La pérdida de Pasha, 1941
Pasha, el hermano mellizo de Tatiana, había desaparecido. Al principio sólo se había marchado una temporada a un campamento juvenil, pero los aviones de la Luftwaffe bombardearon el campamento, el Ejército Rojo mandó a los muchachos a enfrentarse contra los panzer y Pasha se esfumó. Tatiana, que no estaba dispuesta a aceptarlo, se fue a buscarlo a Luga, con los nazis al otro lado del río. Cometió aquella locura para recuperar a su hermano, que también la quería con locura.
Otro instante fugaz en que Tatiana casi había sido de Alexander. Se acostaron juntos en la tienda de campaña y los dos sabían que aquél era el único lugar en el que querían estar. A pesar de la presencia de los soldados de Hitler a unos cientos de metros, a pesar de las costillas rotas de Tatiana, de su pierna rota y de su corazón destrozado, a pesar de la pérdida de Pasha.
Alexander la oyó sollozar.
– Tenemos que encontrarlo, Shura -exclamó Tatiana.
– Tania…
– Tenemos que encontrarlo. No puedo volver a casa sin encontrarlo. No puedo fracasar. No conoces a mi familia. No me conoces.
– Sí que te conozco, Tania. Tendrás… tendréis que aprender a vivir con lo que os queda.
– No digas eso. No puedo vivir sin Pasha.
– Lo siento, Tania -contestó Alexander, que apenas podía articular las palabras.
– No puedo, sencillamente. Es mi hermano, ¿no lo entiendes? ¿Y si está esperándome en algún sitio y yo no voy en su busca? ¿Quien lo rescatará del enemigo si no es su familia? ¿Y si se está preguntando por qué tardo tanto en ir a salvarlo, Alexander?
– ¿Y por qué iba a estar esperándote?
– Porque sabe lo que soy para él y sabe que no puedo abandonarlo.
Alexander no dijo nada. Pasha era afortunado de contar con una persona como Tatiana.
– No hay ni rastro de él, Tania. Os separan dos millones de soldados alemanes. No puedes caminar, no puedes doblar la cintura. Estás herida y él está desaparecido. Déjalo en paz con Dios.
A la mañana siguiente, cuando estaban solos en el bosque y empezaron a caer bombas y él se tumbó encima de ella para protegerla con su cuerpo, no pudo contenerse más y la besó. Podrían haber muerto allí mismo, entre los árboles. Alexander casi deseó morir cuando pensó fugazmente en lo que les esperaba: la desesperación, las decepciones, Dasha, Dimitri, Hitler, Stalin, guerra por todas partes. Deseó ser eternamente joven, vivir para siempre en aquel mismo instante, bajo los árboles en llamas.
Pero Alexander sobrevivió y llevó a Tatiana de vuelta con sus afligidos familiares.
Pasha no apareció. Unas semanas después les dijeron que había muerto en el incendio de un tren. El padre no se recuperó de la impresión y se dio a la bebida, hasta que tampoco quedó nada de él. Pasha era su único hijo varón. Alexander, que también era el único hijo de sus padres, se alegró de haber podido confortar a Harold en la cárcel. ¿Cómo era tener un padre, una madre que por la noche se acercaba a la cabecera de tu cama a darte un lloroso beso de buenas noches?
Era incapaz de recordarlo.
Empezó a ver a Tatiana como una posibilidad desperdiciada, un momento que había pasado hacía tiempo. No podía negar sus sentimientos, pero decidió que a ella le correspondía otra vida, otro tiempo, otro hombre.
Sin embargo, Tatiana quería más.
El problema era que Alexander no podía darle nada más. No tenía nada.
Capítulo 17
Navidad en Nueva York, 1943
Vikki invitó a Tatiana y al niño a pasar la Nochebuena en casa de sus abuelos.
Cuando llegaron, Tatiana vio que también estaba Edward.
– ¿Por qué lo has invitado? -susurró a Vikki en la cocina.
– Él también celebra la Navidad, Tania.
