Ella se retiró tras su instrumental.
—No, gracias —dijo confusa—. Yo… yo tengo mucho trabajo.
—Tienes tiempo para eso —dijo con más valor—. De acuerdo, si no quieres un cóctel, ¿qué tal una taza de café? Quizás un paseo por los jardines… Mira, no pretendo ligar. Sólo me gustaría que nos conociésemos mejor.
Ella tragó antes de contestar, pero le dedicó su mejor sonrisa.
—Muy bien, Norbert, eso sí que me gustaría.
Un año después de partir, la Leonora Christine estaba cerca de su velocidad final. Le llevaría treinta y un años cruzar el espacio interestelar, y un año más para desacelerar a medida que se acercase al sol de destino.
Pero ésa es una afirmación incompleta. No tiene en cuenta la relatividad. Justo porque hay una velocidad límite absoluta (a la que viaja la luz in vacuo; al igual que los neutrinos) hay una interdependencia del espacio, el tiempo, la materia y la energía. El factor tau entra en las ecuaciones; si V es la velocidad (uniforme) de la nave espacial, y C la velocidad de la luz, entonces tau es igual a la raíz cuadrada de 1-V2/C2.
Cuanto más cerca está C de V, más se acerca tau a cero.
Supongamos que un observador externo mide la masa de la nave. El resultado obtenido es la masa en reposo —es decir, la masa que tiene cuando no se mueve con respecto al observador— dividida por tau. Por tanto, cuanto más rápido viaja más masa tiene para el resto del universo. Obtiene su masa extra de la energía cinética del movimiento; e=mc2.
Más aún, si el observador «estacionario» pudiese comparar los relojes de la nave con el suyo, notaría que hay una diferencia. La separación entre dos sucesos (como el nacimiento y la muerte de un hombre) medida en la nave donde suceden, es igual al intervalo medido por el observador… multiplicada por tau. Se podría decir que el tiempo se mueve proporcionalmente más despacio en la nave.
Las longitudes se contraen; el observador ve la nave más corta en la dirección del movimiento en un factor tau.
Pero las medidas realizadas en la nave son tan válidas como las realizadas en otro sitio. Para un pasajero, que mira de frente el universo, las estrellas se comprimen y aumentan de masa; la distancia entre ellas se encoge; brillan y evolucionan a un ritmo extrañamente rápido.
Pero la situación es aún más compleja. Hay que recordar que la nave ha estado acelerando y desacelerando en relación con el fondo total del cosmos. Eso saca el problema del campo de la relatividad especial y lo traslada al territorio de la relatividad general. La relación estrellas-nave no es realmente simétrica. La paradoja de los gemelos no se produce. Cuando las velocidades se igualen de nuevo y se produzca la reunión, las estrellas habrán vivido mucho más tiempo que la nave.
Si tau fuese de una centésima y estuvieses en caída libre, atravesarías un siglo luz en un solo año de tu experiencia (aunque, por supuesto, jamás podrías recuperar el siglo que pasó en casa durante el que tus amigos se hicieron viejos y murieron). Eso inevitablemente implica un incremento de masa en un centenar. Un motor Bussard, que se alimenta del hidrógeno del espacio, podría hacerlo. De hecho, sería estúpido parar el motor y deslizarse cuesta abajo cuando se puede seguir reduciendo tau.
Por tanto, para alcanzar otros soles en una porción razonable de tu esperanza de vida, acelera continuamente, hasta llegar al punto interestelar medio, momento en el que se activa el sistema de desaceleración en el módulo Bussard y comienzas a reducir otra vez. Estás limitado por la velocidad de la luz, que no puede alcanzarse. Pero no estás limitado en lo cerca que puedas situarte a esa velocidad. Por lo que no hay límite a la inversa del factor tau.
Durante su año a gravedad uno, las diferencias entre la Leonora Christine y las lentas estrellas se habían acumulado imperceptiblemente. Ahora la curva entraba en la parte inclinada de su subida. Ahora, más y más, la gente medía cómo se reducía la distancia a su meta, no sólo porque viajaban, sino porque, para ellos, la geometría del espacio estaba cambiando. Más y más, percibían que los procesos naturales en el universo exterior se aceleraban.
