La madre de Alexander siguió los pasos del padre. Todo le parecía bien, excepto el mal estado de las instalaciones y los edificios. A pesar de las bromas de Alexander («Papá, ¿te parece bien que mamá friegue el baño para que no huela a proletariado? Mamá, deja de limpiar, que papá protesta…»), Jane estaba una hora fregando con estropajo la bañera comunitaria antes de meterse dentro. Todos los días, al volver del trabajo y antes de hacer la cena, salía a limpiar el baño. Alexander y su padre tenían que esperar a que volviera para poder comer algo.
– Alexander, lávate las manos al salir del baño…
– Ya no soy un niño, mamá… -protestaba Alexander-. Ya sé que tengo que lavarme las manos. -Luego husmeaba el aire y añadía-: ¡Ah, el eau de comunismo! ¡Qué perfume tan denso y embriagador…!
– ¡No hagas bromas con eso! Y acuérdate de lavarte las manos siempre, en el colegio también…
– Sí, mamá.
– Ya sabes -concluía su madre, encogiéndose de hombros-: aquí huele mal, pero al final del pasillo es peor. ¿Has visto cómo apesta la habitación de Marta?
– Claro. Allí se ha impuesto más el nuevo orden soviético.
– ¿Sabes por qué huele tan mal? Vive con sus dos hijos en una sola habitación. ¡Señor, qué mugre y qué peste tan insoportables!
– No sabía que Marta tuviera dos hijos.
– Pues sí. El mes pasado vinieron a verla desde Leningrado y se van a quedar aquí.
Alexander sonrió.
– ¿Y dices que el mal olor es por ellos?
– No es por ellos -respondió Jane con un mohín de repugnancia-. Es por las putas que trajeron de la estación de tren. Y la otra noche tenían a otra lagartona. Son ellas las que lo han dejado todo apestoso.
– Eres demasiado crítica, mamá. No todo el mundo ha tenido ocasión de comprarse perfume francés al pasar por París. Si quieres que se refinen las putas, dales un poco del tuyo -propuso Alexander, riendo.
– No digas palabrotas, se lo diré a tu padre…
– A lo mejor no diría palabrotas si tú no hablaras de estas cosas con un niño de once años -dijo el padre, que estaba en la misma habitación.
Jane sonrió irónicamente y decidió cambiar de tema:
– Feliz Nochebuena, Alexander, cariño. A papá no le gusta que recordemos estos rituales absurdos…
– No es que no me guste… -la interrumpió Harold-. Sólo quiero situarlos en la perspectiva adecuada.
– Y yo estoy totalmente de acuerdo contigo -continuó Jane-, pero de vez en cuando es agradable recordarlos, ¿no? -Sobre todo hoy -reconoció Alexander.
– Muy bien. Pues haremos una cena especial. Y tú tendrás un regalo de Año Nuevo, como todos los niños soviéticos. -Jane hizo una pausa y luego añadió-: Es un regalo que te hacemos nosotros, no Papá Noel. -Hizo otra pausa-. Tú ya no crees en Papá Noel, ¿verdad, hijo?
– No, mamá -contestó dubitativamente Alexander, sin mirar a su madre.
– ¿Desde cuándo?
– Desde ahora mismo -contestó el niño, y se levantó y comenzó a quitar la mesa.
Jane Barrington consiguió trabajo en la sección de préstamo de una biblioteca universitaria pero al cabo de unos meses la trasladaron a la sección de referencia y luego a la de cartografía y al final la pusieron de camarera en el comedor de la facultad. Todas las noches, después de limpiar los baños, preparaba platos rusos para la familia y de vez en cuando se quejaba de la falta de mozzarella, aceite de oliva o albahaca fresca para cocinar unos espaguetis. Alexander y Harold no protestaban y engullían sin rechistar la col, las patatas, las salchichas, los champiñones y el pan negro con cristales de sal. Harold insistió en que su mujer aprendiera a cocinar un borscbt de ternera como el que preparaban tradicionalmente las madres rusas.
Una noche, a Alexander lo despertaron los gritos de su madre. Se levantó de mala gana, salió al pasillo y vio a Jane vestida con su camisón blanco y lanzando improperios a uno de los hijos de Marta, que se alejaba por el pasillo sin mirarla. Jane tenía una cacerola en la mano.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Alexander.
Harold no se había levantado.
