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Zoe era muy lanzada y terminaron en quince minutos.

Masha era muy lanzada y terminaron en dos horas.

Marisa era la chica a la que le gustaba que le dijeran cosas, y Marta era la chica a la que no le gustaba que le dijeran cosas.

Sofía era la chica a la que le gustaba todo mientras ella no tuviera que hacer nada.

Sonia era la más divertida de todas, hasta que una noche de sábado se convirtió en la chica a la que habían roto el corazón y dejó de ser divertida, y más tarde dejó de tener roto el corazón y pasó a estar solamente furiosa.

Lara estaba interesada en saber si Alexander había matado alguna vez a alguien.

Zhenia quería saber si Alexander deseaba tener hijos. Y después, Alexander empezó a olvidarse de sus nombres. Eso fue cuando empezó a pasar más tiempo sin dejarse llevar. Todavía las buscaba, las miraba a los ojos y a la boca e intentaba que se desnudasen, buscaba una conexión con ellas, pero las deseaba y las olvidaba y empezaba de nuevo. Estaba con varias cada viernes por la noche, cada sábado y domingo por la noche, y las noches de guardia y las tardes de los domingos… pocas veces a la luz de día, para su consternación, porque le gustaba mucho verles la cara en el momento del placer.

Aunque le gustaban, las necesitaba y las deseaba, empezó a marcar distancias, a contemplarlas con expresión severa, a tratarlas con displicencia y a mostrarse cada vez más indiferente a su placer, y de pronto, inexplicablemente, ellas le tomaron más cariño.

Cada vez eran más las chicas que buscaban su compañía, que querían pasear cogidas de su mano por la avenida Nevski y que después lo abrazaban, susurraban un «gracias» y volvían a buscarlo al fin de semana siguiente, cuando él ya pensaba en la próxima o en las próximas tres. Cada vez eran más las que querían algo de él… algo que Alexander no sabía qué era y que, sobre todo, era incapaz de darles.

– Quiero más, Alexander -le dijo una-. Quiero más.

– Ya te lo he dado todo, créeme -contestó él con una sonrisa.

– No -insistió ella-. Quiero más.

En el camino de vuelta, Alexander habló en tono frío y resignado.

– Lo siento -le dijo-, no puedo darte lo que quieres. Es imposible. Te he dado todo lo que soy capaz de dar.

A pesar de todo, cada vez que miraba, saludaba, tocaba y besaba a una chica, pensaba: «¿Será ésta? He estado con todas, ¿habré encontrado ya a la mía? ¿Llegó y se fue sin que me diera cuenta?».

Pero de vez en cuando, antes de los sueños, antes de que la negra noche cayera sobre él, en un vagón de tren parado o en una barcaza del río o en algún carro abandonado, Alexander volvía a sentir durante un segundo el olor de Larisa y oía sus gemidos de placer y añoraba algo que quizá ya nunca lograría recuperar.

Capítulo 13

La cena con los Sabatella, 1943

Finalmente, un domingo de octubre, Tatiana se animó a ir a cenar a casa de Vikki. Los Sabatella vivían en Little Italy, en la esquina de Mulberry y Grand.

Al cruzar la puerta, Tatiana oyó un chillido estridente y una voz de contralto que gritaba: «¡¡Gelsomiiiiiiiiina!!». Una mujer de cuerpo regordete y baja estatura, morena de pelo y de piel, salió de la cocina.

– Dijiste que vendrías hace tres horas.

– Lo siento, abuela. Tania no había terminado con… Ni siquiera sé qué hace en el hospital. Te presento a mi abuela Isabella, Tania. Mira, abuela: éste es Anthony, el bebé de Tania.

La abuela estrechó a Tatiana con sus brazos manchados de harina y enseguida se apoderó del cuerpecito de tres meses y medio del bebé y se lo llevó a la cocina para depositarlo sobre la encimera, y Tatiana pensó que tenía que entrar a rescatar a su hijo antes de que Isabella preparase con él un zeppole.

– ¿«Gelsomina»? -preguntó en voz baja, cuando tomaba un vaso de vino con Vikki en la cocina.

– No preguntes. Significa «jazmín». Tiene algo que ver con mi difunta madre.

