Les apuntó con un dedo.
—Lo sé. Se preguntan qué pasa si golpeamos una nube como la que nos metió en esta situación. Tengo dos respuestas. Primero, debemos asumir algunos riesgos. Pero segundo, a medida que tau sea más y más pequeña podremos utilizar regiones que sean más y más densas. Tendremos demasiada masa para que nos afecte como lo ha hecho ahora. ¿Lo ven? Cuanto más tenemos más podemos conseguir, y más rápido según el tiempo de la nave. Es concebible que abandonemos la galaxia con una tau del orden de una cien millonésima. En ese caso, ¡según nuestros relojes estaremos fuera de la familia de galaxias en días!
—¿Cómo volveremos? —dijo Glassgold, alerta e interesada.
—No lo haremos —admitió Reymont—. Nos dirigiremos al cúmulo de Virgo. Allí invertiremos el proceso, desaceleraremos, entraremos en una galaxia, haremos que tau sea razonable y empezaremos a buscar un planeta en donde podamos vivir.
»¡Sí, sí, sí! —repitió al tumulto renovado del grupo—. A millones de años en el futuro. A millones de años luz de aquí. La especie humana probablemente se habrá extinguido… en esta esquina del universo. Bien, ¿no podemos empezar de nuevo, en otro lugar y tiempo? ¿O preferirían quedarse sentados en esta concha de metal sintiendo pena de ustedes mismos, hasta que sean seniles y mueran sin hijos? A menos que no puedan soportar la situación y se vuelen los sesos. Yo voto por continuar mientras duren las fuerzas. Tengo en suficiente estima a este grupo para creer que estarán de acuerdo conmigo. ¿Aquellos que no opinen así tendrían la amabilidad de apartarse de nuestro camino?
Bajó de la tarima.
—Ah… oficial de navegación Boudreau, ingeniero jefe Fedoroff, profesor Nilsson —dijo Telander—. ¿Podrían subir aquí? Damas y caballeros, se abre el turno de preguntas.
Chi-Yuen abrazó a Reymont.
—Estuviste maravilloso —dijo sollozando.
Él apretó la boca y miró más allá de ella, de Lindgren, de la asamblea, hacia los mamparos.
—Gracias —contestó seco—. No fue nada.
—Oh, sí lo fue. Nos devolviste la esperanza. Es un honor vivir contigo.
Él no pareció escucharla.
—Cualquiera podía haber presentado una nueva idea brillante —dijo—. En esta situación, se agarrarían a cualquier cosa. Sólo aceleré el proceso. Cuando acepten el programa es cuando comenzarán los verdaderos problemas.
11
Los campos de fuerza cambiaban. No eran paredes y tubos estáticos. Los formaban la incesante interacción entre pulsos electromagnéticos, cuya producción, propagación y recepción debía controlarse cada nanosegundo, desde el nivel cuántico hasta el cósmico. A medida que las condiciones exteriores —densidad de materia, radiación, fuerzas del campo de interferencia, la curvatura espacial gravitacional— cambiaban, instante a instante, se registraba su reacción en la red inmaterial de la nave; los datos se suministraban a los ordenadores; procesando como tarea más pequeña miles de series de Fourier simultáneamente, esas máquinas daban su respuesta; los dispositivos de generación y control, nadando a proa del casco en un vórtice producido por ellos mismos, realizaban los ajustes. En esa homeostasis, ese paseo por la cuerda floja de la posibilidad de una respuesta que fuese inapropiada o meramente tardía —que significaría la distorsión y colapso de los campos, con la destrucción en forma de nova de la nave—, entró una orden humana. Se convirtió en parte de los datos. Una toma a estribor se abrió, una a babor se cerró: con cuidado, con cuidado. La Leonora Christine se ajustó a su nuevo rumbo.
