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– No se lo pido, se lo ordeno.

– Señor, sin mi categoría dejo de ser oficial, y ejercer de oficial es lo único que sé hacer. Pónganme en un batallón disciplinario, pero no me pidan que lo dirija. Pueden darme algún empleo de suboficial, sargento o cabo, lo que ustedes gusten. Ahora bien, si quieren que sea útil para el ejército, déjenme conservar mis galones -Alexander no pestañeaba cuando añadió-: Sé que usted, como general, puede entenderlo mejor que nadie. ¿Se acuerda de Meretskov? Cuando esperaba su ejecución en las mazmorras de Moscú, las autoridades decidieron conmutarle la pena y lo mandaron dirigir el frente del Voljov. Lo pusieron al mando de un ejército entero, no sólo de una división, y lo ascendieron a general. ¿Cómo si no, siendo un campesino como era, habría podido mandar sobre un ejército? ¿Cuántos hombres habría podido enviar a la muerte si hubiera sido un simple cabo? ¿Quiere expulsar a los alemaes de Siniavino? Puedo ayudarlo, pero necesito mantener mi categoría.

– Me agota usted, comandante Belov -dijo Mejlis, mirándolo con resignación-. Muy bien. Dentro de una hora saldrá hacia Siniavino. El guardián lo acompañará a su celda para que recoja sus pertenencias. Voy a degradarlo, pero le permitiré seguir siendo capitán, nada más. ¿Dónde están sus medallas?

Alexander, aliviado, quiso sonreír pero no pudo.

– Me las quitaron antes de interrogarme. No sé dónde está mí insignia de Héroe de la Unión Soviética.

– Lástima -se lamentó Mejlis.

– Sí, es una lástima. También necesitaré calzoncillos nuevos y más armas, un cuchillo y una tienda de campaña. Necesito un nuevo equipo, señor. El que tenía ha desaparecido.

– Debería controlar mejor sus pertenencias, comandante Belov

– Lo tendré en cuenta -dijo Alexander, haciendo el saludo militar-. Y soy el capitán Belov, señor.

Capítulo 15

Aparición de Ouspenski, 1943

En la retaguardia, Alexander recuperó su equipo, se vistió y subió al camión que lo llevó al lugar donde se alojaba un batallón disciplinario compuesto por cientos de soldados exhaustos, todos ellos presos comunes o políticos que se habían salvado de la ejecución. Los encontró sentados en el suelo embarrado, descansando, fumando y jugando a las cartas. Tres de ellos estaban enfrascados en una discusión cuando apareció Alexander. Uno de ellos era Nikolai Ouspenski.

– ¡Oh, no! ¡Es usted! -exclamó Ouspenski al verlo.

– ¿Qué demonios está haciendo aquí, soldado? -preguntó Alexander mientras le estrechaba la mano-. Sólo tiene un pulmón.

– ¿Y qué está haciendo usted? Creía que lo habían ejecutado -respondió jovialmente Ouspenski-. Después del interrogatorio al que me sometieron, no creí que fueran a dejarlo vivo.

– ¿Cuál es su categoría en este batallón? ¿Es usted cabo? -preguntó Alexander, ofreciéndole un cigarrillo.

– No -respondió Ouspenski con indignación. Luego, en voz más tranquila, añadió-: Me rebajaron de teniente a subteniente.

– Muy bien. Pues va a estar a mi mando. Elija a veinte hombres y llévelos a poner nuevas vías. Y no proteste por el cambio de categoría: si le oyen, pierde autoridad.

– Gracias por el consejo.

– Elija a sus hombres. ¿Quién era su mando antes de mi llegada?

– No hablará en serio… Nadie. En las dos últimas semanas han muerto tres capitanes. Después empezaron a enviar comandantes, y murieron dos. Esos idiotas no comprenden que si los alemanes pueden bombardear la línea desde sus posiciones, también pueden ver a los soldados que intentan repararla. Esta mañana hemos perdido a cinco hombres sin llegar a trazar ni un solo milímetro de vía.

– Veremos qué se puede hacer durante la noche.

De noche no les fue mucho mejor. Ouspenski partió con veinte hombres y volvieron trece, contándolo a él. Tres estaban gravemente heridos, dos habían recibido daños menores y uno se había queda do ciego.

