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– Nunca he estado enamorado de ella -contesta Alexander-. Estoy enamorado de ti. Tú sabes lo que hay entre nosotros.

– Dijiste que en el verano, cuando estuvieras de permiso, vendrías a buscarme a Lazarevo y te casarías conmigo -dice Dasha entre estertores.

– Sí. Cuando esté de permiso, vendré a buscarte a Lazarevo y me casaré contigo -promete Alexander a Dasha, la hermana de Tatiana.

Tatiana agachó la cabeza y se pellizcó las manos crispadas.

– En Estados Unidos tuvimos dos hijas -continuó Isabella-. Travis quería un varoncito, pero Dios no quiso dárnoslo. -Suspiró-. Fui-mos en busca de un niño, pero tuve tres abortos.

Isabella miró a Anthony con tanta añoranza que Tatiana quiso arrebatárselo de las manos, como si el deseo fuera una forma de posesión.

– En 1923, Annabella, nuestra hija mayor, tuvo a Gelsomina.

– Y me puso de nombre Viktoria-precisó Vikki.

– ¿Y tú qué sabes? -contestó Isabella con desdén-. ¿Acaso Viktoria es un nombre italiano?… Nuestra hija menor, Francesca, vive en Darien, en Connecticut. Viene a vernos una vez al mes. Está casada con un buen hombre y de momento no tienen hijos.

– Abuela, la tía Francesca tiene treinta y siete años. Nadie tiene hijos con treinta y siete años -declaró Vikki.

– Nosotros estábamos hechos para tener un niño… -repuso Isabella con tristeza.

– No es verdad -dijo Travis-. De ser así, lo habríamos tenido. Y ahora devuelve este bebé a su legítima madre y come algo, mujer.

– Tania, ¿quién te cuida al niño cuando estás trabajando? -preguntó Isabella, mientras devolvía de mala gana el niño a su madre, que lo tomó agradecida y lo estrechó contra su pecho antes de seguir comiendo.

– Me lo llevo, o lo dejo durmiendo en la habitación, o me lo cuida algún refugiado o un soldado herido.

– Pues eso no está bien -opinó Isabella-. Si quieres, podría cuidarlo yo.

– Gracias -contestó Tatiana-. No será necesario…

– Podría ir a buscarlo a Ellis y llevártelo de vuelta.

– ¡Isabella! -exclamó Travis-. Por mucho que quieras, el niño no será tu hijo. Come, por amor de Dios.

– Muy bien, lo pensaré -respondió Tatiana, mirando sonriente a Isabella-. Y ustedes dos son muy afortunados de tenerse el uno al otro. Es una historia preciosa.

– Tú eres afortunada de tener a tu niño -opinó Isabella.

– Es verdad -reconoció Tatiana.

– Cuéntanos. ¿Dónde está tu familia?

Tatiana no dijo nada.

– ¿Tienes madre, chiquilla?

– Ya no -dijo al final Tatiana.

– ¿Y padre?

– También murió.

– ¿Y hermanas o hermanos?

– También. Todos han muerto.

– ¿ Y abuelos?

Tatiana negó con la cabeza.

– Todos se han ido.

Isabella y Travis dejaron de masticar. Vikki siguió comiendo pero miró a Tatiana sin pestañear.

– Hace dos años, los alemanes cercaron Leningrado. No había comida -explicó Tatiana, y dejó de hablar.

Es el 23 de junio de 1940. Tatiana y Pasha cumplen dieciséis años y los Metanov lo celebran en su dacha de Luga. Les han prestado una mesa alargada y la han instalado en el jardín porque en el porche no caben diecisiete personas: los siete miembros de la familia Metanov; la hermana del padre, con su marido y su hija; la babushka de Tatiana, Maya, y los seis miembros de la familia Iglenko. Papá ha traído caviar negro y esturión ahumado de Leningrado. También ha traído arenques con patatas y cebollas, y la madre ha preparado borscht y cinco clases de ensalada. La prima Marina ha preparado tarta de champiñones, Dasha ha hecho un pastel de manzana, la abuela paterna de Tatiana ha hecho buñuelos de crema, la babushka Maya le ha pintado un cuadro y papá ha comprado bombones porque sabe que a Tatiana le encanta el chocolate. Tatiana se ha puesto su vestido blanco bordado con rosas rojas. Es el único vestido bonito que tiene. Se lo trajo su padre de Polonia dos años antes y es su vestido preferido.

