—Nada en absoluto sobre usted —señaló Lindgren—. ¿Descubrieron algo en la pruebas psicológicas?
Reymont se adelantó y agarró las líneas de atraque. Recogió ambas anclas con maestría, agarró el timón y arrancó el motor.
El motor magnético era silencioso y la hélice hacía poco ruido, pero el bote se movió con rapidez hacia delante. Mantuvo la vista fija al frente.
—¿Por qué le preocupa? —preguntó.
—Vamos a estar juntos durante muchos años. Muy posiblemente durante el resto de nuestras vidas.
—Eso me hace preguntarme por qué ha pasado este día conmigo.
—Me invitó usted.
—Después de que usted me llamase al hotel. Debió consultar el registro de tripulación para descubrir donde estaba.
El Millesgården desapareció en la oscuridad creciente a popa. La iluminación del canal y de la ciudad en la distancia no permitían ver si ella se había ruborizado. Aun así, apartó el rostro.
—Lo hice —admitió—. Yo… pensé que estaría solo. No tiene a nadie, ¿verdad?
—No me quedan parientes. Recorría los lugares de diversión y lujo de la Tierra. No habrá muchos allá adonde vamos.
Ella volvió a levantar la vista, esta vez hacia Júpiter, una lámpara fija de blanco parduzco. Iban apareciendo más estrellas. Tembló y se echó la capa por encima para protegerse del viento otoñal.
—No —le dijo en voz baja—. Todo será extraño. Y cuando apenas hemos empezado a explorar, a entender ese mundo ahí fuera, nuestro vecino, nuestro hermano, debemos cruzar treinta y dos años luz…
—La gente es así.
—¿Por qué va usted, Carl?
Levantó los hombros y los dejó caer.
—El descontento, supongo. Y francamente, hice enemigos en el cuerpo. Me crucé en su camino, o los alejé de los ascensos. Me encontraba en una situación en la que no podía avanzar más sin jugar a política de despachos, algo que odio. —Su mirada encontró la de ella. Ambos la mantuvieron durante un momento—. ¿Usted?
Ella suspiró.
—Seguramente puro romanticismo. Desde que era niña pensaba en ir a las estrellas, de la misma forma que el príncipe de los cuentos de hadas debe ir a la tierra mágica. Finalmente, insistiendo mucho, conseguí que mis padres me dejasen matricularme en la Academia.
La sonrisa de él era más cálida que de costumbre.
—Y realizó una gran carrera en el servicio interplanetario. No vacilaron en nombrarla primer oficial en su primer viaje en una nave extrasolar.
Lindgren agitó las manos en el regazo.
—No. Por favor. No soy mala en mi trabajo. Pero es fácil que una mujer ascienda rápido en el espacio. Estamos muy solicitadas. Y mi trabajo en la Leonora Christine será sobre todo administrativo. Estará más cerca de… bien, las relaciones humanas… que de la astronáutica.
Él volvió a mirar al frente. El bote bordeaba la tierra en dirección a Saltsjön. El tráfico acuático se hizo más intenso. Los hidrofoils pasaban volando. Un submarino de carga se abría paso majestuoso hacia el Báltico.
En el aire, los taxis volaban como luciérnagas. Central Estocolmo era un fuego intranquilo de muchos colores y miles de ruidos unidos para formar un rugido en cierta forma armónico.
—Eso me lleva de vuelta a mi pregunta. —Reymont rió entre dientes—. Mi contrapregunta, mejor, ya que era usted la que me presionaba. No crea que no he disfrutado de su compañía. Lo he hecho, muchísimo, y si cena conmigo consideraré este día como uno de los mejores de mi vida. Pero la mayor parte del grupo se desperdigó como gotas de mercurio en el momento en que terminó el período de entrenamiento. Deliberadamente evitan a sus compañeros. Mejor pasar el tiempo con aquellos que no volveremos a ver. Ahora bien, usted… tiene raíces. Una vieja y distinguida familia acomodada; su padre y su madre viven, tiene hermanos, hermanas, primos, seguro que ansiosos por hacer todo lo que puedan por usted en las pocas semanas que quedan. ¿Por qué los dejó hoy?
Ella permaneció sentada sin hablar.
—La reserva sueca —dijo él tras un rato—. Apropiada para los gobernantes de la humanidad. No debí haberme inmiscuido. Sólo concédame el mismo derecho a la vida privada, ¿eh?
Y a continuación:
—¿Le gustaría cenar conmigo? He descubierto un pequeño restaurante bastante decente.
—Sí —dijo ella—. Gracias. Lo haré.
Se levantó para ponerse tras él, reposando una mano sobre su brazo. Los gruesos músculos se agitaron bajo sus dedos.
—No nos llame gobernantes —le pidió—. No lo somos. Ésa era la idea tras la Alianza. Después de la guerra nuclear… tan cerca de la destrucción mundial… debía hacerse algo.
—Uh, uh —gruñó él—. De vez en cuando leo libros de historia. Desarme general; una fuerza de policía mundial para mantenerlo; ¿sed quis custodiet ipsos Custodes? ¿A quién podemos confiar el monopolio de las armas capaces de asesinar el planeta y el poder ilimitado de inspección y arresto? Un país lo suficientemente grande y moderno como para convertir en una gran industria el mantenimiento de la paz; pero no tan grande como para conquistar a otros o imponer su voluntad sin el apoyo de la mayoría de los países; y razonablemente bien considerado por todos. Vamos, Suecia.
—Lo entiende entonces —dijo ella con alegría.
—Sí. Incluyendo las consecuencias. El poder se alimenta a sí mismo, no por conspiración, sino por necesidad lógica. El dinero que el mundo paga para cubrir los costes de la Autoridad de Control pasa por aquí; por lo que se convierten en el país más rico de la Tierra, con todo lo que eso conlleva. Y ni hablar del centro diplomático. Y cuando todo reactor, nave espacial, laboratorio es potencialmente peligroso y debe estar sometido a la Autoridad, eso significa que algún sueco tiene voz en todo lo que importa. Y ello lleva a que sean imitados, incluso por aquellos que ya no les quieren. Ingrid, amiga, su gente no puede evitar convertirse en los nuevos romanos.
La alegría de Lindgren desapareció.
—¿No le gustamos, Carl?
—Supongo que tanto como cualquiera. Hasta ahora han sido amos humanos. Demasiado humanos, diría yo. En mi caso, debería estar agradecido, ya que me permiten ser básicamente una persona sin estado, situación que, creo, prefiero. No, no lo han hecho mal. —Señaló hacia las torres que extendían su brillo a derecha e izquierda—. Sin embargo, no durará.
—¿Qué quiere decir?
—No sé. Sólo estoy seguro de que nada es para siempre. No importa con qué cuidado diseñes él sistema, acabará mal y morirá.
Reymont se detuvo para elegir las palabras.
—En su caso —dijo—, creo que el final podría venir de la misma estabilidad de que están tan orgullosos. ¿Ha cambiado algo importante, en la Tierra, desde finales del siglo XX? ¿Es ésta una situación deseable? Supongo —añadió— que ésa es una de las razones para fundar colonias en la galaxia. Contra el Ragnarok.
Lindgren cerró los puños. Volvió el rostro hacia él. Ya había anochecido por completo, pero pocas estrellas podían verse a través del velo de luz que cubría la ciudad. En otro lugar —en Laponia, por ejemplo, donde sus padres tenían una casa de campo— brillarían inmisericordes en gran cantidad.
—Estoy portándome como un mal acompañante —se disculpó Reymont—. Dejemos esas profundidades de colegial y discutamos temas más interesantes. Como el aperitivo.