Выбрать главу

– Dima -le dijo-, si me ayudas, te juro que seré tu amigo para siempre y haré cualquier cosa por ti.

Dimitri le dio una palmadita en la espalda y le dijo que no le diera las gracias, que estaba contento de ayudarlo porque él era su mejor amigo, ¿o no?

– Claro que sí -respondió Alexander.

Unos días después, Dimitri le trajo noticias sobre su madre: estaba «sin derecho a correspondencia».

Alexander se acordó del marido de la babushka Tamara. Conocía el significado de esa frase. Delante de su amigo mantuvo la compostura, pero esa noche lloró por su madre.

Con la excusa de escribir una redacción escolar sobre los logros del Estado soviético contra los agitadores extranjeros que traicionaban la causa socialista, lograron que les permitieran visitar brevemente el centro de detención para entrevistarse con el padre de Dimitri.

En la incongruentemente soleada tarde de junio, Alexander pudo ver a su padre unos minutos. Literalmente unos minutos. Pensaba que lo dejarían visitar el centro durante un cuarto de hora por menos y que tendría ocasión de quedarse a solas con su padre. Y sí, pudo estar dos minutos en el centro, pero acompañado todo el tiempo de Dimitri, el padre de Dimitri y otro carcelero. Harold y Alexander Barrington no tenían derecho a la privacidad.

Alexander había estado meditando tanto tiempo sobre lo que iba a decirle a su padre, que las palabras habían quedado grabada en su memoria y ni el miedo ni el nerviosismo podían borrarlas.

Quería decirle: «Papá… una vez, cuando cumplí los siete años mamá y tú me llevasteis a Revere Beach, ¿te acuerdas? Estuve nadando hasta que los dientes me castañeteaban, y luego hicimos un hoyo y lo rodeamos de una barrera de arena y esperamos a que se llenara de agua con la marea creciente. El sol nos quemó la piel, y por la tarde me dejasteis subir tres veces a la noria y me dejasteis comer algodón de azúcar y helado hasta que empezó a dolerme el estómago. Tú olías a agua salada y a arena, y al darme la mano me dijiste que yo también olía a mar. Fue el día más feliz de mi vida, y fuiste tú quien me lo regaló, y será mi mejor recuerdo cuando cierre los ojos para siempre. No sufras por mí; aquí o donde sea, me las arreglaré. No sufras por nada».

Pero Alexander no tuvo oportunidad de estar a solas con su padre para decirle aquellas frases en inglés o en ruso, y era difícil que Harold, con los ojos nublados por las lágrimas, pudiera leerle el pensamiento. Alexander pensó que la emoción de su padre terminaría alertando al carcelero de que aquel encuentro en la celda desnuda y minúscula tenía un carácter personal. Por suerte, el carcelero no sospechó nada.

El padre fue el único que habló, en inglés además, gracias a la intervención de Alexander.

– ¿Podríamos escuchar al prisionero hablando en su idioma? -se le ocurrió preguntar.

– De acuerdo, pero que sea breve -rezongó el carcelero-. No tengo mucho tiempo.

– Voy a decir unas palabras en inglés, inspiradas en unos versos de Kipling -anunció Harold, sin apenas fuerza para articular las palabras. Aferró las manos de su hijo y añadió-: «Si puedes soportar que tu frase sincera sea trampa de necios en boca de malvados, si puedes ver hecha trizas tu adorada quimera… entonces, hijo mío, vuelve a forjarla con útiles mellados».

Alexander lo entendió perfectamente.

Con los ojos húmedos, su padre lo estrechó contra él y susurro:

– «¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!»

Sin pronunciar palabra, Alexander se alejó unos pasos y parpadeó para eludir los recuerdos de sus padres y de Estados Unidos que se agolpaban en su corazón. Consiguió mantener la compostura, pero sintió que su alma inmortal se desgarraba. Miró a su padre y moviendo los labios articuló «te quiero» en inglés, salió y los carceleros cerraron la puerta de la celda.

– ¿Ése era tu padre? -preguntó Dimitri, trotando para seguir sus pasos-. Por suerte no os parecéis mucho.

– Me parezco más a mi madre -explicó Alexander.

– ¿Y qué ha dicho? ¿Era interesante?

