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La nave no era pequeña. Aun así no era sino un diminuto rastro de metal en esa vasta red de fuerzas que la rodeaba. Ella misma ya no la generaba. Había iniciado el proceso cuando había conseguido la velocidad mínima de ramjet; pero se hizo demasiado grande, demasiado rápida hasta que sólo podía ser creada y mantenida por sí misma. Los reactores termonucleares primarios (se usaría un sistema distinto para desacelerar), los tubos Venturi, todo el sistema que la impulsaba no estaba contenido a bordo. La mayoría ni siquiera era material, sino la resultante de vectores a escala cósmica. Los sistemas de control de la nave, controlados por ordenador, no eran análogos a pilotos automáticos. Eran como catalizadores que, usados juiciosamente, podían afectar el curso de aquellas monstruosas reacciones, podían incrementarlas, reducirlas o apagarlas… pero no con rapidez.

Como en las estrellas, el hidrógeno se fusionaba a popa del módulo Bussard que enfocaba el electromagnetismo que lo contenía. Un titánico efecto de láser de gas dirigía los fotones mismos en un rayo cuya reacción empujaba la nave hacia adelante, y que hubiese podido vaporizar cualquier cuerpo sólido que tocase. El proceso no era eficiente al cien por cien. Pero la mayor parte de la energía perdida se empleaba en ionizar el hidrógeno que escapaba a la combustión nuclear. Esos protones y electrones, junto con los productos de la fusión, también eran impulsados hacia atrás por los campos de fuerza, un vendaval de plasma que aportaba su propio incremento de impulso.

El proceso no era estable. Más bien, compartía la inestabilidad del metabolismo vivo y bailaba siempre al borde del desastre. Se producían variaciones impredecibles en el contenido de materia del espacio.

La extensión, intensidad y configuración de los campos de fuerza debía por tanto ajustarse continuamente: un problema con un número indeterminado de millones de factores que sólo un ordenador podía resolver con la suficiente rapidez. Los datos de entrada y las señales de salida viajaban a la velocidad de la luz: una velocidad finita que requería tres segundos y un tercio para recorrer un millón de kilómetros. La respuesta podría ser fatalmente lenta. Ese peligro se incrementaría a medida que la Leonora Christine se acercase tanto a la velocidad final que el tiempo cambiase de forma mesurable.

Aun así, semana tras semana, mes tras mes, la nave se movía hacia delante.

Los múltiples ciclos de materia que convertían de nuevo los desechos biológicos en aire respirable, agua potable, comida y fibras utilizables, llegaban tan lejos como para mantener un equilibrio del alcohol etílico a bordo. El vino y la cerveza se producían con moderación, principalmente para la mesa. Las raciones de licores fuertes eran escasas. Pero ciertas personas habían incluido botellas en sus equipajes personales. Más aún, podían negociar las partes de los amigos abstemios y guardar las suyas hasta que fuesen suficientes para una ocasión especial.

Ninguna regla oficial, pero sí la costumbre, decía que fuera de los camarotes sólo se podía beber en el comedor. Para estimular la vida social, esa habitación tenía varias mesas pequeñas en lugar de una sola mesa larga. Por tanto, entre comidas, servía de club. Algunos hombres construyeron un bar al fondo para servir hielo y productos para mezclar. Otros fabricaron cortinas para los mamparos, para que los murales decorosos pudiesen ocultarse durante las horas de bebida tras escenas un poco más verdes. Continuamente había música de fondo, cosas alegres, desde gallardas del siglo XVI hasta lo último de los asteroides llegado desde la Tierra.

En una fecha particular, alrededor de las 20.00, el club estaba vacío. Había un baile programado en el gimnasio. El personal libre que quería asistir —la mayoría— se estaba vistiendo. Las prendas, todas de gala, se estaban volviendo terriblemente importantes. El mecánico Johann Freiwald resplandecía dentro de una túnica dorada que una dama había cosido para él. Ella todavía no estaba lista, ni tampoco la orquesta, por lo que dejó que Elof Nilsson lo llevase al bar.