Un rato después, Tatiana estaba sentada al lado de Edward en el sofá, tomando sorbitos de un brebaje que recibía el nombre de ponche y sosteniendo en el regazo a su bebé de seis meses, que también quería probar el ponche. Edward le contó que cuatro días antes lo habían echado de casa. Al parecer su mujer estaba harta de que trabajara tanto y pasara tan poco tiempo con ella.
– A ver si lo entiendo -dijo Tatiana-. ¿Te ha echado porque no pasabas suficiente tiempo con ella?
– Exacto.
– ¿Y eso no significa que aún pasarás menos tiempo con ella? -insistió Tatiana.
Edward se echó a reír.
– Me parece que mi mujer no me apreciaba mucho, Tania -concluyó.
– Es triste que una esposa sienta eso por su marido -comentó Tatiana.
Vikki se les acercó con una bandeja de galletitas con miel. Su expresión orgullosa hizo que Tatiana la definiera silenciosamente como «problemática».
Habían puesto un disco de música navideña, la casa olía a jengibre, a tarta de manzana y al ajo de la salsa para los espaguetis, incluso los colores rojizos del apartamento resultaban muy adecuados para la celebración y Vikki llevaba un vestido de terciopelo marrón que combinaba muy bien con el castaño aterciopelado de su pelo y de sus ojos. Isabella y Travis les dieron de comer como si el país no estuviera en guerra. La conversación fluía ligera como el vino.
Después de la cena, Tatiana se retiró un momento para dar de mamar a su hijo. El rumor de las conversaciones navideñas inundaba el resto del piso, pero el dormitorio donde ella acunaba a su hijo con los ojos cerrados estaba oscuro, caldeado y silencioso.
Aquella Nochebuena, la joven Tatiana no encontró consuelo en las oraciones de la misa del Gallo, ni en la cena familiar, ni en la compañía de Vikki, ni en su habitación de la isla de Ellis. Mientras daba de mamar a su hijo, una única palabra le golpeaba el alma a cada segundo y retumbaba en las lágrimas que le resbalaban por las mejillas, en la leche que fluía de sus pechos y en los latidos de su corazón: Alexander.
En Navidad, Ellis era un lugar triste. A Tatiana, sin embargo, la reconfortaba sentirse necesitada por alguien que no era su hijo. Daba de comer a los heridos cubiertos por las sábanas blancas y les decía que pensaran en sus hermanos de armas, que no tenían una cama donde descansar ni a nadie que los consolara.
– Eso es porque no está usted cuidándolos -comentó con un acento muy marcado un piloto que se llamaba Paul Schmidt.
Era un militar alemán que había combatido en North Channel, bombardeando los buques que transportaban alimentos y armas hacia el mar del Norte. Los norteamericanos lo habían rescatado cuando su avión había caído al agua. En el barco que lo llevaba a Estados Unidos le habían amputado las piernas, y ahora que estaba a punto de terminar la convalecencia iban a repatriarlo. Paul explicó que no quería regresar a su país.
– Si no estuviera tullido, me obligarían a trabajar como han hecho con los demás prisioneros alemanes, ¿no?
– Puede que lo envíen a trabajar a algún lado -observó Tatiana-. Podría ordeñar vacas en una granja, por ejemplo.
– Lo que me gustaría -explicó el piloto con una sonrisa- es que una americanita guapa se casara conmigo para no tener que volver.
– Pídaselo a otra enfermera -dijo Tatiana, con otra sonrisa-. Yo no soy norteamericana.
– No me importa -contestó el piloto, sin que el interés de su mirada se desvaneciera.
– ¿Y cree que la esposa que lo espera en su país estaría contenta si usted se volviera a casar?
– No hay por qué decírselo -contestó el soldado, risueño.
Tatiana le contó algunas cosas de su pasado. Le resultaba más fácil charlar con los soldados italianos y alemanes que con Vikki y con Edward, a los que no se atrevía a describir su vida anterior a Estados Unidos, entre las nieves de Leningrado y las lluvias de Lazarevo. En cambio, aquellos soldados moribundos y desarraigados la entendían muy bien, se identificaban con ella.