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—No puedo hacerlo sola. —Le fallaban las palabras.

—Puede, si debe hacerlo —le dijo él—. En la práctica podrá delegar y redireccionar muchas cosas. Es sólo cuestión del planteamiento adecuado. Lo resolveremos sobre la marcha.

Vaciló. Se sentía incómodo; de hecho, se ruborizó.

—¡Ah!… un tema en ese sentido…

—¿Sí? —dijo ella.

La llamada a la puerta lo rescató. Aceptó la bandeja de café de manos del inmenso cocinero y la llevó hasta la mesa para servirlo. Eso le permitió estar de espaldas a ella.

—En su posición —dijo—. Es decir, en su nueva posición. Existe la necesidad de dar a los oficiales un estatus especial; no tienen que encerrarse por completo como yo, pero habrá que establecer ciertas limitaciones de, bien, acceso.

Él no supo si era diversión lo que oyó en la voz de ella.

—¡Pobre Lars! Quiere decir que la primer oficial no debe cambiar de amante tan a menudo, ¿no?

—Bien, no propongo el celibato. Yo sí debo, por supuesto, apartarme de las cosas. En su caso… bien, la fase experimental ya ha pasado para la mayoría de nosotros. Se están formado relaciones estables. Si pudiese buscar un…

—Puedo hacerlo mejor —dijo—. Puedo quedarme sola.

Él ya no pudo retrasar más el darle una taza.

—Eso no es necesario —tartamudeó.

—Gracias. —Ella inhaló el olor del café. Lo miró por encima del borde de la taza—. Nosotros dos no tenemos por qué convertirnos en monjes absolutos. El capitán necesita una conferencia privada de vez en cuando con su primer oficial.

—¡Eh!… no. Es amable por su parte, Ingrid, pero no. —Telander recorrió la pequeña anchura del camarote, de un lado a otro—. En una comunidad tan pequeña como ésta, ¿cuánto tiempo se puede guardar un secreto? No me atrevo a arriesgarme a la hipocresía. Y aunque a mí… a mí me encantaría tener una compañera permanente… no puede ser. Tiene que ser la conexión de todos conmigo: no mi colaboradora directa. ¿Me sigue? Reymont lo explicó mejor.

La alegría de Ingrid desapareció.

—No me gusta del todo la forma en que le ha manejado.

—Tiene experiencia en situaciones de crisis. Sus razonamientos tenían sentido. Podemos repasarlos en detalle.

—Lo haremos. Pueden que sean lógicos… cualesquiera que sean sus motivos. —Lindgren tomó un sorbo de café, dejó la taza en sus muslos y declaró con voz afilada—: En lo que a mí se refiere, de acuerdo. De todas formas ya me he cansado de todo ese asunto infantil. Tiene razón, la monogamia se está poniendo de moda, y las posibilidades de una chica están desagradablemente limitadas. Ya había pensado en parar. Olga Sobieski se siente igual. Le diré a Kato que cambie su mitad de camarote con ella. Algo de calma y frialdad estarán bien, Lars, una oportunidad para pensar sobre varias cosas, ahora que hemos superado esa marca de los cien años.

La Leonora Christine estaba bien lejos de la Virgen, pero no todavía en el Arquero. Sólo después de que hubiese dado casi media vuelta alrededor de la galaxia, la espiral majestuosa de su ruta se dirigió hacia el corazón. Por el momento la nebulosa de Sagitario permanecía a babor. Lo que había más allá se infería, no se sabía. Los astrónomos esperaban un volumen de espacio vacío, con poco polvo o gas, hogar de una multitud de viejas estrellas. Pero ningún telescopio podría ver más allá de las nubes que rodeaban la región, y nadie había ido todavía a mirar.

—A menos que una expedición haya partido después que nosotros —propuso el piloto Lenkei—. Han pasado siglos en la Tierra. Supongo que hacen cosas maravillosas.

—Seguro que no envían sondas al núcleo —objetó el cosmólogo Chidambaran—. ¿Treinta milenios para llegar allí y el mismo tiempo para recibir un mensaje? No tiene sentido. Creo que el hombre se extenderá poco a poco hacia el interior, colonia tras colonia.

