—Chto… ¿tú?
—¿Puedo hablar contigo?
—M-m-m. —La mirada de Fedoroff parpadeó—. Espero una invitada.
Reymont sonrió.
—Eso está claro. No te preocupes, no me llevará mucho tiempo. Pero es urgente.
Fedoroff se refrenó.
—¿No puedes esperar a que comience mi turno?
—Bueno, es mejor discutirlo confidencialmente —dijo Reymont—. El capitán Telander está de acuerdo. —Bordeó a Fedoroff para meterse en el camarote—. Se olvidaron de algo en los planes —siguió, hablando rápido—. Según el plan de vuelo deberemos cambiar a modo de alta aceleración el 7 de enero. Sabes mejor que yo que se necesitan dos o tres días de trabajo preliminar de tu grupo y es bastante perturbador para la rutina de los demás. Bien, de alguna forma los que establecieron el plan de vuelo olvidaron que el 6 es importante en la tradición del oeste de Europa. El día de Reyes, la Epifanía, llámalo como quieras, da final a la parte alegre de la fiesta. Las celebraciones del año anterior fueron tan alborotadas que nadie se dio cuenta. Pero este año se habla de una fiesta y un baile con el viejo ritual, algo que sería agradable si fuese posible. Piensa en lo que ese recuerdo de nuestros orígenes podría hacer por la moral. El capitán y yo quisiéramos que estudiaras las posibilidades de retrasar la alta aceleración unos pocos días.
—Sí, sí, lo miraré. —Fedoroff empujaba a Reymont hacia la puerta abierta—. Mañana, por favor…
Demasiado tarde. Ingrid Lindgren entró. Todavía vestía de uniforme, habiendo venido directamente del puente al acabar su turno.
—¡Gud! —exclamó ella. Se detuvo inmediatamente.
—Vaya, vaya, Lindgren —dijo Fedoroff frenético—, ¿qué te trae por aquí?
Reymont había dejado de respirar. Su cara estaba desprovista de toda expresión. Se quedó inmóvil, exceptuando los puños que se cerraron hasta que las uñas se hundieron en las palmas y la piel se quedó blanca y tirante sobre los nudillos.
Comenzó un nuevo villancico.
La mirada de Lindgren iba de un hombre al otro. Su rostro había perdido la sangre. Sin embargo, abruptamente se enderezó y dijo:
—No, Boris. No mentiremos.
—No ayudaría —dijo Reymont sin énfasis.
Fedoroff se enfrentó a él.
—Bien, bien —gritó—. ¡Está bien! Hemos estado juntos un par de veces. No es tu esposa.
—Nunca dije que lo fuese —contestó Reymont, con lo ojos fijos en los de ella—. Tenía intención de pedírselo, cuando llegásemos.
—Carl —susurró ella—. Te quiero.
—Sin duda un solo compañero acaba siendo aburrido —dijo Reymont, frío como el invierno—. Te apetece un cambio. Estás en tu derecho, por supuesto. Simplemente pensé que estabas por encima de hacerlo a mis espaldas.
—¡Déjala en paz! —Fedoroff lo agarró sin pensar.
El condestable se echó a un lado. Le golpeó con el borde de las manos. El ingeniero gritó de dolor, se derrumbó sobre la cama y se agarró la muñeca herida con la otra mano.
—No está rota —le dijo Reymont—. Sin embargo, si no te quedas donde estás hasta que me marche te incapacitaré. —Hizo una pausa. Recuperó el juicio—: No es un desafío a tu hombría. Sé tanto de combate personal como tú de nucleónica. Seamos personas civilizadas. Supongo que de todas formas ella es tuya.
—Carl. —Lindgren dio un paso hacia él. Las lágrimas le corrían por las mejillas.
Él hizo una reverencia.
—Retiraré mis cosas de tu camarote tan pronto como encuentre uno libre.
—No, Carl, Carl. —Ella agarró su túnica—. Nunca pensé… Escucha, Boris me necesitaba. Sí, lo admito, disfrutaba estando con él, pero nunca fue nada más que amistad… ayuda… mientras que contigo…
—¿Por qué no me dijiste lo que hacías? ¿No tenía derecho a saberlo?
