Ella se movió.
—Shalom, Moshe. —Reymont la oyó murmurar.
En la nave no había nadie con ese nombre. Le quitó el casco. Ella cerró aún más los ojos, se puso los puños sobre ellos e intentó volverse sobre el colchón.
—Despierta. —Reymont la zarandeó.
Ella parpadeó. Volvió a respirar con fuerza. Se sentó completamente recta. Él casi pudo ver cómo el sueño se desvanecía tras sus ojos.
—Vamos —dijo, ofreciéndole una mano para ayudarla—. Sal de ese maldito ataúd.
—¡Uh!, no, no. —Perdió las palabras—. Estaba con Moshe.
—Lo siento, pero…
Ella comenzó a sollozar. Reymont golpeó la caja, un golpe por encima del murmullo de la nave.
—Bien —dijo—. Será una orden directa. ¡Fuera! Y vaya directamente al doctor Latvala.
—¿Qué demonios pasa aquí?
Reymont se volvió. Norbert Williams debía haberles oído, la puerta estaba entreabierta, y había venido de la piscina, porque el químico estaba desnudo y mojado. También estaba furioso.
—Ahora te dedicas a asaltar mujeres, ¿eh? —dijo—. Ni siquiera mujeres grandes. Lárgate.
Reymont se quedó donde estaba.
—Tenemos reglas para estas cajas —dijo—. Si una persona no tiene la autodisciplina para obedecerlas, yo tengo que obligarla.
—¡Ya! Vigilando, espiando, metiendo la nariz en nuestra vida privada… por Dios, ¡no voy a aguantarlo más!
—No —pidió Glassgold—. No peleen. Lo siento. Iré.
—Y una mierda irás —contestó el americano—. Quédate ahí. Exige tus derechos. —Tenía el rostro completamente rojo—. Ya me he cansado de este pequeño Jesús de hojalata, y ya es hora de hacer algo al respecto.
Reymont habló, espaciando las palabras:
—Las reglas que limitan el uso no se escribieron por diversión, doctor Williams. Demasiado es peor que nada. Es adictivo. El resultado final es la locura.
—Escuche. —El químico hizo un intento evidente por dominar su cólera—. Las personas no son todas idénticas. Puede que usted piense que se nos puede estirar y cortar hasta encajar en su molde… forzándonos a hacer ejercicio, preparando trabajos que hasta un niño vería que sólo sirven para mantenernos ocupados unas pocas horas diarias, destrozando la destiladora que fabricó Pedro Barrios… su pequeña dictadura desde que emprendimos este viaje del Holandés Errante… —Bajó el volumen—. Escuche —dijo—. Esas reglas. Como en este caso. Están escritas para asegurarse de que nadie reciba una sobredosis. Por supuesto. ¿Pero como sabe si algunos de nosotros está recibiendo lo necesario? Todos debemos pasar tiempo en las cajas. Usted también, condestable Hombre de Hierro. Usted también.
—Por supuesto… —Reymont fue interrumpido.
—¿Cómo sabe lo que otra persona puede necesitar? No tiene ni la sensibilidad que Dios le dio a una cucaracha. ¿Sabe una mierda sobre Emma? Yo sí. Sé que es una mujer maravillosa y valiente… perfectamente capaz de juzgar sus propias necesidades y guiarse a sí misma… no necesita que usted dirija su vida por ella. —Williams señaló con el dedo—. Ahí está la puerta. Úsela.
—Norbert, no. —Glassgold salió de la caja e intentó interponerse entre los dos hombres.
Reymont la hizo a un lado y contestó a Williams:
—Si deben hacerse excepciones, el médico de la nave es la persona que debe decidirlo. No usted. De cualquier forma, después de esto debe ver al doctor Latvala. Puede pedirle una autorización médica.
—Sé lo que le sacará. Ese idiota ni siquiera receta tranquilizantes.
—Nos quedan muchos años por delante. Tendremos que superar problemas imprevisibles. Si comenzamos a depender de los tranquilizantes…
—¿Ha pensado qué sin esa ayuda nos volveríamos locos y moriríamos? Tomamos nuestras propias decisiones, gracias. Salga, le he dicho.