—Exceptuando un impulsor más rápido que la luz —dijo Lenkei.

Los rasgos morenos de Chidambaran y su pequeño cuerpo demostraron lo más cercano al desprecio que se le había visto expresar nunca.

—¡Eso es fantasía! Si quieres reescribir todo lo que hemos aprendido desde Einstein, no, desde Aristóteles, considerando la contradicción lógica de una señal sin velocidad límite, adelante.

—No es mi área de trabajo. —La delgadez de galgo de Lenkei pareció de pronto macilenta—. De cualquier forma, no me interesa el viaje a velocidades superiores a la luz. La idea de que otros podrían estar viajando de estrella a estrella como pájaros, como yo de ciudad en ciudad cuando estaba en casa, mientras nosotros estamos atrapados aquí… sería demasiado cruel.

—Nuestro destino no se vería alterado por su fortuna —contestó Chidambaran—. De hecho, la ironía le añadiría otra dimensión, otro reto si lo prefieres.

—Tengo más retos de los que quiero —dijo Lenkei.

Sus pisadas resonaban en las escaleras y en todo el pozo. Habían venido juntos desde un taller en el nivel bajo donde Nilsson había consultado con Foxe-Jameson y Chidambaran sobre el diseño de una gran rejilla de difracción de cristal.

—Es más fácil para ti —dijo el piloto—. Tú tienes un trabajo real. Nosotros dependemos de tu equipo. Si no puedes producir esos instrumentos para nosotros… Yo, hasta que no lleguemos a un planeta donde necesiten ferries espaciales y naves aéreas, ¿qué soy yo?

—Ayudas a construir esos instrumentos, o lo harás cuando tengamos los diseños listos —dijo Chidambaran.

—Sí, me ofrecí de aprendiz a Sadek. Para matar todo este tiempo libre. —Lenkei recuperó su ánimo—. Lo siento. Es una actitud de la que tenemos que alejarnos, lo sé. Mohandas, ¿puedo preguntarte algo?

—Por supuesto.

—¿Por qué viniste? Eres importante hoy. Pero si no hubiésemos tenido el accidente… ¿no podías haber seguido comprendiendo el universo en la Tierra? Me han dicho que eres un teórico. ¿Por qué no dejar la recogida de datos a hombres como Nilsson?

—Apenas hubiese vivido para trabajar con los informes de Beta Virginis. Parecía tener valor que un científico como yo se expusiese a nuevas experiencias e impresiones. Podía haber obtenido una comprensión imposible de otra forma. Si no lo hacía, la pérdida no sería muy grande, y como mínimo podría seguir pensado tan bien como en casa.

Lenkei se agarró la barbilla.

—No sé —dijo—, creo que no necesitas sesiones de caja de sueños.

—Puede ser. Confieso que lo encuentro algo indigno.

—Entonces, ¿por qué?

—Reglamentos. Todos debemos recibir el tratamiento. Pedí una excepción. El condestable Reymont convenció a la primer oficial Lindgren que privilegios especiales, aunque justificados, sentarían un mal precedente.

—¡Reymont! ¡Ese bastardo otra vez!

—Puede que tenga razón —dijo Chidambaran—. No me hace daño, a menos que tengas en cuenta las interrupciones de la concentración, y eso no sucede tan a menudo para ser un verdadero problema.

—¡Uh! Tienes más paciencia que yo.

—Sospecho que Reymont también tiene que obligarse a entrar en la caja —señaló Chidambaran—. El, también, va lo mínimo permitido. ¿Has observado, igualmente, que si bien bebe jamás se emborracha? Creo que tiene la compulsión, quizá producto de temores internos, de permanecer siempre en control.

—Así es él. ¿Sabes qué me dijo la semana pasada? Cogí prestada una plancha de cobre; hubiese vuelto directamente desde el horno y el taller, tan pronto como hubiese acabado con ella, por lo que no me molesté en anotarlo. El bastardo me dijo…