Todo el mundo bebe vodka, todos menos ella; beben hasta que ya no son capaces de sostener los vasos. Cuentan anécdotas políticas y comen hasta reventar. Papá saca la guitarra y toca canciones populares y todo el mundo canta aunque no tenga oído y aunque no sepa la letra:

Si supieras

cómo adoro

las noches de Moscú…

– Cuando cumplas los dieciocho, Tania -dice el padre-, alquilaré un salón del Hotel Astoria para Pasha y para ti y celebraremos un banquete de verdad.

– A mí no me organizaste ninguna fiesta, papá -interviene Dasha, que cumplió los dieciocho hace cinco años.

– Las cosas estaban muy mal en 1935 -explica el padre-. Nos faltaba de todo, y en cambio ahora las cosas nos van mejor y dentro de dos años será mejor aún. En el Astoria brindaremos también por ti, Dasha, ¿te parece bien?

Tania quisiera que su próximo cumpleaños fuera al día siguiente para disfrutar de otra fiesta como ésa. La brisa nocturna es cálida y huele a lilas marchitas y a cerezos en flor, los grillos cantan y los mosquitos acechan. Sus hermanos la tumban sobre la hierba, se le echan encima y empiezan a hacerle cosquillas hasta que Tatiana no puede más y chilla «parad, me estropearéis el vestido…», mientras los adultos alzan los vasos con manos temblorosas y papá vuelve a coger la guitarra y su voz embriagada llega hasta Tatiana a través de las ramas floridas de los cerezos, entonando con voz estridente el lamento por Leningrado que escribió Alexander Vertinski en el exilio:

Palabras remotas oídas al pasar,

palabras dulces y superfinas,

Jardín de Verano, Fontanka, Neva,

¿por qué habéis llegado hasta aquí, queridas palabras?

Aquí, donde el bullicio es el de una ciudad forastera

y son olas forasteras las que lamen la playa.

Capítulo 14

La cárcel de Voljov, 1943

Slonko había muerto, pero el destino de Alexander aún no estaba claro. Lo enviaron a Voljov, donde tuvo que vérselas con otro idiota de una variedad aún más nociva. Cuando supo que Tatiana había escapado de las garras de la Unión Soviética su estado de ánimo mejoró, pero el alivio se mezclaba con la melancolía. Ahora que la partida de Tatiana era irremediable, Alexander no sabía contra quién despotricar antes, si contra su interrogador o contra el carcelero que lo apuntaba con el fusil. En realidad, a quien detestaba por encima de todo mientras recorría a grandes pasos la celda algo más espaciosa que le habían adjudicado en Voljov era a sí mismo.

Tatiana se había ido, y su marcha se había debido a Alexander. Tatiana se había marchado mientras llevaba en el vientre al hijo de los dos. ¿A qué mes estaban? ¿No salía de cuentas ya?

En Voljov, al igual que en Leningrado y a diferencia de Morozovo, había dos cárceles: una para los presos comunes y otra para los políticos. La distinción no era demasiado precisa, y Alexander terminó en la cárcel común, donde las celdas parecían ser más confortables. Recordó los días que había pasado en Kresti en 1936, antes de que lo metieran en el tren que debía llevarlo a Vladivostok. En Kresti, las celdas eran pequeñas y malolientes. En Voljov eran más espaciosas y tenían dos literas, un lavamanos y un retrete. Y había una puerta metálica con un ventanuco enrejado que se abría fugazmente para dejar pasar la bandeja de comida.