Alexander no pudo pensar en otra cosa en lo que quedaba del día, y sobre todo al anochecer, cuando se fue a dormir solo al establo. Pero al día siguiente ocurrió algo que lo salvó de la autoinmolación. Por la mañana vio a Larisa con la cara muy pálida.
– No me encuentro bien -dijo sin mirarlo cuando él se le acercó, y levantó las manos para apartarlo.
– No importa -contestó Alexander-. Yo haré que te encuentres mejor.
– No te acerques, Alexander -respondió Larisa, apartándolo con un gesto débil y desviando la mirada-. No te me acerques, por tu bien.
Alexander, perplejo, volvió al trabajo. No vio a Larisa en todo el día, y por la noche, cuando cenaban, vio que a su palidez se había sumado la fiebre. Y la fiebre había subido más a la noche siguiente y un día después le apareció una erupción rojiza en la cara.
– Oh, no -dijeron aterrados los familiares de Larisa-. Se ha puesto enferma.
Y luego vinieron la fiebre y la erupción de Alexander, pero cuando enfermó él nadie dijo «oh, no» con la voz aterrada. Y es que el jinete del Apocalipsis había llegado a lomos de un caballo pálido que todos sabían que era el incurable y contagioso tifus. El dolor de cabeza que precedía al primer brote era tan fuerte, tan terrible, tan penoso, que cuando apareció la fiebre de 40 grados y la erupción acompañada de inflamación, costras y picores, Alexander agradeció la distracción que le proporcionaba el delirio. Los hermanos tenían fiebre y Larisa perdía sangre, y luego los padres empezaron a delirar, y luego Larisa murió. En cierto momento estaba recibiendo las ardientes caricias de Alexander, y al momento siguiente estaba muerta y sin enterrar porque todo el mundo estaba demasiado débil para cavar un hoyo, de manera que su cadáver se quedó en la isba, y todos siguieron gimiendo y esperando a que el jinete fuera a buscarlos. Y el jinete llegó.
Sólo sobrevivieron Yefim, el padre de Larisa, y Alexander. Llevaban varios días, semanas tal vez, sin salir al exterior. Se ayudaban el uno al otro, bebían agua y rezaban, y Alexander empezó a mezclar el inglés y el ruso en sus oraciones, a rogar por la paz, por su madre y su padre, a implorar por sus vidas, por Estados Unidos, por la salud, por su vida, por su madre, por Teddy, por Belinda, por Boston, por Barrington, por los bosques, porque llegara finalmente la muerte porque no podía soportarlo más, y de pronto vio que lo escrutaban los ojos angustiados de Yefim, sintió el contacto de la mano de Yefim, oyó el susurro que salía de la boca sanguinolenta de Yefim: «No te mueras, hijo, no te mueras aquí, de esta manera. Vuelve con tu padre y tu madre. Vuelve a tu casa. ¿Dónde está tu casa, hijo?».
Yefim murió. Pero Alexander no. Al cabo de seis semanas de cuarentena, empezó a encontrarse mejor. Las autoridades soviéticas, para evitar que el calor del otoño propagara la enfermedad por toda la región del Cáucaso, incendiaron la aldea de Belii Gor con todos los cadáveres y las cabañas y los establos y los campos que había en su perímetro. Alexander, que había sobrevivido pero no era nadie, se arrogó una identidad nueva con el nombre de Alexander Belov, el tercer hijo de Yefim. Cuando aparecieron los miembros del soviet regional, con mascarillas en la cara y carpetas en las manos, y le preguntaron cómo se llamaba, Alexander respondió sin vacilación: «Alexander Belov». Los miembros del soviet buscaron el nombre en el registro de Belii Gor, lo cotejaron con los datos de la familia Belov y entregaron a Alexander un nuevo pasaporte interior que le permitiría desplazarse dentro de la Unión Soviética sin que lo detuvieran por falta de documentación. Alexander se subió a un tren y con el permiso escrito del soviet regional regresó a Leningrado y se instaló en casa de Mira Belov, la hermana de Yefim. Mira le lanzó una mirada atónita cuando se presentó en su puerta. Por suerte, la mujer llevaba doce años sin ver al auténtico Alexander Belov y a su familia y aunque señaló sorprendida su pelo y sus ojos negros y su cuerpo alto y flaco («Sasha, no me lo puedo creer… a los cinco años eras bajito, rubio y regordete»), la vaguedad de sus recuerdos le impidió sospechar. Alexander se instaló con ella y ocupó un camastro en el vestíbulo, un camastro que era medio metro más corto que él. Cenaba con Mira y su marido y los padres del marido y trataba de estar lo menos posible en la casa. Tenía un plan: terminar el instituto e ingresar después en el ejército.
