Le daban pan, gachas y a veces un pedazo de carne de origen desconocido. Le daban agua y ocasionalmente té, y también un vale que podía cambiar por tabaco o por vodka.
Alexander se guardó los dos o tres vales que le daban cada día, sin cambiarlos ni por tabaco ni por vodka. No quería saber nada del vodka, pero el tabaco era otra historia: se moría por fumar. Su boca y su garganta ansiaban el cálido contacto del humo y sus pulmones anhelaban la nicotina. Sin embargo, se propuso no fumar, ya que el ansia de nicotina mitigaba en parte el ansia de volver a ver a Tatiana y el lacerante vacío producido por su ausencia. Hacía cinco meses que se había abierto la espalda durante la batalla de Leningrado y, aunque la herida se había curado, las terminaciones nerviosas que rodeaban la prominente cicatriz eran muy sensibles al dolor.
Alexander pasaba el tiempo coleccionando los vales de tabaco y dando grandes pasos por la celda. Conservaba el uniforme y las botas, pero se había quedado sin sulfamidas hacía mucho, y toda la morfina había ido a parar a Slonko. La mochila negra ya no estaba. Alexander no había vuelto a ver a Stepanov desde la noche en que había muerto Slonko, y no había podido preguntarle adónde había ido a parar su mochila, que además de varias cosas inútiles o prescindibles, contenía lo único que para él no sería nunca inútil ni prescindible: el vestido de novia de Tatiana. De todos modos, no habría sido capaz de mirarlo sin desmoronarse. Ni siquiera era capaz de pensar en él. En cualquier caso, no era eso lo que lo atormentaba mientras andaba a grandes zancadas por la celda. Seis pasos desde una pared hasta la pared opuesta, diez desde la puerta hasta la ventana del fondo. Durante todo el día, mientras el sol estaba en el cielo, Alexander daba pasos por la celda y los contaba para no pensar. Una tarde dio 4.572 pasos; otra, 6.207. Cuando no estaba desayunando o comiendo o cenando, Alexander contaba los pasos que separaban las paredes de la cárcel, los contaba para olvidarse de Tatiana y soportar la oscuridad. No pensaba en el futuro ni en el pasado. No podía prever ni siquiera lo que le aguardaba a corto plazo. Ignoraba lo que iba a sucederle en los próximos años, y quizá, de haberlo sabido, se habría dado muerte en los días grises que pasó en aquella celda. Pero como lo ignoraba, eligió la vida.
Por fin convocaron un consejo de guerra. Después de un mes dando pasos por la celda y recopilando noventa vales de tabaco, Alexander compareció ante tres generales, dos coroneles y un único Stepanov. Se plantó ante el tribunal, vestido con el uniforme y un gorro de visera porque su hermosa gorra de oficial estaba en manos de su esposa.
– Alexander Belov: nos hemos reunido para decidir qué vamos hacer con usted -anunció el general Mejlis, un hombre delgado y nervioso que parecía una cruz de madera castigada por la intemperie.
– Estoy preparado -dijo Alexander.
Ya era hora. Se había pasado un mes en la celda. ¿Por qué le había parecido que pasaba más lentamente que el mes de luna de miel con Tatiana en Lazarevo?
– Se lo acusa de varios delitos.
– Sé de qué se me acusa, señor.
– Se lo acusa de ser un ciudadano estadounidense, un extranjero que se hizo pasar por oficial del Ejército Rojo para llevar a cabo actos subversivos contra el Estado soviético durante la peor crisis experimentada por nuestro país en toda la historia. En estos momentos corremos el riesgo de perecer a manos de los alemanes. ¿Entiende que no podemos permitir que un espía extranjero se infiltre en nuestras filas?
– Lo entiendo, pero puedo alegar algo en mi defensa.
– Adelante.