Glassgold intentó intervenir de nuevo. Reymont tuvo que agarrarla por el brazo para moverla.
—¡No le ponga las manos encima, cerdo! —Williams cargó agitando los puños.
Reymont soltó a Glassgold y se echó atrás, hacia el salón donde había más sitio para moverse. Williams gritó y le siguió. Reymont se protegió de los inexpertos golpes hasta que, tras sólo un minuto, saltó. Una ráfaga de karate y dos golpes enviaron a Williams al suelo. Se quedó acurrucado, atontado. Le salía sangre de la nariz.
Glassgold lanzó un grito y fue hacia él. Se arrodilló, lo agarró entre los brazos y miró a Reymont.
—¡Qué valor! —escupió.
El condestable extendió las palmas.
—¿Se supone que debía dejar que me pegase?
—Podía haberse ido.
—Imposible. Mi deber es mantener el orden a bordo. Hasta que el capitán Telander me destituya, seguiré haciéndolo.
—Muy bien —dijo Glassgold entre dientes—. Iremos a verle. Voy a presentar una queja formal.
Reymont negó con la cabeza.
—Se explicó, y todos estuvieron de acuerdo, que no debía molestarse al capitán con nuestras disputas. Debe preocuparse de la nave.
Williams recuperó la conciencia con un gemido.
—Veremos a la primer oficial Lindgren —le dijo Reymont—. Debo presentar cargos contra ustedes dos.
Glassgold apretó los labios.
—Como desee.
—No Lindgren —dijo Williams con dificultad—. Lindgren y él, fueron…
—Ya no —dijo Glassgold—. No puede ni verle, incluso antes del accidente. Ella será justa. —Con su ayuda, Williams se vistió y fue cojeando hasta el nivel de mando.
Varias personas vieron pasar al grupo y empezaron a preguntar qué sucedía. Reymont los hizo callar con un gesto. Las miradas que le lanzaban eran malhumoradas. En el primer intercomunicador llamó a Lindgren y le pidió que fuese a la sala de entrevistas.
Era minúscula pero insonorizada, un lugar para reuniones confidenciales y humillaciones necesarias. Lindgren estaba sentada tras la mesa. Se había puesto el uniforme. El fluoropanel extendía la luz sobre su pelo rubio helado; la voz con la que le pidió a Reymont que comenzase fue igualmente fría.
Él dio una versión sucinta del incidente.
—Acuso a la doctora Glassgold de violación de la regla higiénica —terminó—, y al doctor Williams de asalto a un agente de paz.
—¿Motín? —preguntó Lindgren. El desaliento inundó a Williams.
—No, señora. Asalto será suficiente —dijo Reymont. Al químico—: Considérese afortunado. Psicológicamente no podemos permitirnos el juicio que el cargo de motín provocaría. No a menos que persista en ese tipo de comportamiento.
—Eso será suficiente, condestable —cortó Lindgren—. Doctora Glassgold, ¿me daría su versión?
La bióloga todavía estaba furiosa.
—Me declaro culpable del delito mencionado —declaró con firmeza—. Pero pido que se revise mi situación, y la de todo el mundo, como se especifica en el reglamento. No según el juicio único del doctor Latvala; sino según el de un grupo de oficiales y mis colegas. Y en lo que se refiere a la pelea, a Norbert se le provocó intolerablemente y fue víctima de una malicia extrema.
—¿Su declaración, doctor Williams?
—No sé cuál es mi situación bajo sus estúpidas reglas… —El americano se comportó—. Perdóneme, señora —dijo, con algunos problemas por los labios hinchados—. Nunca memoricé la ley del espacio. Creía que el sentido común y la buena voluntad serían suficientes. Puede que Reymont tenga técnicamente razón, pero he alcanzado mi límite respecto de sus descaradas interferencias.
—¿Por tanto, doctora Glassgold, doctor Williams, aceptan someterse a mi sentencia? Tienen derecho a un juicio si lo desean.
Williams consiguió una sonrisa torcida.
—Las cosas ya están lo bastante mal, señora. Supongo que esto tendrá que aparecer en el diario de a bordo, pero puede que no tenga que llegar a oídos de toda la tripulación.