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Esa unión podía entonces operar sobre las asimetrías de los átomos y moléculas para producir una aceleración uniforme con respecto a la del generador interno. En la práctica, sin embargo, el efecto se dejaba incompleto. Una gravedad no se compensaba.

Por tanto el peso a bordo permanecía en un valor terrestre, sin que importase lo alta que fuese la tasa a la que la nave ganaba velocidad.

Ese amortiguamiento sólo era posible a velocidades relativistas. A un ritmo ordinario, una tau grande, los átomos no tenían masa suficiente, eran demasiado caprichosos para agarrarlos bien. A medida que se acercaban a C, se hacían más pesados —no para ellos, pero sí para todo fuera de la nave— hasta que la interacción de campos entre la carga y el cosmos podía establecer una configuración estable.

Tres gravedades no era el límite. Con los campos de recogida extendidos por completo, y en regiones donde la materia fuese más densa que allí, como en una nebulosa, podían haber acelerado mucho más. En ese lugar en particular, considerando lo tenue del hidrógeno local, cualquier ganancia posible en tiempo no era suficiente —ya que la fórmula contiene una función hiperbólica— para que valiese la pena reducir los límites de seguridad. Otras consideraciones, por ejemplo la optimización de la masa entrante frente a la minimización de la longitud del camino, también se consideraban en el cálculo del plan de vuelo.

Por tanto, tau no era un factor multiplicado estático. Era dinámico. Su influencia en la masa, el espacio y el tiempo podía observarse como algo fundamental, creando una relación continuamente nueva entre los hombres y el universo por el que viajaban.

En una hora de a bordo, que el calendario decía que correspondía a abril y que el reloj decía que pertenecía a la mañana, Reymont despertó. No se movió, ni parpadeó, ni bostezó o se estiró como la mayoría de los hombres. Se sentó, inmediatamente en alerta.

Chi-Yuen Ai-Ling se había despertado antes. La rapidez de Reymont la cogió arrodillada al estilo asiático al pie de la cama, mirándolo con una seriedad que contrastaba con su ánimo juguetón la noche anterior.

—¿Te pasa algo? —preguntó él.

Ella sólo había demostrado su sorpresa abriendo los ojos. Después de un momento, su sonrisa volvió lentamente a la vida.

—Una vez conocí a un halcón amaestrado —dijo—. Es decir, no estaba domesticado igual que un perro, pero cazaba con su hombre y se dignaba posarse en su muñeca. Tú te despiertas de la misma forma.

—Mm —dijo—. Me refería a ese aire preocupado de tu cara.

—Preocupado no, Charles. Pensativo.

Él admiró su figura. Desvestida no parecía un muchacho. Las curvas de los pechos y caderas eran más sutiles de lo normal, pero eran parte integral del resto de su cuerpo —no pegadas a él como en demasiadas mujeres— y cuando se movía, fluían. También lo hacía la luz por su piel, que tenía el matiz de las colinas alrededor de la Bahía de San Francisco en verano, y la luz en su pelo, que tenía el aroma de todo día de verano en la Tierra.

Estaban en su camarote en el nivel de tripulación, dividido por una pantalla del lado perteneciente a su compañero Foxe-Jameson. Era demasiado monótono para ella. Su propio camarote estaba repleto de belleza.

—¿En qué pensabas? —preguntó él.

—En ti. En nosotros.

—Fue una noche magnífica. —Estiró la mano para acariciarla bajo la barbilla. Ella ronroneó—. ¿Más? Ella volvió a ponerse seria.

—En eso pensaba. —Él arqueó las cejas—. En un acuerdo entre nosotros. Hemos tenido nuestros períodos extravagantes. Al menos, tú los has tenido en los últimos meses. —El rostro de él se ensombreció. Ella continuó—: Para mí, no era tan importante; algo ocasional. No quiero seguir así. Aunque no sea por otra cosa, esos flirteos e intentos, todo el rito del cortejo, una y otra vez… interfiere en mi trabajo. Estoy desarrollando algunas ideas sobre núcleos planetarios. Necesito concentración. Una unión duradera me ayudaría.