Las estrellas contemplaron el movimiento laborioso de una masa mayor y más achatada, pasando meses y años antes de que la desviación de su camino original fuese significativa. No es que el objeto sobre el que brillaban fuese lento. Era una concha incandescente del tamaño de un planeta, donde los átomos eran atrapados por los campos exteriores y excitados a radiación sincrotrón fluorescente y térmica. Y seguía muy de cerca a la onda frontal que anunciaba su marcha. Pero la luminosidad de la nave se perdió pronto entre los años luz. Se abría paso a través de abismos que parecían no tener final.
En su propio tiempo, la historia era diferente. Se movía en un universo cada vez más extraño —más viejo, más masivo y más compacto—. Por tanto el ritmo al que podía atrapar el hidrógeno, quemar parte de su energía y expeler el resto en una llama de un millón de kilómetros… ese ritmo aumentaba para la nave. Cada minuto, según sus relojes, eliminaba una fracción mayor de tau que el minuto anterior.
A bordo nada había cambiado. El aire y el metal todavía transportaban el pulso de la aceleración, cuyo tirón interno todavía era de una gravedad. La planta interna de energía todavía daba luz, electricidad y temperatura estables. Los biosistemas y ciclos orgánicos reciclaban el oxígeno y el agua, procesaban los desechos, fabricaban comida; permitían la vida. La entropía aumentaba. La gente envejecía al viejo ritmo de sesenta segundos por minuto, sesenta minutos por hora.
Pero esas horas tenían cada vez menos relación con las horas y años que transcurrían fuera. La soledad se cerró, como una mano, sobre la nave.
Jane Sadler ejecutó un ataque en flecha. Johann Freiwald intentó pararlo. Los floretes chocaron con estrépito. Inmediatamente, ella atacó.
—¡Touché! —reconoció él. Se reía tras la máscara—. Ese golpe me hubiese atravesado el pulmón izquierdo en un duelo real. Has superado con mucha diferencia el examen.
—Justo a tiempo —dijo ella tragando aire—. Un… minuto… más… y… me… hubiese quedado sin aire… Tengo las rodillas como si fuesen de goma.
—No practicaremos más esta tarde —decidió Freiwald.
Se quitaron los protectores. A ella le brillaba el sudor en la cara y le pegaba el pelo a la frente; respiraba ruidosamente, pero le brillaban los ojos.
—¡Vaya entrenamiento! —Se dejó caer en una silla. Freiwald se le unió.
Tan entrada la noche de la nave tenían el gimnasio para ellos solos. Parecía inmenso y hueco, haciendo que se sentasen más juntos.
—Te será más fácil con otras mujeres —le dijo Freiwald—. Creo que deberías empezar a enseñarles lo antes posible.
—¿Yo? ¿Dar una clase de esgrima con mi nivel?
—Yo seguiría entrenando contigo —dijo Freiwald—. Puedes mantenerte por delante de tus alumnas. Comprende que debo empezar con los hombres. Y si el deporte atrae el interés que me gustaría, se necesitará tiempo para preparar adecuadamente al equipo. Además de más máscaras y floretes, necesitaremos espadas y sables. No podemos retrasarnos.
La alegría de Sadler se desvaneció. Le lanzó una mirada inquisitiva.
—¿Esto no fue idea tuya? Supuse que como tú eras la única persona que había practicado esgrima en la Tierra querías compañeros.
—Fue idea del condestable Reymont, cuando le mencioné mis deseos. Él hizo que se me asignara material para producir el equipo. Comprende que debemos mantenernos en buena forma…
—Y distraernos del lío en que estamos metidos —dijo ella con dureza.
—Una buena forma física ayuda a mantener un buen estado mental. Si te vas a la cama cansado, no te quedas despierto preocupándote.
—Sí, lo sé. Elof… —Sadler se detuvo.
—Puede que el profesor Nilsson esté demasiado inmerso en su trabajo —se atrevió a decir Freiwald. Apartó la mirada de su cara y flexionó la hoja entre las manos.
—¡Mejor que lo esté! A menos que podamos desarrollar mejores instrumentos astronómicos, no podremos establecer una trayectoria extragaláctica más que por intuición.
—Cierto. Cierto. Yo digo, Jane, que tu hombre podría beneficiarse incluso en su profesión si hiciese algo de ejercicio.