—¿No podemos hablar mañana de negocios? —preguntó. Era un joven grande y amigable, de rasgos rectos, con una calva que resplandecía rosa por entre un pelo rubio muy corto.

—Quiero hablarlo contigo ahora que lo tengo fresco en la cabeza —dijo la voz chillona de Nilsson—. Me vino de golpe mientras me cambiaba. —Su aspecto lo confirmaba—. Antes de pensarlo más quiero saber si es práctico.

Jawohl, si tú pones las bebidas y no nos lleva mucho tiempo.

El astrónomo encontró su botella personal en el estante, cogió un par de vasos y se dirigió a la mesa.

—Yo tomaré agua… —comenzó a decir Freiwald. El otro hombre no lo oyó—. Ése es Nilsson —le dijo Freiwald al aire. Llenó una jarra de agua y se la llevó.

Nilsson se sentó, sacó una libreta de notas y comenzó a dibujar. Era bajo, gordo, cano y feo. Se sabía que un padre intelectualmente ambicioso, en una antigua ciudad universitaria de Upsala, le había obligado a convertirse en un prodigio a costa de todo lo demás. Se suponía que su matrimonio había sido el resultado de la desesperación mutua y se había convertido en una catástrofe prolongada, porque a pesar de tener un hijo la pareja se deshizo en el momento en que tuvo la oportunidad de ir en aquella nave. Aun así, cuando hablaba, no sobre las humanidades que no entendía y que por tanto despreciaba, sino sobre sus propios temas… entonces olvidaba su arrogancia y pomposidad, recordaba sus observaciones que habían probado finalmente el modelo del universo oscilante, y se le veía coronado de estrellas.

—…oportunidad única para conseguir datos valiosos. Piensa en la base que tenemos: diez parsecs. Además de la capacidad de examinar espectros de rayos gamma con menos incertidumbre, con mayor precisión, cuando se desplazan al rojo hacia fotones menos energéticos. Y más y más. Aun así, no estoy satisfecho.

»No creo que sea realmente necesario mirar una imagen electrónica del cielo, estrecha, borrosa y degradada por el ruido, por no mencionar los malditos cambios ópticos. Deberíamos montar espejos en el exterior del casco. Las imágenes podrían dirigirse por conductores de luz a los oculares, fotomultiplicadores y cámaras a bordo.

»No, no lo digas. Sé que los intentos anteriores han fallado. Se podría construir una máquina que saliese por una esclusa, le diese forma al soporte de plástico de ese instrumento y lo aluminizara. Pero los efectos de inducción de los campos Bussard pronto harían que el espejo fuese algo más apropiado para una casa de la risa en Gróna Lund. Sí.

»Pero mi idea es grabar sensores y circuitos de retroalimentación en el plástico, flexores de control que automáticamente compensarían las distorsiones a medida que sucedan. Me gustaría conocer tu opinión sobre las posibilidades de diseñar, probar y producir esos flexores, señor Freiwald. Aquí tienes, éste es mi esquema rápido de lo que tengo en mente…

Nilsson fue interrumpido.

—Hola, ahí están, ¡amigos!

Él y el mecánico levantaron la vista. Williams se acercaba dando bandazos. El químico llevaba una botella en la mano derecha y un vaso medio lleno en la izquierda. Su cara estaba más roja que de costumbre y respiraba con pesadez.

—¿Was zum Teufel? —exclamó Freiwald.

—En inglés, chico —dijo Williams—. Habla inglés esta noche. Al estilo americano. —Llegó hasta la mesa y se sentó sobre ella con tal ímpetu que casi la tira. Un fuerte olor a whisky flotaba a su alrededor—. Especialmente tú, Nilsson. —Apuntó con un dedo vacilante—. Habla en americano esta noche, sueco. ¿Me oyes?