– ¿Es usted Alexander Barrington?
– Sí, lo soy -contestó Alexander, porque en ese momento no tenía otra respuesta y porque pensaba que decir la verdad lo protegería.
Y entonces le informaron de su condena. En aquel tiempo, Alexander no tuvo derecho a comparecer ante un consejo de guerra. Lo único que tuvo fue una celda de paredes de cemento, sin ventanas y con una reja que servía de puerta, un cubo para hacer sus necesidades en un rincón, una bombilla pelada en el techo y ninguna intimidad. Le obligaron a permanecer de pie mientras leían un papel con voz altisonante. Eran dos hombres, y cuando el primero terminó de leer, como si Alexander no lo hubiera entendido, el segundo cogió el papel y volvió a leerlo.
Alexander oyó pronunciar claramente su nombre: «Alexander Barrington», y oyó aún más claramente la sentencia: «Diez años en un campo de trabajo de Vladivostok por desarrollar actividades subversivas en Moscú en 1935 y por criticar las enseñanzas económicas de nuestro Padre y Maestro, perjudicando al gobierno soviético».
Oyó que lo condenaban a diez años y pensó que había oído mal. Pero volvieron a leerlo por segunda vez. Estuvo a punto de decir: «¿Dónde está mi padre?, él lo arreglará, él me dirá qué debo hacer».
Pero no dijo nada. Sabía que todo lo que le estaba sucediendo les había sucedido antes a su madre y a su padre, al igual que a las setenta y ocho personas que compartían con ellos la residencia de Moscú, al igual que al grupo de melómanos que frecuentaba Alexander, al igual que al grupo de comunistas al que pertenecían su padre y él, y al igual que a su viejo amigo Slavan, el que había vivido felizmente exiliado en tiempos de Nicolás II.
«¿Estaría Nikita en la bañera de algún otro hotel?», se preguntó Alexander. Lo dudaba.
Le preguntaron si tenía claras las acusaciones y si había entendido la pena que le correspondía.
Alexander no tenía claras las acusaciones ni había entendido la pena que le correspondía. De todos modos, asintió con un gesto.
Se distrajo tratando de imaginar la vida que debería haber tenido, la que su padre había deseado para él. Le habría gustado preguntar a Harold si quería que su hijo pasara su juventud trabajando gratis durante dos de los cinco planes quinquenales ideados por Stalin para impulsar la industrialización de Rusia (como una parte más del capital fijo, ese concepto que Alexander entendía tan bien precisamente porque sabía lo que era trabajar fuera del Estado Soviético). Pero Harold no estaba allí para responderle.
Trabajar gratis en una mina de oro de la tundra siberiana porque un régimen utópico era incapaz de pagarle, ¿formaba parte de su destino?
– ¿Tiene alguna pregunta?
– ¿Dónde está mi madre? -quiso saber Alexander-. Quiero despedirme de ella.
– ¿Su madre? -Los guardianes se rieron-. ¿Cómo coño quiere que sepamos dónde está su madre? Se va de viaje mañana por la mañana. Tendrá que encontrarla antes.
Se marcharon entre risotadas, dejando a Alexander de pie en medio de la celda.
– Tenemos suerte de ir a Vladivostok -le dijo el preso cubierto de cicatrices que se había sentado a su lado-. Acabo de salir del Perm 35 y es un infierno.
– Ah, ¿y dónde está eso?
– Cerca de la ciudad de Molotov. ¿Ha oído hablar del Perm? Está a orillas del Kama, cerca de los Urales. No está tan lejos como Vladivostok pero es mucho peor. Nadie sobrevive al Perm.
– Usted ha sobrevivido.
– Porque superé en cinco cuartos mi cuota de producción y me han dejado salir a los dos años. Les gustó mi productividad capitalista y decidieron que el proletario que llevo dentro ya había trabajado bastante para el hombre común.
