El problema en ese momento era éste: los planetas y los soles son objetos grandes y tranquilos. Se mueven por el espacio a velocidades razonables, rara vez por encima de los cincuenta kilómetros por segundo. Y no van en zigzag, por poco que sea. Es fácil predecir dónde estarán dentro de varios siglos, y dirigir un mensaje a esa posición. Una nave espacial es otra cosa. Los hombres no duran mucho; deben darse prisa. La aberración y el desplazamiento Doppler afectan también a la radio. Eventualmente la transmisión de Luna llegaría a frecuencias que nada en la nave podría recibir. Mucho antes, sin embargo, por algún factor impredecible, cuando el tiempo de viaje entre el proyector máser y la nave fuese de meses, era seguro que el rayo la perdería.
Fedoroff, que también era el oficial de comunicaciones, trasteaba con los detectores y amplificadores. Reforzaba la señal que enviaba al Sol, esperando que eso diese una pista de su posición futura. Aunque podían pasar días de silencio, perseveraba. El triunfo le recompensaba. Pero la calidad de la recepción era cada vez más pobre, los intervalos de duración más cortos, el tiempo hasta la siguiente más largo, a medida que la Leonora Christine penetraba en las grandes profundidades.
Ingrid Lindgren apretó el timbre. Los camarotes estaban tan a prueba de ruidos que un golpe en la puerta nunca se oiría. No hubo respuesta. Lo intentó de nuevo, obteniendo más silencio. Vaciló, frunciendo el ceño, cambiando de un pie a otro. Al final agarró el pestillo. La puerta no estaba cerrada con llave. Abrió una rendija. Sin mirar, llamó con suavidad:
—Boris. ¿Estás bien?
Le llegaron varios ruidos, un chirrido, un roce, pisadas fuertes y lentas.
Fedoroff abrió la puerta por completo.
—¡Oh! —dijo—. Buenos días.
Ella lo miró. Era un hombre fuerte de estatura media, de cara ancha y pómulos altos, y pelo marrón salpicado de gris aunque su edad biológica era de sólo cuarenta y dos. No se había afeitado durante varios turnos y no vestía sino una bata, evidentemente cogida en el último minuto.
—¿Puedo pasar? —pidió.
—Si quieres. —Le indicó que entrase con la mano y cerró la puerta.
Su mitad de la unidad había sido separada de la parte ocupada actualmente por el jefe de Biosistemas Pereira. La mayor parte estaba ocupada por una cama sin hacer. Había una botella de vodka en el aparador.
—Perdona el desorden —dijo indiferente. Pasó a su lado—: ¿Quieres una copa? No tengo vasos, pero no debes temer un trago de esto. Nadie tiene nada contagioso. —Rió o más bien se sacudió—. Aquí, ¿de dónde podrían venir los gérmenes?
Lindgren se sentó en el borde de la cama.
—No, gracias —contestó—. Estoy de servicio.
—Y se supone que yo también. Sí. —Fedoroff se acercó a ella inclinándose un poco—. Informé al puente de que me sentía indispuesto y que sería mejor que descansase.
—¿No debería verte el doctor Latvala?
—¿Para qué? Físicamente estoy bien. —Fedoroff hizo una pausa—. Viniste a asegurarte.
—Es parte de mi trabajo. Respetaré tu intimidad, pero eres un hombre clave.
Fedoroff sonrió. La expresión era tan forzada como los sonidos anteriores.
—No te preocupes —dijo—. Tampoco estoy mal del cerebro. —Fue a coger la botella, pero retiró el brazo—. Ni siquiera me estoy hundiendo a borbotones en un atontamiento alcohólico. No es nada sino… ¿cómo lo llaman los americanos?… un bajón.
—Los bajones son mejor en compañía —declaró Lindgren. Después de un rato añadió—: Creo que aceptaré esa copa.
Fedoroff le pasó la botella y se unió a ella en la cama. Ingrid levantó la botella hacia él.
—Skál.
Se echó un poco en la garganta. Le devolvió la botella.
—Zdoroviye —dijo él.