– No ha hablado mucho.

– Pero ¿qué ha dicho en inglés?

– Eran unos versos de If, de Rudyard Kipling. ¿Conoces ese poema?

– Lo leí hace tiempo en el colegio -contestó Dimitri, encogiéndose de hombros-. No me pareció tan bueno. ¿Quieres decir que tu padre, en vez de decirte algo personal, ha preferido citar a un imperialista muerto?

– If es un gran poema.

A partir de entonces Dimitri no dejó a Alexander ni a sol ni a sombra, y Alexander no protestó porque necesitaba un amigo.

No mucho tiempo después, Dimitri comenzó a urdir planes para fugarse de la Unión Soviética. Alexander no trató de disuadirlo, pues muchas de las propuestas se parecían a lo que él mismo había estado considerando por su cuenta. Además, no veía razón para no acompañarlo en la fuga; siendo dos podían cubrirse uno al otro las espaldas. Alexander veía a Dimitri como una especie de compañero de batalla que velaría por él.

El problema era que Alexander era paciente y Dimitri no. Alexander sabía que el momento propicio estaba por llegar. Hablaron de acercarse a Turquía en tren o de viajar a Siberia en invierno y atravesar a pie las aguas congeladas del estrecho de Bering. Al final decidieron ir a Finlandia, el país más cercano y accesible.

Alexander iba todas las semanas a la biblioteca para comprobar si El jinete de bronce seguía allí. ¿Y si alguien lo pedía en préstamo? ¿Y si se lo quedaban? No podía evitar pensar que su dinero no estaba en lugar seguro. Al acabar la secundaria, Alexander y Dimitri se apuntaron a un cursillo de tres meses para ingresar en la Escuela de Oficiales del Ejército Rojo. Había sido idea de Dimitri, convencido de que con el uniforme de oficial impresionarían a las chicas. A Alexander le pareció una buena forma de acceder a Finlandia si los finlandeses y los soviéticos entraban en guerra, lo cual parecía bastante probable, ya que Rusia no quería tener a un enemigo histórico a sólo veinte kilómetros de una ciudad tan importante como Leningrado.

La Escuela de Oficiales no era como Alexander se la había imaginado. La brutalidad de los instructores, los extenuantes ejercicios de entrenamiento, las constantes humillaciones a que los sometían los sargentos, tenían como objetivo acabar con la resistencia de los alumnos antes de que lo lograra la guerra. Era más duro soportar las humillaciones que correr bajo la lluvia y el frío. Pero lo peor era cuando los despertaban justo después de apagarse las luces y los hacían estar horas de pie mientras un cadete que se había olvidado de lustrar las putas botas recibía una reprimenda.

En la Escuela de Oficiales, Alexander lo aprendió todo sobre la imperfección, la autoridad y el respeto. Aprendió a cerrar la boca y a tener la taquilla impecable y a ser puntual y a decir «sí señor» cuando hubiera preferido decir «vete a la mierda». También aprendió que era más fuerte y más rápido y más listo que los demás, y que era más limpio, más valiente y más capaz de mantener la calma en los momentos de tensión.

Por otra parte, aprendió que si alguien lo insultaba para provocarlo, podía lograr su propósito.

Después de conocer la paradójica dualidad de la escuela de oficiales, aquel lugar donde acababan con la resistencia de los alumnos para convertirlos en hombres, Alexander decidió que ser soldado raso debía de ser todavía peor.

Dimitri no aprobó los exámenes de ingreso en la Escuela de Oficiales.

– ¿Puedes creerlo? ¡Esos cabrones me hacen pasar un infierno y luego no me dan el título! -exclamó-. ¿Qué absurdo es ése? Pienso enviar una protesta al director… ¿Quién dirige la escuela, Alexander? ¿Has visto la carta que he recibido? Me dicen que era demasiado lento preparando el fusil, que fallaba cuando me obligaban a reptar por el puto suelo como una serpiente, que hacía demasiado ruido en las pruebas de combate y que no tengo las dotes de mando necesaria para ingresar en la jerarquía de oficiales. Y me invitan a alistarme como soldado raso. Si no cargo el fusil lo bastante rápido para ser oficial, ¿qué coño voy a hacer siendo un puto soldado de mierda?