– He salido al baño y me han entrado ganas de beber agua. Pensaba que a estas horas no habría nadie en la cocina, pero me he encontrado a ese guarro metiendo las zarpas en mi borscht. ¡Estaba sacando los pedazos de carne! ¡Comiéndose mi borscht directamente de la cacerola, el muy cerdo! -chilló en dirección al vestíbulo-. ¡No hay respeto por la propiedad privada!
Su madre soltó unos cuantos insultos más y arrojó furiosamente por el fregadero lo que quedaba del guiso.
– Y pensar que nos lo habríamos comido sin saber que ese bruto había metido sus manazas… -suspiró.
– Buenas noches, madre -se despidió Alexander antes de volver a la cama.
Jane siguió hablando de lo sucedido a la mañana siguiente, y también cuando su hijo volvió del colegio por la tarde, y durante la cena, que no consistió en un delicioso borscht sino en un plato de verdura hervida que a Alexander no le gustaba nada. Prefería la carne porque le daba fuerza. Su cuerpo crecía de una forma desconcertante, pero se había dado cuenta de que necesitaba alimentarlo con pollo, ternera, cerdo… y pescado cuando había. No le gustaba cenar solamente verdura.
– Cálmate, Jane -dijo Harold-. Este asunto te ha afectado demasiado.
– ¿Y cómo no me va afectar? ¿Crees que el muy guarro se había lavado las manos después de sobar a esa puta que trajo de la estación y que es aún más guarra que él?
– Ya tiraste el guiso. ¿Por qué sigues tan rabiosa? -dijo Harold.
Alexander, esforzándose para no echarse a reír, miró a Harold. Como vio que su padre no decía nada más, carraspeó y decidió intervenir:
– Bueno, mamá, tengo que decirte que tu actitud no me parece demasiado socialista. El hijo de Marta tiene todo el derecho a compartir tu borscht contigo, igual que tú tienes derecho a compartir a su puta con él. Ya sé, ya sé que no quieres nada de esa mujer. Pero si quisieras, y si ella fuera propiedad de ese hombre (cosa que no es así, por supuesto, porque las personas no pertenecen a nadie), tendrías derecho a compartirla con él. Igual que tienes derecho a compartir su mantequilla. ¿Quieres la mantequilla del hijo de Marta? Voy a traerte un poco.
Harold y Jane miraron severamente a Alexander.
– ¿Te has vuelto loco, Alexander? ¿Por qué voy a querer yo algo que pertenezca a ese hombre?
– Por eso lo digo, mamá. No hay nada que le pertenezca. Todo es tuyo también. Y por eso mismo, tampoco hay nada que te pertenezca a ti, puesto que también es suyo. Él tiene todo el derecho a hurgar en tu cacerola de borscht. Eso es lo que me habéis enseñado vosotros, y es lo que me enseñan en el colegio, aquí en Moscú. Así es mejor para todos. Y nos trasladamos aquí para prosperar en la prosperidad común, para que todo el mundo pueda beneficiarse de los logros de todo el mundo. Personalmente, no entiendo que prepararas tan poca cantidad de borscht. ¿No sabes que Nastia, la del fondo del pasillo, lleva un año sin añadir carne al guiso?
Alexander miró a sus padres con los ojos resplandecientes.
– Por amor de Dios, ¿qué te pasa, hijo? -preguntó Jane.
Alexander terminó de comerse la col con cebolla.
– ¿Cuándo es la próxima reunión del Partido? -preguntó a su padre al final de la cena-. Estoy impaciente por ir.
– ¿Sabes qué, hijo? Creo que para ti no habrá más reuniones del Partido -anunció Jane.
– Al contrario -protestó Harold, y acarició el pelo de su hijo-. Creo que necesita unas cuantas más.
Alexander sonrió.
Habían llegado a Moscú el invierno anterior, y tres meses después de su llegada se daban cuenta de que para conseguir cualquier cosa que necesitaran -desde un saquito de harina de trigo o de centeno hasta unas bombillas- tenían que comprársela a los vendedores clandestinos que merodeaban por los alrededores de las estaciones para colocar la fruta o el jamón que escondían bajo los abrigos de pieles. No había muchos y los precios eran exorbitantes. Harold estaba en contra de la venta clandestina y se conformaba con el escaso pan negro del racionamiento, el borscht sin carne y las patatas sin mantequilla pero con abundante aceite de linaza… que hasta entonces habían pensado que servía solamente para desleír pintura, fabricar linóleo o barnizar madera.