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A pesar de todo, Alexander aún veía arder delante de él una pequeña llamita de esperanza. Dimitri estaba obsesionado con escapar de la Unión Soviética. Por eso, cuando corrió a hablar con el general Mejlis con el brazo medio arrancado y la cara llena de sangre, se limitó a delatar a su amigo Alexander Belov pero no mencionó a Tatiana Metanova. No dijo que Tatiana era la esposa de Alexander porque no quería que ella se marchara de la Unión Soviética; mejor dicho, quería que se marchara con él y no con Alexander.

Para salvar a Tatiana, Alexander Belov tuvo que armarse de valor y alejarse de ella. Más aún: tuvo que allanarle el camino para animarla a marcharse.

Ahora sólo le quedaba una cosa por hacer: curarse, reponer fuerzas y felicitar al médico que sacaría a su esposa de la Unión Soviética. Después regresaría al campo de batalla y volvería a enfrentarse al enemigo. Por el momento, lo único que podía hacer era esperar.

Alexander pidió a la enfermera del turno de noche que le trajera su uniforme de comandante y su gorra de oficial. Se afeitó con el cuchillo de combate y el vaso de agua de la mesilla, se vistió y se sentó a esperar con las manos en el regazo. Cuando fueran a buscarlo los esbirros del NKVD, y sabía que lo harían, quería recibirlos con toda la dignidad posible. Oyó la pesada respiración del soldado que ocupaba la cama contigua, oculta a la vista por una cortina de aislamiento.

¿Cuál era la situación de Alexander aquella noche? ¿Qué le había llevado a adoptar su decisión? Y lo más importante, ¿qué sería de él dos horas después, cuando el NKVD pusiera en cuestión todo lo que había sido hasta entonces? Es decir, cuando el jefe de la policía secreta, el general Mejlis, alzara sus ojillos incrustados en unos párpados grasientos y le ordenara: «Díganos quién es usted, comandante». ¿Cuál sería la respuesta de Alexander?

¿Era el marido de Tatiana?

Sí.

– No llores, cariño.

– No acabes. Por favor, no acabes. Aún no.

– Tania, tengo que marcharme.

Había asegurado al coronel Stepanov que estaría de vuelta el domingo por la noche a la hora del recuento y no podía retrasarse.

– Por favor. Aún no.

– Tania, me darán más permisos de fin de semana… -dice Alexander entre jadeos-. Volveré después de la batalla de Leningrado. Pero ahora…

– Por favor, Shura. Aún no…

– Me estás apretando. Relaja las piernas…

– No, no te muevas. Por favor. Espera…

– Son casi las seis, mi amor. Tengo que marcharme.

– Shura, cariño… Por favor, no te marches.

– No acabes, no te marches… ¿Qué puedo hacer?

– Quédate como estás. Dentro de mí, para siempre. No te retires aún, aún no…

– Shhh… Tania…

Cinco minutos después, Alexander corre hacia la puerta de la habitación.

– Tengo que irme. No, no me acompañes al cuartel, no quiero que andes sola de noche. ¿Tienes la pistola que te di? Quédate aquí. No hace falta que me despidas desde el corredor. Sólo… ven aquí. -Alexander la estrecha contra él, la envuelve con la guerrera y le besa el pelo y los labios-. Sé buena, Tania. No es una despedida.

Ella hace el saludo militar.

– Hasta pronto, capitán de mi corazón -dice Tatiana, a la que ya no quedan lágrimas porque las ha derramado todas entre el viernes y el domingo.

¿Era un soldado del Ejército Rojo?

Sí.

¿Era el hombre que había confiado su vida a Dimitri Chernenko, aquel canalla desalmado que se había hecho pasar por su amigo?

Sí, también era ese hombre.

Sin embargo, en otro tiempo había sido un ciudadano estadounidense, un Barrington. Hablaba como un estadounidense. Se reía como un estadounidense. En verano practicaba deporte al aire libre como cualquier estadounidense, nadaba como cualquier estadounidense y, como cualquier estadounidense, tenía una vida que daba por sentada. Como cualquier estadounidense, tenía amigos que pensaba conservar hasta la muerte y, como cualquier estadounidense, quería a sus padres.

En otro tiempo estaban los bosques de Massachusetts, su tierra natal. Y estaba la bolsa de tela donde guardaba sus pequeños tesoros infantiles: las conchas y los pedazos de cristal que recogía en la playa de Nantucket Sound, el envoltorio de un algodón de azúcar, los trozos de cordel y la foto de su amigo Teddy.

En otro tiempo tenía una madre, y su rostro moreno y de ojos grandes seguía sonriendo en su memoria.

En otro tiempo, cuando la luna era azul y el cielo era negro y las estrellas lo bañaban con su luz, durante un breve instante de la eternidad, Alexander había descubierto algo que no había vuelto a ver durante todo el tiempo que había pasado en la Unión Soviética.

En otro tiempo.

Alexander Barrington se acercaba a su fin. Pero no llegaría al final sin resistirse.

Se puso las tres medallas al valor y la Estrella Roja que le habían concedido por atravesar la peligrosa superficie helada de un lago al volante de un tanque, se encasquetó la gorra de oficial, se sentó en la butaca que había junto a la cama y esperó.

Alexander sabía cómo actuaban los agentes del NKVD cuando querían detener a alguien. Tenían que actuar en silencio, procurando que los viera el menor número de gente posible. Llegaban en medio de la noche o se presentaban en el andén abarrotado donde esperabas el tren que iba a llevarte a un centro de veraneo en Crimea. Aparecían entre los puestos del mercado, o bien obligaban a un vecino a llamarte un momento a su habitación. Te preguntaban si podían sentarse a tu lado cuando estabas tomándote un pelmeni en la taberna. Se colocaban detrás de ti en la cola de la tienda, carraspeaban y te decían que los acompañaras al departamento de entregas especiales. Se sentaban en el banco que ocupabas en el parque. Se mostraban siempre corteses y hablaban en voz baja e iban impecablemente vestidos. Al principio no veías las pistolas ni el coche que aparcaría junto al bordillo para llevarte a la Casa Grande. Una vez, una mujer a la que intentaron detener en plena calle se subió a una farola y comenzó a gritar hasta que los transeúntes abandonaron su indiferencia habitual. Los agentes del NKVD la dejaron en paz por el momento, pero ella, en lugar de esconderse en el campo, se fue a dormir a su casa, de donde se la llevaron aquella misma noche.

A Alexander habían ido a buscarlo una tarde a las puertas del instituto, cuando charlaba con un amigo. Se le acercaron dos hombres y le dijeron que su profesor de historia quería verlo un momento en el despacho. Alexander desconfió de inmediato. Sin alterarse, se aferró al brazo de su amigo y movió la cabeza negativamente. Pero su compañero decidió que su presencia no era deseada y se marchó a toda prisa. Cuando se quedó solo con los dos agentes, Alexander consideró sus posibilidades de escapar, pero al ver el coche negro que aparcaba lentamente junto al bordillo comprendió que eran muy pocas. Al final decidió que no se atreverían a dispararle por la espalda a plena luz del día y echó a correr. Los dos agentes echaron a correr tras él, pero tenían unos cuantos años más que Alexander y no lo alcanzaron. Al cabo de unos minutos los perdió de vista y se escondió en un callejón. Más tarde se fue al mercado de la iglesia de San Nicolás, compró un panecillo y pensó que no podía volver a casa. Como su padre no lo echaría de menos y su madre no se daría ni cuenta, pasó la noche al raso.