– Lo que acaba de mencionar son mentiras sin fundamento que alguien ha propagado con la única intención de perjudicar mi buen nombre. La carrera que he desarrollado en el Ejército Rojo desde 1937 habla por sí sola. Soy un soldado leal que ha obedecido siempre a sus mandos. Nunca he eludido la batalla, y he servido orgullosamente a mi país contra Finlandia y contra Alemania. Durante la Gran Guerra Patria participé en cuatro tentativas de romper el cerco de Leningrado. He resultado herido dos veces; la segunda, de gravedad. El hombre que me acusó de ser un subversivo extranjero murió acribillado por nuestras propias tropas cuanto intentaba fugarse de la Unión Soviética. Les recuerdo que ese hombre era un soldado raso que trabajaba en la retaguardia, transportando provisiones para los soldados destacados en el frente de la frontera. Su intento de fuga fue un acto de traición. ¿Va a conceder más crédito a la palabra de un desertor que a la de un oficial del Ejército Rojo condecorado con varias medallas?
– No me diga cuál debe ser mi opinión, comandante Belov -protestó el general Mejlis.
– No es ésa mi intención, señor. Sólo he hecho una pregunta.
Mientras esperaba que los miembros del consejo terminasen de deliberar, Alexander se asomó a la ventana. Contempló el aire libre, al otro lado del cristal, y respiró hondo. Llevaba mucho tiempo sin salir al exterior.
– Comandante Belov, ¿es usted en realidad Alexander Barrington, hijo de Jane y de Harold Barrington, ejecutados por traición en 1936 y 1937?
Alexander parpadeó. Fue su única reacción.
– No, señor -respondió.
– Es usted el Alexander Barrington que saltó del tren que lo conducía a un campo de trabajo en 1936 y fue dado por muerto?
– No, señor.
– ¿Ha oído hablar alguna vez de Alexander Barrington?
– Sólo al escuchar sus acusaciones.
– ¿Sabe usted que su esposa, Tatiana Metanova, se encuentra en paradero desconocido, presuntamente tras escapar con el doctor Sayers y el soldado Chernenko?
– No. Sé que el doctor Sayers no escapaba, y sé que el soldado Chernenko murió en un tiroteo. Sé que mi esposa está en paradero desconocido. -Alexander carraspeó un momento para añadir énfasis a sus palabras y añadió-: Pero el camarada Slonko, antes de morir, me aseguró que mi esposa se encontraba bajo la custodia del NKVD (es decir, del NKGB). Y también dijo que mi esposa había firmado una confesión que me identificaba como el hombre al que el camarada Slonko perseguía desde 1936.
Los miembros del tribunal se miraron con sorpresa.
– Su esposa no se encuentra bajo nuestra custodia -respondió pausadamente Mejlis-. Y ni el camarada Slonko ni Chernenko están aquí para defenderse.
– Es cierto. Pero yo sí que estoy aquí para defenderme.
– Comandante Belov, ¿cómo explica el comportamiento de su esposa? ¿No le parece raro que lo dejara aquí mientras ella se fugaba…?
– Permítame que lo interrumpa, general. Mi esposa no se fugaba. Se trasladó a Morozovo a petición del doctor Sayers y con el permiso del gerente del hospital Gresheski. Estaba bajo su supervisión.
– Creo que, aunque estuviera bajo su supervisión, su esposa no estaba autorizada a salir de la Unión Soviética -observó Mejlis.
– No sé con seguridad si lo estaba o no. He oído informaciones dispares.
– ¿Se ha puesto su esposa en contacto con usted? -No, señor.-¿Y no está preocupado?
Parpadeo.
– No, señor.
– Su esposa embarazada está en paradero desconocido, no se ha puesto en contacto con usted, ¿y no está preocupado?
– No, señor.
– Los soldados de los puestos fronterizos afirman que la enfermera no llevaba documentación soviética. No recuerdan su nombre pero aseguran que llevaba papeles emitidos por la Cruz Roja estadounidense. Este dato no les favorece ni a usted ni a su esposa.
Alexander quiso señalar que a su esposa sí la favorecía, pero no dijo nada.
– No es mi esposa la que está siendo juzgada, ¿no es así? -preguntó.
– Lo sería si estuviera aquí.
– Pero ahora mismo no está siendo juzgada -repitió Alexander-. Me han preguntado si soy el ciudadano estadounidense llamado Alexander Barrington y yo les he dicho que no lo soy. No sé qué tienen que ver las andanzas de mi esposa con los cargos de los que me acusan.
– ¿Dónde está su esposa?