– ¡Tu madre no está muerta! -gritó Isabella con rabia, jugando con el bebé-. Está en California.

– En California -repitió Vikki-. En italiano llaman así al Purgatorio.

– No digas eso. Ya sabes lo enferma que está tu madre.

– ¿Tu madre está enferma? -susurró Tatiana.

– Sí, de la cabeza -respondió Vikki en un susurro.

– No seas mala -protestó Isabella, sin dejar de mirar muy sonriente a Anthony.-Les he dicho que no te pregunten en ningún momento por el padre del niño -susurró Vikki-. ¿Te parece bien?

– Está bien, Vikki -respondió Tatiana con otro susurro. A Tatiana le gustó la casa, que era grande y acogedora, con ventanales altos y muebles macizos y estanterías llenas de libros, pero le inquietó un poco la decoración: todo el piso, desde los suelos enmoquetados hasta las paredes, pasando por el remate de los cortinajes de terciopelo, tenía el mismo color del vino tinto que le dieron de beber. En el comedor revestido de maderas oscuras y telas de color borgoña, conoció a Travis, el bajito, delgado y discreto marido de Isabella.

– Cuando conocí a mi Travis, el abuelo de Vikki… -comenzó a explicar Isabella durante la cena, sujetando a Anthony con una mano y sirviendo lasaña con la otra-. Vikki, no te quedes ahí parada, pásale el pan y la ensalada a Tania, y sírvele un poco más de vino, por el amor de Dios… ¿Por dónde iba? Ah, sí. Cuando conocí a Travis…

– Eso ya lo has dicho, mujer -intervino en voz baja Travis, lanzando una mirada a Tatiana y rascándose la calva como si se disculpara.

– No me interrumpas, prego. Cuando te conocí, estabas a punto de casarte con mi tía Sofía.

– ¡Yo ya lo sé, no me lo cuentes a mí! Cuéntaselo a ella.

– Ajá… -dijo Tatiana.

Si cogía un poco más de pan, tendría la boca ocupada. Ella masticaría y ellos hablarían y todo iría bien.

– Era la hermana menor de mi madre -precisó Isabella-. Travis y yo nos conocimos en un pueblecito cercano a Florencia. ¿Sabes dónde está Florencia?

– Sí -dijo Tatiana-. La madre de mi marido era italiana.

– Mi madre me pidió que fuera a buscar a Travis a la estación porque él no sabía cómo llegar al pueblo. Vivíamos en el valle, entre montañas. Yo tenía que ir a buscarlo para llevarlo a casa de mi tía Sofía, que lo estaba esperando.

– Y gracias a tu ayuda nunca encontró el camino, abuela… -dijo Vikki.

– Calla, niña. La estación estaba a diez kilómetros. A los dos kilómetros supe que ya no podría vivir ni un solo día sin él. Entramos a tomar un vasito de vino en una taberna. Yo no bebía nunca. Era demasiado joven, tenía dieciséis años, pero Travis me invitó. Bebimos del mismo cáliz…La abuela dejó de servir la comida y se volvió sonriente hacia Travis, que masticaba la lasaña y fingía que no le prestaba atención

– No sabíamos qué hacer -continuó Isabella-. Mi tía tenía veintisiete años, igual que Travis. Iban a casarse, no había forma de impedirlo. Estábamos sentados en aquella taberna de las cercanías de Florencia, sin saber qué hacer. ¿Y sabes qué? -Isabella dio una palmadita a Travis, que soltó el tenedor-. Al final no fuimos al pueblo. Nos dijimos: «Vámonos a Roma, ya escribiremos una carta a la familia». Pero en lugar de ir a Roma cogimos el tren de Nápoles y allí tomamos el barco que nos trajo a la isla de Ellis. Llegamos a este país en 1902. No teníamos nada, sólo nos teníamos el uno al otro.

Tatiana había dejado de comer y miraba boquiabierta a Isabella y a Travis.

– ¿La perdonó su tía?

– Nadie me perdonó -dijo Isabella.

– Su madre no le ha escrito desde entonces -explicó Travis, con la boca llena.

– Bueno, Travis, mi madre ya murió, ahora es difícil que me escriba.

– ¿Cuánto hace que estás enamorado de mi hermana, Alexander? -pregunta Dasha, agonizante.