– No lo sé.
– ¿Cuánto tiempo llevan casados?
– En junio hará un año.
– Comandante, espero que se le dé mejor controlar el paradero de sus soldados que el de su esposa.
Parpadeo.
Todos los miembros del consejo volvieron la mirada hacia Alexander. Stepanov lo escrutó con expresión inquisitiva.
– Comandante -intervino Mejlis-, permítame que le haga una pregunta: ¿por qué iba a acusarlo nadie de ser estadounidense si no fuera verdad? La información que nos proporcionó el soldado Chernenko era demasiado detallada para haberla inventado.
– No estoy diciendo que la inventara. Digo que me confundió con otra persona.
– ¿Con quién?
– No lo sé.
– Pero ¿por qué lo señaló a usted, comandante?
– No lo sé, señor. La relación que mantuvimos Dimitri Chernenko y a lo largo de los años fue complicada. A veces creo que estaba celoso y que me guardaba rencor porque yo había ascendido más que él en el Ejército Rojo. Quizá deseaba perjudicarme, sabotear mi carrera. Además, es posible que albergara sentimientos no correspondidos hacia mi esposa; de hecho, es bastante posible. Nuestra amistad se había enfriado considerablemente en los años anteriores a su muerte.
– Comandante, está usted acabando con la paciencia de los mandos del Ejército 67.
– Lo siento. Pero mis únicas posesiones son mis méritos profesionales y mi buen nombre. No quiero que mi honor se vea mancillado por las declaraciones de un cobarde muerto.
– Comandante, ¿qué cree que le sucederá si nos dice la verdad? Si es usted Alexander Barrington, lo confiaremos a las autoridades de Estados Unidos y organizaremos el traslado a su país.
Alexander soltó una risita.
– Con el debido respeto, señor. Estoy acusado de traición y sabotaje. Lo único que organizarán será mi traslado al otro mundo.
– Se equivoca, comandante. Somos gente razonable.
– Claro, si todo lo que necesitara hacer para que me enviasen al país de mi elección fuera decir que soy originario de Estados Unidos o de Inglaterra o de Francia, ¿qué nos impediría a todos hacer lo mismo?
– ¡Nuestra Madre Rusia! -exclamó Mejlis-. ¡La lealtad a su país!
– Es esa lealtad, señor, la que me impide decir que soy estadounidense.
– Acérquese al estrado, comandante Belov -declaró Mejlis, quitándose un momento los anteojos y escrutando a Alexander-. Quiero verlo bien.
Alexander se acercó al borde de la tarima. Con su estatura, no le hizo falta erguirse para mirar sin inmutarse a los ojos de Mejlis, que le devolvió la mirada en silencio.
– Comandante -dijo finalmente Mejlis-, voy a hacerle una última pregunta, pero antes de que vuelva a decir lo mismo que ha estado diciendo hasta ahora, le concedo treinta minutos para que medite su contestación. Saldrá de la sala, y cuando vuelva a entrar se lo preguntaré por última vez. Lo que quiero saber es lo siguiente: ¿Es usted Alexander Barrington, hijo de los estadounidenses Jane y Harold Barrington? ¿Fue usted detenido por actividades antipatrióticas en 1936 y se fugó del tren que lo trasladaba a Vladivostok? ¿Se infiltró con la identidad falsa de Alexander Belov en el escalafón de mando del Ejército Rojo en 1937, después de terminar la secundaria? ¿Intentó desertar y huir a través de Carelia en 1940, durante la guerra con Finlandia, pero fue disuadido por Dimitri Chernenko? ¿Fue espía durante los siete años en que perteneció al Ejército Rojo? No, no me conteste ahora. Tiene treinta minutos.
Alexander salió de la sala, y por fin, ¡por fin!, lo dejaron salir al exterior. Se sentó en un banco entre los dos guardianes, sintiendo la cálida brisa de mayo a su alrededor. Recordó que al cabo de unos días cumplía veinticuatro años. Permaneció sentado mientras disfrutaba de la luz del sol y del azul del cielo y del olor a lilas y a flores de jazmín y a agua fresca.
