– Por espionaje.
– ¡Anda ya!
– Es verdad.
– ¿Para quién espiaba?
– Creo que para los japoneses… en fin, no importa. Como les digo, fue a interrogarlo un agente. Nuestro superior iba desarmado, pero ¿saben qué pasó?
– ¿Lo mató?
– ¡Exacto! ¡Se lo cargó!
– ¿Cómo?
– Nadie lo sabe.
– ¿Le dio un puñetazo?
– No tenía marcas.
– ¿Lo estranguló?
– No tenía marcas, se lo acabo de decir.
– ¿Cómo, pues? ¿Con veneno?
– ¡Con nada! -respondió Ouspenski muy exaltado-. ¡Ahí está la cuestión! Nadie lo sabe. Pero no olviden que es capaz de matar a un hombre en una celda minúscula sólo con la fuerza de la voluntad. Manténganse alejados de él, si no quieren que a unos alfeñiques como ustedes se los coma con patatas.
– ¡Teniente! -exclamó Alexander, irrumpiendo en la tienda.
Ouspenski, Verenkov y Telikov se levantaron de un salto.
– Sí, señor…
– Teniente, no me asuste a los sargentos. Y no me gusta que vaya difundiendo mentiras. Para su información: no soy espía de los japoneses. ¿Queda claro?
– Sí, señor -dijeron tras una pausa tres voces temblorosas.
– Y ahora vuelvan a sus ocupaciones. ¡Todos!
– Sí, señor.
Sus subordinados salieron apresuradamente de la tienda, desviando la mirada. Alexander apenas podía disimular la sonrisa que pugnaba por asomarle a los labios.
Al cabo de unas semanas, era obvio que se repetía siempre la misma situación: Alexander enviaba a la línea férrea a dos o tres pelotones, a una o dos secciones, a cincuenta hombres, y no volvían. Y no había suficientes vendas, antibióticos, sangre ni morfina para los pocos que sí lo hacían. Los alemanes se habían apostado entre los árboles de los altos de Siniavino y desde su posición gozaban de una excelente perspectiva sobre el tramo averiado de la línea férrea. Sin embargo, había que hacer llegar provisiones a Leningrado fuera como fuera, de modo que Alexander tenía que seguir enviando soldados a las vías. Aunque el tramo averiado no llegaba a cinco kilómetros, sus hombres no conseguían reparar ni cien metros sin que les cayera una lluvia de proyectiles desde las colinas. Era junio y no hacía demasiado frío. Todas las tardes, Alexander mandaba retirar los cadáveres. Los llevaban al campo que se extendía detrás de los álamos y los echaban en una fosa común sin molestarse en cubrirlos de tierra. Habían aprovechado los cráteres abiertos por las minas unas semanas antes y los cuerpos amontonados no llegaban aún al borde. Todo el campo olía a tierra removida, a barro y a muerte. A guerra.
Llegó el 22 de junio de 1943, el día en que se cumplían dos años del comienzo de la guerra. Dos años del comienzo de todo.
Orbeli y su arte, 1941
A Alexander lo despertaron a las cuatro de la madrugada, cuando llevaba apenas una hora durmiendo. Su único consuelo fue comprobar que todos sus compañeros habían recibido la orden de salir al patio.
Era el domingo 22 de junio, solsticio de verano, el día más largo del año 1941. El patio estaba bañado en la luz rosada del amanecer. El coronel Mijaíl Stepanov se dirigió a sus tropas:
– Hace una hora, Hitler ha destruido la flota soviética destacada en el mar Negro. Ha acabado con nuestros aviones, nuestros barcos y nuestros hombres y sus soldados han entrado en territorio soviético. Además, han atravesado la frontera por el norte de Ucrania, desde Prusia. El ministro de Defensa, Molotov, hará una proclama oficial este mediodía.
Un clamor recorrió las filas de soldados medio dormidos. Alexander se mantuvo en silencio. La noticia no le había sorprendido porque los oficiales del Ejército Rojo venían hablando de la guerra desde hacía algún tiempo y el invierno anterior habían empezado a circular rumores sobre las fortificaciones que Hitler estaba instalando en la frontera. Lo primero que pensó fue: «¡La guerra! Otra oportunidad para escapar…».