El ciego se fugó por la noche, llegó hasta la orilla del Ladoga y murió allí mismo, acribillado por el NKGB.

La base militar instalada entre Siniavino y el Ladoga ocupaba una estrecha franja de tierra donde había varias tiendas de campaña y unos cuantos barracones de madera para los coroneles y los generales de brigada. En la base se alojaban dos batallones, compuestos por seis compañías, dieciocho secciones y 54 pelotones: 43 hombres en total. Dada la escasez de oficiales, Alexander tenía a su cargo un batallón entero: 216 hombres a los que enviar a la muerte.

Stepanov no era uno de ellos. Alexander no había vuelto a verlo después del consejo de guerra. Seguramente había regresado a la guarnición de Leningrado, que había sido su casa durante varios años. Al menos, Alexander así lo esperaba.

Aparición de Dasha Metanova, 1941

Alexander estaba acodado en la barra del local de Sadko, como de costumbre. En realidad hubiera preferido ir al club de oficiales, porque no le gustaba compartir los momentos de ocio con los soldados rasos. En aquellos momentos, la brecha que los separaba era demasiado grande.

Era un sábado de junio y Alexander charlaba con Dimitri cuando se les acercaron dos chicas. Alexander les dirigió una ojeada fugaz. La segunda vez que las miró, vio que una de ellas lo escrutaba con franco interés. Alexander le sonrió cortésmente. Dimitri se volvió, las miró de arriba abajo, alzó los ojos hacia su compañero y cambió de lugar en la barra para ponerse de cara a ellas.

– ¿Queréis una cerveza, chicas? -les preguntó.

– Claro -dijo la morena, que era la más alta.

Era la que había mirado a Alexander con interés.

Dimitri comenzó a charlar con la más bajita y menos atractiva. Como en el local había mucho ruido, Alexander preguntó a la morena si quería dar un paseo.

– Claro -respondió ella, sonriendo.

Salieron a la noche cálida y clara. Era poco después de medianoche y aún había luz. La chica se puso a canturrear una canción y luego tomó la mano de Alexander y se rió.

– ¿Me dirás cómo te llamas o voy a tener que adivinarlo? -preguntó.

– Alexander -respondió él, sin preguntarle a ella el suyo porque le costaba acordarse de los nombres.

– ¿No me vas a preguntar cómo me llamo?

– ¿Seguro que quieres que lo sepa? -dijo Alexander, sonriente.

– ¿Que si quiero que lo sepas? -Ella lo miró con sorpresa-. ¿Tan groseros os habéis vuelto los soldados, que ya no preguntáis a las chicas cómo se llaman?

– No sé si los demás soldados son groseros o no -dijo Alexander, dándole una palmadita en el brazo-, sólo sé que yo tiendo a olvidarme de los nombres.

– Bueno, a lo mejor después de esta noche ya no te olvidas del mío.

La joven sonrió sugestivamente.

Alexander meneó la cabeza con poca convicción. Quería decirle que necesitaría hacer algo extraordinario para que él no se olvidara de su nombre, pero sólo dijo:

– De acuerdo. ¿Cómo te llamas?

– Daria -dijo la chica-. Pero todo el mundo me llama Dasha.

– Muy bien, Daria-Dasha. ¿Tienes algún sitio adonde ir? ¿Hay alguien en tu casa?

– ¿Que si hay alguien? Pero ¿tú dónde vives? No estoy sola ni un segundo. Todos están en mi casa: mi madre, mi padre, mi babushka, mi dedushka, mi hermano… Y mi hermanita, que comparte la cama conmigo. -Alzó las cejas y se rió-. Creo que incluso un oficial tendría problemas con dos hermanas a la vez.

– Depende -contestó Alexander, y la rodeó con el brazo-. ¿Qué aspecto tiene tu hermana?

– Parece una niña de doce años -contestó Dasha-. Y tú, ¿tienes algún sitio adonde llevarme?

Alexander la llevó al cuartel. Esa noche le tocaba a él.

Dasha le preguntó si quería que se desnudara.

– No quiero que nos sorprendan -dijo.

– Pues ya ves, esto es un cuartel, no el Hotel Europeo -repuso Alexander-. Si quieres desnúdate, Dasha. Tú misma.