Llega la guerra, 1939
Como parte de la guarnición de Leningrado, que ocupaba el cuartel de Pavlov (antes de la Guardia Imperial del zar), Alexander se encargaba de hacer la ronda por las calles de la ciudad, vigilar las orillas del Neva y trabajar en la fortificación de la frontera fino-soviética. En marzo de 1918, Vladimir Lenin había vendido media Rusia (Carelia, Ucrania, Polonia, Besarabia, Letonia, Estonia y Lituania) para consolidar el tambaleante Estado comunista, y el istmo de Carelia había pasado a manos de Finlandia.
En septiembre de 1939, cuando los alemanes y los rusos se repartieron Polonia, Hitler declaró que, si Stalin iniciaba una «campaña» para reconquistar las tierras en disputa con Finlandia, Alemania no interpretaría el gesto como una agresión. En noviembre de 1939, Stalin intentó apoderarse de nuevo del istmo de Carelia. Pese a la insistencia de sus superiores, Alexander se negó a calificar de «campaña» la guerra contra Finlandia. Para él, una «campaña» era cuando dos políticos recorrían un país estrechando las manos de los electores antes de enfrentarse en unas elecciones. En el momento en que se movilizaban tanques, fusiles, morteros y soldados para conquistar un territorio, ya no se podía hablar de campaña sino de guerra.
Alexander combatió por primera vez en los húmedos bosques de Carelia. Por desgracia, Komkov tenía razón respecto a Dimitri. En. el campo de batalla, Dimitri demostró ser un miserable cobarde sin sangre en las venas, como le dijo a gritos el propio Komkov antes de atarlo a un árbol para impedir su deserción. Alexander tuvo que intervenir para evitar que Komkov acabara con Dimitri de un disparo, y más adelante se arrepintió muchas veces de su intervención.
Con Dimitri o sin Dimitri, los soviéticos consiguieron vencer a los indómitos finlandeses. Alexander contó las bajas al final de la batalla. Los veinte finlandeses que los habían atacado en el bosque estaban muertos; el dato se podría considerar un éxito, si no fuera porque Alexander había tenido que sacrificar a 155 soldados del Ejército Rojo para conseguirlo. Solamente veinticuatro combatientes soviéticos regresaron a Lisii Nos. Veinticuatro y Dimitri. Komkov ya no volvió.
En 1940, otro grupo de finlandeses se adentró en el sur de Carelia y se apoderó de los treinta metros de bosque que habían conquistado los soviéticos, junto con otros veinte kilómetros y la vida de varios miles de soldados soviéticos. Alexander quedó al mando de tres secciones compuestas por hombres con los que nunca había trabajado, con la orden de expulsar a los finlandeses del istmo. Al Ejército Rojo le convenía que Viborg volviese a manos soviéticas… y a Alexander también, porque le permitía atravesar la frontera de Finlandia a no mucha distancia de Helsinki. Atravesarla con Dimitri. Porque pese a todo estaba dispuesto cumplir la promesa hecha a su antiguo amigo. Alexander decidió que había llegado la oportunidad de escapar.
En marzo de 1940, en los últimos días de la llamada «campaña» contra Finlandia, Alexander estuvo a las órdenes del comandante Mijaíl Stepanov, un militar austero y de mirada impenetrable. Con la ayuda de un mortero y de treinta soldados, uno de los cuales era Yuri, el hijo de Stepanov, Alexander intentó conquistar las tierras pantanosas de los alrededores de Viborg. Pero treinta fusiles y tres morteros no podían hacer nada frente al mucho mejor pertrechado ejército finlandés. La sección de Alexander no logró adentrarse entre las filas enemigas, como tampoco lo lograron las otras cinco secciones que avanzaron hacia el interior desde el golfo de Finlandia.
A su regreso a Lisii Nos, sólo le quedaban cuatro soldados. Cuando el comandante Stepanov le preguntó por su hijo, Alexander sólo pudo responder que no sabía qué había sido de Yuri. Lo único que sabía era que su compañero de armas había caído en el combate. Alexander se ofreció a volver a los pantanos en busca del joven. El comandante aceptó, pero le ordenó que fuera acompañado de otro soldado.
Alexander eligió a Dimitri, y antes de marcharse cogió los dos mil dólares. Dimitri y él, llevando solamente los dólares, unos fusiles y unas granadas, se adentraron en los humedales del golfo sin ninguna intención de regresar a la Unión Soviética.