Alexander aguantó a base de café y cigarrillos las cuatro horas de reunión sobre los nuevos planes defensivos. Después lo mandaron a hacer la ronda por la ciudad hasta las seis de la tarde, momento en que debía volver al cuartel para el turno de guardia. A las once de la mañana se alegró de poder salir a la calle.
Cruzó animadamente la plaza del Heno y bajó por la avenida Nevski, donde tuvo que interceder en una pelea entre una mujer y un hombre bastante más corpulento que ella, al que la mujer estaba arreando bolsazos e insultando a gritos. Alexander tardó unos minutos en comprender que estaba tan enfadada porque el otro había intentado colarse.
– ¿El camarada no sabe que ha estallado la guerra? ¿Qué cree que estamos haciendo aquí? Ya pueden mandarme el Ejército Rojo al completo, que no pienso dejarlo pasar.
– Ya la ha oído -dijo Alexander, enarcando las cejas-. No piensa dejarlo pasar.
Frente a la tienda de comestibles Elisei había ocho mujeres enfrascadas en una trifulca. A una se le había caído una salchicha, otra se había apresurado a quedársela y, mientras las dos primeras discutían una tercera había aprovechado para birlarle un paquete de harina a otra clienta. Alexander no se sentía con ánimos para ejercer de rey Salomón con ocho mujeres airadas y no se quedó mucho tiempo tratando de apaciguarlas, pero nada más irse tuvo que apaciguar otra pelea entre los pasajeros que esperaban un autobús.
Al final optó por alejarse de la Nevski, que le parecía peor que la guerra; al menos, en la guerra uno podía disparar contra el enemigo. Se encaminó hacia San Isaac, donde reinaba un ambiente mucho más tranquilo, y se paró a fumar delante de la estatua del Jinete de Bronce. Hacía semanas que no había ido a la biblioteca a comprobar si el libro seguía allí. Pensó que ahora que había empezado la guerra sería más prudente recuperarlo, porque las bibliotecas y los museos tratarían de poner a buen recaudo sus fondos más valiosos. Parado frente a la estatua, Alexander rememoró su poema preferido: «Y por la luna pálida alumbrado, con el brazo tendido hacia la altura, el jinete de bronce lo persigue montado en su caballo retumbante». Sonrió al ver que aún recordaba unos versos que llevaba años sin leer, encendió otro cigarrillo y echó a andar por la orilla del río, dejando atrás los jardines del Almirantazgo y el puente del Palacio. Al llegar a la altura del Hermitage vio a un caballero alto y bien vestido que contemplaba el río desde el parapeto. Con el rostro serio, el hombre saco un cigarrillo y le hizo un gesto. Alexander contestó con otro gesto y redujo el paso.
– ¿Tiene fuego? -le preguntó el hombre.
Alexander se paró y sacó el mechero.
– Gracias, me he dejado las cerillas en el museo -explicó rápidamente el hombre.
– No hay de qué -respondió Alexander.
El hombre le tendió la mano.
– Me llamo Josif Abgarovich Orbeli -se presentó, sacudiéndose una mota de ceniza de la barba canosa y descuidada.
– Soy el teniente Alexander Belov -respondió Alexander, estrechándole la mano.
– Ajá -dijo Orbeli, y se volvió otra vez hacia el río-. Dígame teniente: ¿es verdad que ha estallado la guerra?
– Es verdad, ciudadano. ¿Dónde lo ha oído?
Orbeli, sin mirarlo, señaló el Hermitage.
– En el trabajo. Soy el conservador del museo. Dígame, ¿usted qué opina? ¿Cree que los alemanes llegarán hasta Leningrado?
– ¿Por qué no? -respondió Alexander-. Han entrado en Checoslovaquia, Austria, Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega y Polonia. Toda Europa está en manos de Hitler. ¿Qué más le falta por conquistar? No puede ir a Inglaterra porque le asusta el agua; por eso ha venido hacia aquí. Ése era su plan desde el principio. Y sí, llegará hasta Leningrado.
«Con la ayuda de los finlandeses», quiso añadir, pero no lo dijo para no preocupar aún más al conservador.
– Bozhe moil Koshmar! -exclamó Orbeli-. ¿Qué va a pasar? ¿Qué será de mi Hermitage? Lo bombardearán tal como han hecho con Londres. No quedará ninguna iglesia y ningún monumento en nuestra ciudad… Destruirán todo nuestro arte -dijo con voz desfalleciente.