Se quedaron sentados en silencio. Fedoroff miró los mamparos hasta que se agitó y dijo:
—Muy bien. Ya que tienes que saberlo. No se lo diría a nadie más, especialmente no a una mujer. Pero he aprendido algo sobre ti, Ingrid… hija de Gunnar, ¿no es cierto?
—Sí, Boris Ilyitch.
La miró fijamente y sonrió con franqueza. Ella estaba relajada, con el mono curvado por el cuerpo y un rastro de calor y olor humano a su alrededor.
—Creo… —su lengua se trabó—, espero que lo entiendas, y que no repitas lo que voy a decirte.
—Te prometo el silencio. En lo de entender, puedo intentarlo.
Puso los codos en las rodillas, con las manos apretadas una contra la otra.
—Es personal, ¿sabes? —dijo lentamente y sin regularidad—. Aunque no es importante. Pronto se me pasará. Es simplemente… esa emisión última que recibimos… me alteró.
—¿La música?
—Sí. La música. La relación señal-ruido era demasiado baja para la televisión. Casi demasiado baja para el sonido. La última que recibimos, Ingrid hija de Gunnar, antes de que alcancemos nuestro destino y comencemos a recibir mensajes de una generación de antigüedad. Estoy seguro que será la última. Esos pocos minutos, vacilantes, temblorosos, apenas audibles a través de los ruidos de las estrellas y los rayos cósmicos… cuando perdimos esa música, supe que ya no recibiríamos más.
La voz de Fedoroff se fue apagando. Lindgren esperó.
Agitó la cabeza.
—Era una canción de cuna rusa —dijo—. La que mi madre me cantaba para que me durmiese.
Ella puso una mano sobre su hombro y la dejó allí con la suavidad de una pluma.
—No creas que estoy en una orgía de autocompasión —añadió rápidamente—. Durante un momento recordé demasiado bien a mis muertos. Se me pasará.
—Puede que lo entienda —murmuró ella.
Era el segundo viaje interestelar para él. Había ido a Delta Pavonis. Los datos de la sonda indicaban un planeta terrestre, y partió una expedición con grandes esperanzas. La realidad era tan de pesadilla que los supervivientes demostraron un raro heroísmo al permanecer el mínimo tiempo planeado para investigar. A su regreso, habían experimentado doce años; pero la Tierra había envejecido cuarenta y tres.
—Dudo que puedas, realmente. —Fedoroff se volvió para enfrentarse a ella—. Esperábamos que la gente hubiese muerto cuando regresamos. Esperábamos cambios. Me alegré al principio de poder reconocer parte de mi ciudad, la luna sobre los canales y los ríos, las cúpulas y torres en la Catedral de Kazan, Alejandro y Bucéfalo levantándose sobre el puente que lleva a Nevsky Prospect, los tesoros en el Hermitage. —Apartó la vista cansado—. Pero la vida misma. Eso era demasiado diferente. Encontrarse con ella era como ver una mujer que antes amabas convertida en una mujerzuela. —Sonrió con amargura—. ¡Eso exactamente! Trabajé en el espacio durante cinco años, todo lo que pude; investigación y desarrollo para mejorar el motor Bussard, como recordarás. Mi propósito principal era ganar el puesto que tengo ahora. Podemos esperar un nuevo comienzo en Beta 3.
Sus palabras se hicieron casi inaudibles.
—Entonces la pequeña canción de mi madre me llegó por última vez.
Se puso la botella en los labios.
Lindgren le concedió un minuto o dos de silencio.
—Ahora entiendo, Boris, al menos en parte, por qué te ha afectado tanto. He estudiado un poco de sociohistoria. En tu juventud, la gente era, bueno, menos relajada. Repararon los daños de la guerra en muchos paisajes y controlaron el crecimiento de la población y los desórdenes civiles. Se enfrentaban a cosas nuevas, proyectos inimaginables en la Tierra y en el espacio. Nada parecía imposible. En el centro de su élan había un espíritu de trabajo duro, patriotismo y dedicación.