Las pantallas de fuerza exteriores absorbieron los golpes, desviaron la materia a los lados en chorros turbulentos y protegieron el casco contra todo excepto la reducción de velocidad. La reacción era inevitable en los campos mismos y por tanto en los dispositivos exteriores que los producían y controlaban. Se deshicieron estructuras. Se fundieron componentes electrónicos. Líquidos criogénicos hirvieron en contenedores fracturados.
De esa forma uno de los fuegos termonucleares se apagó.
Las estrellas vieron el suceso de otra forma. Vieron una masa tenue y oscura golpeada por un objeto increíblemente rápido y denso. Las fuerzas hidromagnéticas atraparon átomos, los retorcieron, los ionizaron y los unieron. La radiación brilló. El objeto quedó rodeado de un resplandor meteórico. Durante la hora de su paso, horadó un túnel a través de la nebulosa. El túnel era más ancho que la nave, porque la onda de choque se extendía hacia fuera, y hacia fuera y hacia fuera, destruyendo la estabilidad que hubiese podido haber allí, expulsando sustancia al exterior en chorros y jirones.
Si allí había habido soles y planetas en embrión, ya no se formarían jamás.
El invasor pasó. No había perdido demasiada velocidad. Acelerando una vez más, se alejó hacia estrellas aún más lejanas.
9
Reymont luchó por recuperar la conciencia. No podía haber estado inconsciente mucho tiempo, ¿no? Los sonidos habían cesado. ¿Estaba sordo? ¿Se había escapado el aire por algún agujero? ¿Estaban apagados los escudos, le había atravesado la muerte gamma?
No. Cuando puso atención pudo distinguir el ritmo débil de la potencia. El fluoropanel brillaba constante frente a su campo de visión. La sombra de su arnés caía sobre el mamparo y tenía los bordes borrosos que indicaban la presencia de atmósfera. El peso había vuelto a un solo g. La mayor parte de los sistemas automáticos de la nave, al menos, debía estar funcionando.
—Al infierno con el melodrama —se oyó decir. Su voz le llegó como de lejos, como si fuese la de un extraño—. Tenemos que trabajar.
Luchó con las correas. Los músculos le palpitaban y le dolían. Un hilillo de sangre, con sabor a sal, le salía de la boca. ¿O era sudor? Nichevo. Estaba operacional. Se arrastró para liberarse, abrió el casco, olió —un ligero olor a quemadura y ozono, nada serio— y emitió un profundo suspiro de alivio.
El camarote era una cuadra. Los cajones se habían abierto y habían desperdigado el contenido. No le importó demasiado. Chi-Yuen no había contestado a sus llamadas. Se abrió paso a través de las ropas esparcidas hasta la forma menuda. Quitándose los guantes, abrió el visor de la mujer. Su respiración parecía normal, ningún resuello o borboteo que indicase heridas internas. Cuando levantó un párpado, la pupila estaba dilatada. Probablemente sólo se había desmayado.
Se liberó de su traje, localizó la pistola aturdidora y se la colocó. Otros podrían necesitar ayuda con más urgencia. Salió.
Boris Fedoroff bajaba ruidosamente las escaleras.
—¿Cómo va? —te saludó Reymont.
—Voy a ver —le respondió el ingeniero y desapareció.
Reymont forzó una sonrisa agria y se metió en la mitad de camarote de Johann Freiwald. El alemán también se había quitado el traje espacial y estaba sentado en la cama.
—Raus mit dir —dijo Reymont.
—Tengo un dolor de cabeza como si la tuviese llena de carpinteros —protestó Freiwald.
—Te ofreciste a estar en nuestro equipo. Creí que eras un hombre.
Freiwald le dirigió a Reymont una mirada airada pero se movió.