Todavía no era espectacular. De hecho, el tau mínimo en su plan de vuelo, en el punto medio, estaría por encima de 0,015. Pero llegó un momento en el que un minuto a bordo correspondía a sesenta y un segundos en el resto de la galaxia. Un poco más tarde, correspondía a sesenta y dos. Luego sesenta y tres… sesenta y cuatro… el tiempo de la nave entre esos recuentos era gradualmente pero inexorablemente menor… sesenta y cinco… sesenta y seis… sesenta y siete…
La primera Navidad —Hanukah, Año Nuevo, Festival del Solsticio— que la tripulación pasó junta llegó pronto y fue un carnaval febril. La segunda fue más tranquila. La gente se acomodaba a su trabajo y sus compañeros. Aun así, adornos improvisados brillaban en todas las cubiertas. Los cuartos de hobby resonaban, las tijeras y las agujas chasqueaban, la cocina olía a especias, al intentar todos hacer regalos para todos los demás. La división hidropónica descubrió que podía desprenderse de suficientes enredaderas y ramos para realizar un árbol de imitación en el gimnasio. De la inmensa biblioteca de microcintas llegaron películas de nieve y trineos, y grabaciones de villancicos. Los más inclinados al teatro ensayaron una obra. El jefe de cocina Carducci planeó banquetes. Las áreas comunes y los camarotes se llenaron de fiestas. Por acuerdo tácito, nadie mencionó que cada segundo que pasaba alejaba la Tierra trescientos mil kilómetros más.
Reymont se abrió paso por un abarrotado nivel recreativo. Algunos grupos estaban colgando los adornos recién terminados. Nada podía desperdiciarse, pero las guirnaldas de papel de aluminio, los globos de vidrio, las espirales colgadas hechas con piezas de ropa, eran reciclables. Otros jugaban, charlaban, ofrecían bebidas, flirteaban y armaban estrépito. A pesar de las charlas, risas y alborotos, zumbidos y crujidos y susurros, la música llegaba flotando desde un altavoz:
Iwamoto Tetsuo, Hussein Sadek, Yeshu ben-Zvi, Mohandas Chidambaran, Phra Takh o Kato M'Botu parecían estar tan metidos en la fiesta como Olga Sobieski o Johann Freiwald.
El ingeniero le bramó a Reymont:
—¡Guten Tag, mein lieber Schutzmann! ¡Ven a compartir mi botella! —La agitó en el aire. Tenía el otro brazo alrededor de Margarita Jimenes. Sobre ellos colgaba un trozo de papel en el que habían escrito MUÉRDAGO.
Reymont se detuvo. Se llevaba bien con Freiwald.
—No, gracias —dijo—. ¿Has visto a Fedoroff? Esperaba que viniese aquí al terminar su turno.
—N-no. Yo también le esperaba, las cosas están animadas esta noche. Por alguna razón ahora es más feliz, ¿no? ¿Por qué lo buscas?
—Negocios.
—Negocios, siempre negocios —dijo Freiwald—. Juro que tus diversiones son cada vez peores. Yo, tengo algo mejor. —Abrazó a Jimenes. Ella se acurrucó—. ¿Has llamado a su camarote?
—Por supuesto. No responde. Aun así, puede… —Reymont se volvió—. Lo intentaré. Volveré más tarde a por el licor —añadió cuando se alejaba.
Atravesó por las escaleras el nivel de tripulación hasta la cubierta de oficiales. La música le seguía: «…Iesu, tibi sit gloria.» Los pasillos estaban desiertos. Pulsó el timbre de Fedoroff.
El ingeniero abrió la puerta. Vestía un pijama cómodo. A su espalda había una botella de vino francés, dos copas y algunos bocadillos al estilo danés que aguardaban sobre el aparador. Demostró sorpresa. Dio un paso atrás.