Alexander no tenía tiempo para recordar, pensar o sentir dolor, Tenía una única misión (volver a ver a sus padres), un único objetivo, un único sueño y un único imperativo: de una forma u otra, estaba decidido a abandonar la Unión Soviética.
Un nuevo amigo, 1937
En los últimos seis meses de la secundaria, Alexander conoció a Dimitri Chernenko. Dimitri, bajito y anodino, lo abordaba con una curiosidad invasora, insistente y a veces irritante. Era como el perrito que Alexander nunca había tenido. Parecía inofensivo y solitario y necesitado de afecto. Era un muchacho escuálido, de pelo crespo y rizado y cara redonda, con unos ojos que bailaban constantemente de una cara a otra y no se detenían más que unos segundos en cada cosa que observaban. No era una mirada serena. Pero a Alexander le divertía la forma en que Dimitri alzaba los ojos hacia él (en el sentido literal dada su pequeña estatura) y le divertía la expresión de obsequioso respeto que adquiría su cara cuando lo escuchaba. Además, Dimitri sabía reírse de sí mismo cuando le hacían burla por llegar siempre el último en las carreras, por no acertar nunca en la portería cuando jugaba al fútbol, por caerse cuando intentaba trepar a un árbol.
Sin embargo, Alexander lo encontró un par de veces intimidando a compañeros más jóvenes en el patio del colegio. La segunda vez, cuando Dimitri quiso que su amigo se sumara al escarnio de un chaval muerto de miedo, Alexander le preguntó qué demonios estaba haciendo.
Dimitri ya no volvió a molestar a sus compañeros. Alexander decidió que Dimitri intentaba compensar su falta de popularidad y lo perdonó, igual que se perdonaba a sí mismo cuando trataba con grosería a las chicas («¿Has visto qué culo? ¡Eh, culona!»). Fue señalándole pacientemente sus faltas de tacto y Dimitri le hizo caso como un estudiante esmerado, aunque ninguno de los consejos de Alexander podía ayudarlo a marcar más goles o a ganar una carrera o a evitar que las chicas criticasen su pelo con una mueca de desprecio. Pero Dimitri mejoró mucho en otros aspectos. Además, reía de todos los chistes de Alexander, lo cual contribuyó en gran medida a reforzar su amistad.
Dimitri mostró curiosidad por el acento de Alexander, pero el siempre eludía sus preguntas. No confiaba en su amigo, lo cual le parecía más indicativo de su desconfianza respecto al mundo en general que del carácter del propio Dimitri. Pero Alexander y Dimitri hablaban sobre muchos otros temas: la política comunista (en un tono discretamente burlón), de las chicas (asunto en el que Dimitri tenia menos experiencia, por no decir ninguna) y de sus familias. Una tarde, al volver del instituto, Dimitri comentó que su padre trabajaba en una de las cárceles de la ciudad, y no en una cualquiera sino (según especificó con voz susurrante) en el centro de detención más temido y odiado de todo Leningrado. Aunque Alexander había que Dimitri había sacado el tema porque la posición del padre lo hacía parecer más poderoso, a partir de entonces empezó a verlo con otros ojos.
Pensó que se abría una rendija en la puerta de su destino, vislumbró la posibilidad de averiguar qué les había sucedido a sus padres, y eso bastó para que dejara momentáneamente de lado su desconfianza hacia la humanidad y reconociera su origen estadounidense. Alexander confesó su pasado a Dimitri y le pidió que lo ayudase a localizar a Harold y Jane Barrington. Dimitri, con los ojos flameantes, declaró que estaría encantado de ayudarlo, y Alexander se lo agradeció con un abrazo.