Cuando terminó de ubicar Vladivostok en el mapa de la Unión Soviética, Alexander comprendió que no tenía más remedio que escapar, aunque no tuviera dinero y ningún sitio al que dirigirse, quería tener alguna posibilidad de seguir viviendo. Sí había un infierno en la tierra, estaba en Vladivostok. Tendría que atravesar los Urales en un vagón de ganado, cruzar la llanura siberiana y la meseta central y toda Mongolia y bordear toda China para terminar pudriéndose en una ciudad de hormigón erigida en una estrecha franja de tierra junto al mar de Japón. Alexander estaba seguro de que era imposible salir de la eternidad de Vladivostok. A lo largo de mil kilómetros, se asomó siempre que pudo a la ranilla o a la puerta cuando la abrían los guardianes para que los respirasen. Y la oportunidad se presentó cuando se aproximaban al Volga. «Voy a saltar», pensó. El río estaba muy abajo, el inestable puente ferroviario cruzaba el abismo a unos treinta metros de altura. Alexander no sabía nada del Volga. ¿Era pedregoso? ¿Era profundo? ¿Era rápido? Pero vio que era ancho y recordó que desembocaba a mil kilómetros, en Astracán, en el mar Caspio. No sabía si tendría otra oportunidad (una mejor), pero sí sabía que si sobrevivía al Volga podría llegar a alguna de las repúblicas del sur, a Georgia o quizás a Armenia, cruzar la frontera y entrar en Turquía. Ojalá llevara encima los dólares de su madre. Alexander había devuelto el libro a la biblioteca a la vuelta del fallido viaje a Moscú, y poco después lo habían detenido y ya no había tenido ocasión de sacarlo. Pero aun sin el dinero, su única alternativa era escapar o morir.
Miró hacia abajo y sintió un vuelco en el estómago. ¿Sobreviviría? De repente pensó que no quería morir. Se acordó de William Miller, su amigo de Barrington. Recordó al chico rubio, guapo y popular que había sido William Miller. Le habían enseñado a nadar cuando sólo tenía cinco semanas. Podía saltar y dar volteretas y contener la respiración bajo el agua, y era capaz de nadar y saltar mejor que cualquier otro niño de Barrington, incluido Alexander, que se había atrevido a hacer la prueba. Y una tarde de verano, cuando tenían ocho años, jugaban a imitar a Tarzán en la piscina olímpica de la casa de William, lanzándose de cabeza en la parte donde el agua medía tres metros y medio de profundidad. William saltó desde un trampolín de menos de un metro de altura sobre más de tres metros de agua, pero no tuvo en cuenta que Ben, el chaval gordinflón que vivía al final de la calle, estaba chapoteando muy cerca del trampolín en el momento del infortunado salto. William lo vio una fracción de segundo demasiado tarde y se desvió hacia la izquierda para esquivar su cuerpo regordete. Se oyó un chasquido cuando su cabeza golpeó la pared de la piscina, y a partir de entonces William Miller tuvo que desplazarse permanentemente en una silla de ruedas empujada por una enfermera y alimentarse mediante un tubo introducido en el estómago. ¿Raro? ¿Podía haber algo más raro que un joven de diecisiete años, que superaba el metro noventa de estatura y pesaba ochenta kilos, se lanzara desde una altura de treinta metros a una corriente de agua que aparentemente no llegaba a los tres metros de profundidad y estaba llena de rocas? Alexander no sabía que determinaban sobre la cuestión las inexorables leyes de la física pero algo le decía que no estaban a su favor. No tenía tiempo de asustarse ni de reflexionar. Sabía que el salto podía ser mortal. Lo sabía. Su estómago lo sabía. Lo sabía su corazón a punto de estallar. Pero al menos sería una muerte rápida. Se persignó. En Vladivostok estaría muriéndose el resto de su vida.
Murmuró «Dios mío, ayúdame» y saltó del tren, solamente con el uniforme de presidiario.
Treinta metros eran muchos metros, aunque el salto duró únicamente unos segundos; en el momento en que Alexander tocó el agua, el tren estaba casi al otro lado del río. Había saltado de pie otras veces y deseó que el Volga fuera lo bastante hondo para amortiguar la caída. Lo era. También era un río de aguas frías y rápidas. La corriente lo atrapó y lo arrastró durante medio kilómetro, tuvo que agitar los brazos todo el tiempo para dar alguna bocanada de aire, y cuando pudo volver la cara hacia el puente, el tren no era más que un puntito en la distancia. Al parecer, no se había detenido. Alexander no sabía si alguien lo habría visto saltar, aparte del preso que iba a su lado y que se había pasado desde Leningrado hasta el Volga sonriendo y murmurando: «Jovencito, ya verás la que te espera cuando llegues a Vladivostok».