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—No, me temo que no. En nuestro propio sistema de referencia, estamos acelerando a unas tres gravedades. En términos del universo externo, sin embargo, esa aceleración no es constante, sino decreciente. Por tanto no podemos variar el curso con rapidez. Incluso un vector normal a nuestra velocidad no nos apartaría lo suficiente para evitar el encuentro. Además, no hemos tenido tiempo para preparar un cambio tan drástico del plan de vuelo. ¡Ah!, ¿segundo ingeniero M'Botu?

—¿Ayudaría si desaceleramos? Debemos mantener uno u otro modo operativo en todo momento, ya sea un impulso frontal o trasero. Pero creo que desacelerar ahora aliviaría la colisión.

—Los ordenadores no han hecho ninguna recomendación sobre eso. Probablemente la información es insuficiente. En el mejor caso, el porcentaje de diferencia en velocidad no sería muy grande. Me temo… creo que no tenemos otra elección que… ah…

—Taladrarla —dijo Reymont en inglés. Telander le lanzó una mirada de enfado. A Reymont no pareció importarle.

A medida que avanzaba la discusión, sin embargo, su mirada iba de orador a orador y las líneas entre boca y nariz se hicieron más profundas. Cuando finalmente Telander dijo: «Se levanta la sesión», el condestable no volvió con Chi-Yuen. Se abrió camino casi brutalmente entre los demás y tiró de la manga del capitán.

—Creo que es mejor que tengamos una charla privada, señor —declaró. El borde cortante de su voz, una entonación que había ido perdiendo, volvía a manifestarse.

Telander respondió con frialdad:

—Ahora no es el momento de negarle a los demás el acceso a los hechos, condestable.

—Oh, digamos que es amabilidad, que nos vamos a trabajar a solas en lugar de molestar a los demás —respondió Reymont impaciente.

Telander suspiró.

—Entonces, venga conmigo al puente. Estoy demasiado ocupado para mantener conferencias especiales.

Un par de personas parecían tener otra opinión, pero Reymont los ahuyentó con una mirada y un ladrido. Telander rió forzosamente un poco al cruzar la puerta.

—Usted puede ser útil —admitió.

—¿Como alguien que hace el trabajo sucio en un parlamento? —dijo Reymont—. Me temo que tendré otras ocupaciones además de ésa.

—Posiblemente en Beta 3. Un especialista en rescate y control de desastres será necesario cuando lleguemos allí.

—Es usted el que oculta hechos, capitán. Está muy afectado por eso a lo que nos enfrentamos. Sospecho que nuestras posibilidades no son tan buenas como pretende. ¿Tengo razón?

Telander miró a su alrededor y no contestó hasta que estuvieron solos en la escalera. Bajó el volumen de su voz.

—Simplemente no lo sé. Tampoco lo sabe Fedoroff. Ninguna nave Bussard ha sido probada bajo las condiciones que se avecinan. ¡Evidentemente! O las superamos en buena forma o moriremos. En ese último caso, no creo que sea por enfermedad de radiación. Si ese material penetra las defensas y nos golpea, acabará con todos, una muerte rápida y limpia. No vi razón para hacer que las horas que se avecinan sean peores extendiéndome sobre esa posibilidad.

Reymont frunció el ceño.

—No ha considerado una tercera posibilidad. Podemos sobrevivir, pero en malas condiciones.

—¿Cómo podríamos?

—Es difícil decirlo. Quizá tengamos mala suerte y muera personal. Personal clave, que no nos podemos permitir perder… y no es que cincuenta sea un gran número —dijo Reymont. Las pisadas resonaban sordas frente al murmullo de las energías—. En general reaccionaron bien —añadió—. Se les eligió por su coraje y frialdad, además de salud e inteligencia. En unos pocos casos, la elección puede que no fuese del todo acertada. Supongamos que nos encontramos, digamos, impedidos. ¿Entonces? ¿Cuánto tiempo durará la moral o la cordura? Quiero estar preparado para mantener la disciplina.