Los reclutas del condestable estuvieron ocupados durante la hora siguiente. Los astronautas de verdad estuvieron aún más ocupados, inspeccionando, midiendo y conferenciando en tonos callados. Eso les daba muy pocas oportunidades de sentir dolor o dejar que el terror creciese. Los científicos y técnicos no tenían ese calmante. Del hecho de estar vivos y de que la nave parecía funcionar como antes podían haberse sentido felices… sólo que ¿por qué no hacía Telander una declaración? Reymont los llevó a las áreas comunes, hizo que algunos preparasen café y que otros cuidasen de los más heridos. Al final se sintió con libertad de dirigirse al puente.
Se detuvo para ver a Chi-Yuen, como había hecho a intervalos. Por fin estaba despierta, se había liberado pero había caído en la cama antes de poder quitarse todo el traje. Una pequeña luz brilló en ella cuando le vio.
—Charles —susurró.
—¿Cómo estás? —preguntó.
—Me duele, y parece que no tengo fuerzas, pero…
Le quitó el resto del traje. Ella hizo una mueca de dolor ante su brusquedad.
—Sin esta carga, deberías ser capaz de ir al gimnasio —dijo—. El doctor Latvala te examinará. Nadie está demasiado herido, así que no es probable que tú lo estés. —La besó, un breve roce de labios sin sentido—. Siento ser tan poco caballeroso. Tengo prisa.
Se fue. La puerta del puente estaba cerrada. Llamó. Fedoroff gritó desde el interior.
—No se puede entrar. Espere a que el capitán se dirija a ustedes.
—Soy el condestable —respondió Reymont.
—Bien, vaya a realizar sus funciones.
—He reunido a los pasajeros. Se les está pasando la conmoción. Empiezan a comprender que algo no está bien. No saber qué, en su condición actual, los destrozará. Puede que no podamos volver a pegar los trozos.
—Dígales que se les informará pronto —dijo Telander sin confianza.
—¿No debería decírselo usted, señor? El intercomunicador funciona, ¿no? Dígales que está evaluando los daños para poder establecer un programa urgente de reparaciones. Pero le sugiero, capitán, que primero me deje escoger las palabras justas para explicar el desastre.
La puerta se abrió. Fedoroff agarró a Reymont por el brazo e intentó meterlo dentro. Reymont se liberó de un golpe, una llave de judo. Levantó la mano lista para golpear.
—No vuelva a hacer eso —dijo. Entró en el puente y cerró la puerta él mismo.
Fedoroff gruñó y cerró los puños. Lindgren corrió presurosa a su lado.
—No, Boris —le pidió—. Por favor.
El ruso se apaciguó, todavía tenso. Miraron a Reymont en la quietud acompasada: capitán, primer oficial, ingeniero jefe, oficial de navegación, director de biosistemas. Miró más allá de ellos. Los paneles habían sufrido daños; varios indicadores tenían agujas torcidas, pantallas rotas y cables sueltos.
—¿Es ése el problema? —preguntó señalando.
—No —dijo Boudreau, el navegante—. Tenemos repuestos.
Reymont buscó el visor. Los circuitos compensadores también estaban muertos. Fue hasta el periscopio electrónico y puso la cara dentro del visor.
Un simulacro hemisférico apareció ante él en la oscuridad, la escena distorsionada que hubiese presenciado fuera de la nave. Las estrellas se apiñaban al frente, y eran menos frecuentes en dirección a la nave; brillaban con un color azul acero, violeta y rayos X. A popa la disposición se aproximaba a la que había sido familiar —pero no demasiado—, y aquellos soles estaban rojizos, como ascuas avivadas por el tiempo. Reymont se estremeció un poco y volvió a sacar la cabeza a la cómoda pequeñez del puente.
—¿Bien? —dijo.
—El sistema de desaceleración… —Telander cruzó los brazos—. No podemos detenernos.
Reymont permaneció impasible.
—Siga.
Habló Fedoroff. Sus palabras parecían desdeñosas.
—Recordará, supongo, que activamos la parte de desaceleración del módulo Bussard para producir y operar dos unidades. Su sistema es diferente del de aceleración, ya que para reducir la velocidad no empujamos gas a través de un ramjet sino que invertimos su impulso.