—Lo tenías, lo tenías, pero sentía miedo… algunos comentarios que has hecho… eres celoso… y es innecesario, tú eres el único importante.
—He sido pobre toda mi vida —le dijo—, y tengo el sentido primitivo de la moral de un hombre pobre, además de cierto respeto por la intimidad. En la Tierra puede que haya formas de hacer que la situación… no esté exactamente bien, pero que al menos sea tolerable. Podría luchar como mi rival, o partir en un largo viaje, o tú y yo podríamos mudarnos a otro sitio. Esas opciones no son posibles aquí.
—¿No lo entiendes? —imploró ella.
—¿Lo entiendes tú? —Cerró nuevamente los puños—. No —dijo—, tú honestamente, asumo que honestamente, no crees haberme hecho ningún daño. Los años que nos quedan ya serán lo bastante duros sin tener que mantener ese tipo de relación.
Se soltó.
—Deja de gimotear —dijo él.
Ella tembló y se quedó rígida. Fedoroff gruñó. Empezó a levantarse. Ingrid le indicó que no lo hiciese.
—Así es mejor. —Reymont se acercó a la puerta. Se paró allí y les miró—. No habrá escenas, ni intrigas, ni rencores —afirmó—. Cuando hay cincuenta personas encerradas en un casco, todos se portan bien o todos mueren. Ingeniero Fedoroff, al capitán Telander y a mí nos gustaría ver su informe sobre el tema que vine a discutir tan pronto como pueda. Puede pedir la opinión de la primer oficial Lindgren, teniendo en cuenta que el secreto es preferible hasta que estemos listos para anunciar la decisión. —Durante un instante, el dolor y la furia le dominaron—. Nuestro deber es para con la nave, ¡que el infierno os maldiga! —Volvió a recuperar el control. Golpeó los tacones—. Mis disculpas. Buenas noches.
Se fue. Fedoroff se acercó a Ingrid por la espalda y la rodeó con los brazos.
—Lo siento —dijo embarazado—. Si hubiese imaginado que esto pudiese suceder, nunca…
—No es culpa tuya, Boris. —No se movió.
—Si compartes el camarote conmigo, estaría encantado.
—No, gracias —contestó ella lentamente—. Dejo ese juego por el momento. —Se liberó—. Es mejor que me vaya. Buenas noches.
Él se quedó solo con los bocadillos y el vino.
Una vez realizados los ajustes necesarios, la Leonora Christine incrementó su aceleración pocos días después de la Epifanía.
No produciría ninguna diferencia importante en la duración cósmica del viaje. En cualquier caso, corría en los talones de la luz. Pero al reducir tau con mayor rapidez, alcanzando así valores más bajos en el punto medio, el mayor empuje reduciría apreciablemente el tiempo a bordo.
Extendiendo los campos de recogida con mayor amplitud, intensificando la bola de fuego termonuclear que encendía el motor Bussard, la nave se desplazaba a más de tres gravedades. Eso hubiese añadido casi treinta metros por segundo a baja velocidad. A su velocidad actual, añadía pequeños incrementos que se hacían cada vez más pequeños. Eso desde el punto de vista externo. A bordo, se desplazaba a tres g; y esa medida era igualmente real.
La carga humana no podría soportarlo y vivir mucho tiempo. La tensión sobre el corazón, los pulmones y especialmente en el equilibrio de los fluidos corporales hubiese sido demasiado grande. Las drogas hubiesen ayudado. Afortunadamente, había métodos mejores.
Las fuerzas que acercaban la nave cada vez más a C no sólo eran enormes. Eran precisas por necesidad. Eran, de hecho, tan precisas que su interacción con el universo externo —la materia y sus campos de fuerza— podía mantenerse en una resultante casi constante a pesar de los cambios en las condiciones exteriores. De la misma forma, la energía de impulsión podía acoplarse con toda seguridad a campos similares mucho más débiles cuando estos últimos se creasen en el interior del casco.