—En ese asunto —respondió Telander, frío una vez más—, recuerde por favor que actúa bajo mis órdenes y sujeto a los reglamentos de la expedición.

—Maldita sea —estalló Reymont—. ¿Por quién me toma? ¿Por un futuro Mao? Le pido autorización para delegar en algunos hombres de confianza y prepararles con sigilo para las emergencias. Les daré armas, pero sólo aturdidores. Si nada va mal, o si algo va mal pero la gente se comporta, ¿qué podemos perder?

—La confianza mutua —dijo el capitán.

Llegaron al puente. Reymont entró con su acompañante, todavía discutiendo. Telander hizo un gesto para acallarle y fue hacia la consola de control.

—¿Algo nuevo? —preguntó.

—Sí. Los instrumentos han comenzado a dibujar un mapa de densidad —contestó Lindgren. Se había sorprendido al ver a Reymont y habló mecánicamente, sin mirarle—. Está recomendado… —Señaló la pantalla y las últimas impresiones.

Telander las estudió.

—Hmm. Parece que podemos pasar a través de una región ligeramente menos gruesa de la nebulosa, si generamos un vector lateral activando los desaceleradores números tres y cuatro junto con todo el sistema de aceleración… un procedimiento que tiene sus propios peligros. Esto exige una discusión. —Activó los controles del intercomunicador y habló brevemente con Fedoroff y Boudreau—. En la sala de ruta. ¡Deprisa!

Se volvió para salir.

—Capitán… —intentó Reymont.

—Ahora no —dijo Telander. Sus piernas recorrieron la cubierta.

—Pero…

—La respuesta es no. —Telander desapareció por la puerta.

Reymont se quedó donde estaba, con la cabeza gacha y encorvado de hombros, como dispuesto a cargar. Pero no tenía a donde ir. Ingrid Lindgren lo miró durante un tiempo —un minuto o más, en la cronología de la nave, que fue un cuarto de hora en la vida de los planetas y las estrellas— antes de hablar, con mucha suavidad.

—¿Qué querías de él?

—¡Oh! —Reymont adoptó su postura normal—. Su orden para reclutar una reserva policial. Me respondió con algo estúpido sobre no confiar en mis compañeros.

Sus ojos se enfrentaron.

—Y no dejarles en paz en las que podrían ser sus últimas horas —dijo ella. Era la primera ocasión desde la ruptura en que habían dejado de hablarse con perfecta corrección.

—Lo sé. —Reymont escupió las palabras—. Creen que tienen poco que hacer excepto esperar. Así que emplearán el tiempo… hablando; leyendo sus poemas favoritos; comiendo sus comidas favoritas, con mucho vino, botellas terrestres; oyendo música, ópera y viendo ballet y cintas de teatro, o en algunos caso algo más animado, incluso algo más obsceno; hacer el amor. Especialmente hacer el amor.

—¿Eso es malo? —preguntó ella—. Si debemos morir, ¿no deberíamos hacerlo en una forma civilizada, decente y exaltando la vida?

—Siendo algo menos civilizados, etcétera, podríamos incrementar nuestras oportunidades de no morir.

—¿Temes morir?

—No, simplemente me gusta vivir.

—Lo dudo —dijo ella—. Supongo que no puedes evitar ser tosco. Un resultado de tu pasado. ¿Qué hay, sin embargo, de tu falta de ganas de superarlo?

—Sinceramente —contestó—, viendo en qué convierte la educación y la cultura a la gente, cada vez estoy menos interesado en adquirirlas.

La emoción se apoderó de ella. Se le empañaron los ojos, y acercó a él y dijo:

—Oh, Carl, ¿vamos a pelearnos por lo mismo otra vez, ahora que posiblemente sea nuestro último día con vida? —Él estaba rígido. Ella siguió hablando con rapidez—: Te amaba. Te quería como mi compañero de por vida, el padre de mis hijos, ya fuese en Beta 3 o en la Tierra. Pero estamos tan solos, todos nosotros, aquí entre las estrellas. Debemos dar todo el cariño que podamos, y aceptarlo, o estaríamos peor que muertos.