cicatriz en la cara. ¿Podría ser ella?
Alexander no se movió.
– Yo creo que sí -continuó Slonko-. Les ordenamos que la retuvieran hasta que llegaran nuestros hombres. Fuimos a buscarla al hospital de Helsinki y esta mañana estaba de vuelta en Rusia. ¿Tiene alguna pregunta?
– Sí-dijo Alexander, haciendo un esfuerzo para ponerse de pie; al final decidió seguir sentado. Intentó controlar su expresión, sus brazos, todo su cuerpo; pero no le sirvió de nada, porque las piernas empezaron a temblarle sin control. Al final, en tono gélido, preguntó-: ¿Qué quieren de mí?
– La verdad.
El tiempo era algo extraño… En Lazarevo, durante su dulce luna de miel, un mes entero había transcurrido en un abrir y cerrar de ojos. Y ahora, en cambio, el tiempo se paralizaba y Alexander tenía que respirar hondo para que los segundos pasaran más deprisa. Por un momento, bajó los ojos hacia el sucio suelo de madera y pensó: «Para salvarla a ella, voy a decirles la verdad y a firmar ese puto papel. Por lo que a mí respecta, soy realmente el que dicen». Pero luego pensó: «¿Y lo que le han hecho al cabo Maikov? Sólo podía decirles que no sabía nada; de hecho, no me conocía. ¿Qué verdad pudo revelar antes de que lo mataran? A ojos de Slonko, las mentiras son verdades y la verdad es una falsedad. Sabe que tanto lo que le decimos como lo que le ocultamos es engañoso y, sin embargo, mide su éxito por las mentiras que consigue sonsacarnos. No está más convencido que Stepanov, o que Maikov en su momento, de que yo sea realmente Alexander Barrington. Lo que quiere es que le mienta para que su misión pueda ser declarada un éxito. Quiere al chico de diecisiete años al que no llegó a interrogar. Actúa de este modo porque en su momento no fue capaz de vencer el coraje (¡la audacia!) de un preso que escapó a la muerte. Lo que quiere es que le firme un papel que ahora, siete años después, lo autorice a matarme, al margen de que yo sea o no sea Alexander Barrington. Quiere que yo muera para disfrutar de la absolución. Eso es lo que tendrá si confieso».
Slonko trataba de distorsionar la verdad para acabar con la resistencia de Alexander. Tatiana había desaparecido: cierto. La estaban buscando: cierto. Habían llamado a la Cruz Roja en Helsinki: quizás. Habían descubierto que Sayers había fallecido: quizá. Pobre Sayers… Quizás habían averiguado que lo acompañaba una enfermera y sin saber su nombre, solamente por la descripción, habían deducido que era la esposa de Alexander. Sólo habían pasado unos días.¿Habrían tardado tan poco en enviar a uno de sus agentes en su busca? Estaban a quinientos kilómetros de Helsinki. ¿Habían tenido tiempo de localizar a Tatiana y de traerla de vuelta a la URSS?
Y ella, ¿se habría quedado realmente en Helsinki? Sí, Alexander le había aconsejado que saliera de la ciudad, pero ¿habría recordado su consejo en aquel momento de soledad e infortunio?
Alexander volvió a mirar a Slonko, que lo observó con la expresión del glotón que se frota las manos antes de abalanzarse sobre un festín, o con la expresión del espectador que está a punto de asistir a la muerte del toro en la plaza.
– ¿Hay algún dato que no haya obtenido aún de mí, camarada? -preguntó Alexander en un tono gélido.
– A lo mejor no le importa su propia vida, comandante Belov, pero estoy convencido de que, si es la vida de su esposa embarazada la que está en peligro, aceptará usted hablar con nosotros.
– Por si no me ha oído, voy a repetirle la pregunta, camarada -insistió Alexander-. ¿Hay algo que quiera usted de mí y que yo aún no le haya dado?
– ¡Sí, todavía no tengo la verdad! -exclamó Slonko, y le asestó un fuerte bofetón.
– ¡No! -Alexander apretó los dientes-. Lo que no tiene es la satisfacción de saber que está en lo cierto. Cree que por fin ha atrapado al hombre al que lleva tiempo persiguiendo, y yo le digo que se equivoca. No va a sonsacarme nada haciendo gala de su impotencia. Tendrá que llevarme ante un consejo de guerra. No soy uno de los presos de poca monta a los que está acostumbrado a intimidar. Soy un oficial condecorado del Ejército Rojo. ¿Ha servido a su país en una guerra, camarada? -Alexander se puso de pie. Era una cabeza más alto que Slonko-. Lo dudo. Quiero comparecer ante el general Mejlis, que resolverá la cuestión en un momento. ¿Quiere llegar a la verdad, Slonko? Pues veamos cuál es la verdad. La guerra me necesita todavía. Usted, en cambio… tendrá que volver a su cárcel de Leningrado.
Slonko soltó una palabrota y ordenó a los dos guardianes que obligaran a sentarse al prisionero, cosa que hicieron con cierta dificultad.
– No puede argumentar nada en mi contra -gritó Alexander-. La persona que me acusó está muerta, ya que de no ser así la habría traído aquí. Los únicos que tienen autoridad sobre mí son mi mando inmediato, que es el coronel Stepanov, y el general Mejlis, que ha ordenado mi detención. Ellos le explicarán que, antes de la Operación Iskra, cinco generales del Ejército Rojo me concedieron la Estrella Roja porque resulté herido en el ataque al río, y también le explicarán que me dieron una medalla de Héroe de la Unión Soviética por mi contribución al esfuerzo bélico.
– ¿Dónde está esa medalla, comandante? -preguntó Slonko, articulando lentamente las palabras.
– Se la llevó mi esposa. Como está bajo su custodia, a lo mejor los deja verla. -Alexander sonrió-. Será la única ocasión que tendrá usted de ver una medalla.
– ¡Soy el oficial encargado de su interrogatorio! -vociferó Slonko con las mejillas y la frente rojas como la grana, y asestó otro bofetón a Alexander.
– ¡Váyase a la mierda! -chilló Alexander a su vez-. Usted no es oficial, y yo sí. Podrá intimidar a las mujeres, pero a mí no puede dominarme.
– En eso se equivoca, comandante -dijo Slonko-. Sí que puedo dominarlo, ¿sabe por qué? -Como Alexander no respondía, Slonko se inclinó hacia él y dijo con voz malévola-: Porque muy pronto voy a dominar a su mujer.
– ¿De verdad? -contestó Alexander. Se sacudió a los guardianes de encima, se puso de pie y tiró la silla de una patada-. Me sorprendería. ¿Acaso domina a la suya? Dudo que pueda dominar a la mía.
– Pues esté seguro de que lo haré y así se lo haré saber -respondió Slonko, sin moverse.
– Sí, hágalo -respondió Alexander, y se alejó unos pasos de la silla caída en el suelo-. Así sabré que está mintiendo.
Slonko soltó un gruñido.
– Camarada -insistió Alexander-, yo no soy el hombre al que está buscando.