—No quiero firmar un contrato —dijo él sombrío.

Ella se agarró los hombros.

—Lo entiendo. No te lo pido. Tampoco te lo ofrezco. Simplemente me gustas más cada vez que hablamos, o bailamos, o pasamos una noche juntos. Eres un hombre tranquilo, casi siempre; fuerte; cortés, conmigo en cualquier caso. Podría ser feliz contigo… nada exclusivo para ninguno de los dos, sólo una alianza, para que toda la nave lo sepa… mientras los dos queramos.

—¡Hecho! —exclamó él y la besó.

—¿Así de rápido? —preguntó, sorprendida.

—Yo también he estado pensando. Estoy tan cansado de buscar. Debería ser fácil vivir contigo. —El recorrió sus caderas con una mano—. Muy fácil.

—¿Qué parte juega tu corazón en esto? —Inmediatamente ella se echó a reír—. No, disculpa, esas preguntas quedan fuera… ¿Nos mudamos a mi camarote? Sé que a María Toomajian no le importará intercambiar su sitio contigo. De todas formas mantiene su parte cerrada.

—Bien —dijo—. Cariño, todavía nos queda casi una hora antes del desayuno…

La Leonora Christine se acercaba a su tercer año de viaje, o al décimo por el cómputo de tiempo de las estrellas, cuando la tragedia cayó sobre ella.

7

Un observador externo, en reposo con respecto a las estrellas, podría haberlo visto antes que la nave porque ésta, a su velocidad, viajaba medio ciega. Incluso sin mejores sensores que los suyos, él hubiese sabido del desastre con unas pocas semanas de antelación. Pero no hubiese tenido forma de gritar una advertencia.

Y de cualquier forma no había ningún observador: sólo la noche, sembrada de una multitud de soles remotos, la catarata helada de la Vía Láctea y el extraño reflejo fantasmagórico de una nebulosa o una galaxia hermana. A nueve años luz del Sol, la nave estaba infinitamente sola.

Una alarma automática despertó al capitán Telander. Mientras intentaba despejarse, la voz de Lindgren llegó por el intercomunicador:

¡Kors! ¡Herrens namn!

El terror lo despertó por completo. Sin detenerse a contestar, salió corriendo de su camarote. Tampoco se habría parado a vestirse si hubiese estado en la cama.

Tal como sucedió, estaba vestido. Tranquilizado por la monotonía del tiempo, había estado leyendo una novela proyectada desde la biblioteca y se había quedado dormido en la silla. Entonces las mandíbulas del universo se cerraron de golpe.

No notó la animación que cubría ahora los mamparos de los corredores, o la elasticidad bajo los pies o el aroma a rosas y lluvia. Oía claramente las vibraciones del motor. Los escalones producían un ruido metálico bajo su paso apresurado, que el pozo repetía.

Apareció en el siguiente nivel y entró en el puente. Ingrid Lindgren estaba al lado del visor. No era muy útil; en aquel momento, era casi un juguete. Cualquier verdad que la nave pudiese comunicar estaba en los instrumentos que parpadeaban por todo el panel frontal. Pero sus ojos no se apartaban del visor.

El capitán pasó a su lado. La alarma que le había llamado todavía destacaba en una pantalla conectada al ordenador astronómico. Leyó. El aire se le escapó por entre los dientes. Desplazó la vista por los otros medidores e indicadores. Una ranura emitió un chasquido y expulsó una hoja impresa. Las letras y cifras representaban una cuantificación: detalles hasta los decimales, después de que llegasen más datos y se hubiesen hecho más cálculos. El Mené, Mené básico permanecía inmutable en la pantalla.

Presionó el botón de alerta general. Las sirenas aullaron, y los ecos resonaron en los corredores. Por el intercomunicador ordenó que todos aquellos que no estuviesen en turnos de trabajo se presentasen en las áreas comunes con el resto de los pasajeros. Después de un momento, con dureza, añadió que los canales permanecerían abiertos para que aquellas personas que seguían en su puesto pudiesen tomar parte en la reunión.