Ella sonrió insegura.
Él se las arregló para mantener una charla insustancial mientras se dirigían a Strómmen, atracaba el barco y la llevaba a pie por el puente a la ciudad vieja. Más allá del palacio real se encontraron bajo una iluminación más suave, mientras atravesaban calles estrechas entre altos edificios de tonos dorados que habían tenido el mismo aspecto durante los últimos cientos de años. La temporada turística ya había terminado; de los incontables extranjeros en la ciudad, pocos tenían razones para visitar ese enclave; exceptuando algún peatón ocasional o un electrociclista, Reymont y Lindgren estaban prácticamente solos.
—Echaré de menos todo esto —dijo ella.
—Es pintoresco —admitió él.
—Más que eso, Carl. No es sólo un museo al aire libre. Aquí viven seres humanos de verdad. Y los que estaban aquí antes que ellos, no son menos reales. En las Torres de Birger Jarl, la Iglesia Riddarholm, los escudos de la Casa de los Nobles, el Golden Peace donde Bellman bebía y cantaba… Estaremos solos en el espacio, Carl, muy lejos de nuestros muertos.
—Aun así te vas.
—Sí. No es fácil. Mi madre que me tuvo, mi padre que me cogió de la mano y me llevó fuera para enseñarme las constelaciones. ¿Sabía aquella noche lo que me hacía? —Respiró profundamente—. En parte ésa es la razón por la que contacté con usted. Tenía que huir de lo que les estaba haciendo. Aunque sólo fuese por un día.
—Necesita una copa —dijo él—, y ya hemos llegado.
El restaurante quedaba frente al Gran Mercado. Entre las fachadas alguien podría imaginarse cómo los caballeros recorrían felices las piedras del pavimento. No recordaría cómo las alcantarillas se llenaron de sangre y las cabezas formaron montones altísimos durante cierta semana de invierno, porque eso pasó hace tiempo y los hombres rara vez recuerdan las heridas que afligieron a otros hombres. Reymont llevó a Lindgren a una mesa en una habitación, iluminada con velas, dispuesta para ellos solos, y a continuación pidieron akvavit con cerveza.
Ella lo igualó bebiendo, aunque tenía menos masa y menos práctica. La comida, a continuación, fue larga incluso para los escandinavos, con mucho vino durante y mucho brandy después. Él dejó que ella llevase la conversación.
…sobre una casa en Drottningholm, cuyos parques y jardines casi eran suyos; la luz del sol por las ventanas, reflejándose en los suelos de madera pulida y en la plata que había permanecido en la familia durante diez generaciones; un balandro en el lago, inclinado por el viento, su pelo volando suelto, su padre al timón con un silbato entre los dientes; noches monstruosas en invierno, y en medio la caverna cálida llamada Navidad; las cortas noches ligeras de verano, las luces de guía encendidas en la víspera de San Juan que una vez se habían encendido para dar la bienvenida a casa a Baldr en su regreso del otro mundo; un paseo bajo la lluvia con un primer amor, el aire frío, empapado de agua y el olor de las lilas; viajes alrededor del mundo, las pirámides, el Partenón, París al atardecer desde lo alto de Montparnasse, el Taj Majal, Angkor Wat, el Kremlin, el puente Golden Gate, sí, y el Fujiyama, el Gran Cañón, las cataratas Victoria, la gran barrera de coral…
…sobre el amor y la alegría en casa, pero también disciplina, orden, seriedad en presencia de los extraños; música, Mozart el más apreciado; un buen colegio, donde profesores y compañeros trajeron a su conciencia un nuevo universo en explosión; la Academia, trabajo aún más duro de lo que creía que podía hacer, y cuán encantada estaba de descubrir que podía hacerlo; cruceros por el espacio, a los planetas, oh, había pisado las nieves de Titán con Saturno sobre su cabeza, anonadada por la belleza; siempre, siempre su deseo de regresar a…
…sobre un buen mundo, sus gentes, sus ocupaciones, sus placeres todos buenos; sí, seguía habiendo problemas, crueldades evidentes, pero podían ser resueltos con tiempo por medio de la razón y la buena voluntad; sería una alegría creer en algún tipo de religión, ya que ello mejoraría el mundo dándole un propósito, pero en ausencia de pruebas convincentes podía poner su mejor empeño en dar ese sentido, ayudar a la humanidad a ir hacia algo mejor…
…pero no, no era una mojigata, no debía pensar eso; de hecho, a veces se preguntaba si no sería demasiado hedonista, un poco más liberada de lo deseable; aun así, disfrutaba de la vida sin herir, por lo que sabía, a nadie más; vivía llena de esperanzas.
Reymont le sirvió la última taza de café. El camarero ya había traído la cuenta, aunque parecía que no tenía tanta prisa en cobrar como el resto de sus colegas en Estocolmo.
—Espero que a pesar de los inconvenientes —le dijo Reymont—, disfrutes de nuestro viaje.
A ella le costaba un poco hablar. Sus ojos, que lo miraban fijamente, eran brillantes y firmes.
—Ése es mi plan —declaró—. Ésa es la razón principal por la que te llamé. Recuerda, durante el entrenamiento te exhorté a venir aquí durante parte de tu permiso. —A esas alturas ya usaban el pronombre íntimo.
Reymont sacó un cigarrillo. Fumar estaría prohibido en el espacio, para evitar sobrecargar el sistema de soporte vital, pero esa noche todavía podía poner una nube azul frente a él.
Ella se echó hacia delante, poniendo una mano sobre la de él.
—Pensaba por adelantado —le dijo—. Veinticinco hombres y veinticinco mujeres. Cinco años en un cascarón de metal. Otros cinco años si nos volvemos inmediatamente. Incluso con tratamientos antisenectud, una década es un buen trozo de una vida.
Él asintió.
—Y por supuesto nos quedaremos a explorar —siguió ella—. Si ese tercer planeta es habitable nos quedaremos para colonizarlo, para siempre, y empezaremos a tener niños. Hagamos lo que hagamos, habrá relaciones. Nos emparejaremos.
Él habló en voz baja por miedo a sonar brusco:
—¿Crees que tú y yo formaremos una pareja?
—Sí. —Su tono se hizo más firme—. Puede que parezca inmodesta, sea o no una mujer del espacio. Pero estaré más ocupada que la mayoría, especialmente durante las primeras semanas de viaje. No tendré tiempo para rituales y matices. Podría acabar en una situación que no me gustase. A menos que piense por adelantado y haga algunos preparativos. Y eso es lo que hago.
Él se llevó su mano a los labios.
—Es un honor para mí, Ingrid. Aunque puede que seamos muy distintos.
—No, sospecho que eso es lo que me atrae de ti. —Su palma se dobló sobre la boca y rozó las mejillas—. Quiero conocerte. Eres más hombre que nadie que haya conocido antes.
Él contó el dinero de la cuenta. Era la primera vez que ella lo veía moverse sin control. Apagó el cigarrillo, mirándolo mientras lo hacía.
—Me hospedo en un hotel de Tyska Brinken —dijo—. Bastante andrajoso.
—No me importa —contestó ella—. Dudo que me dé cuenta.
2
Vista desde el transbordador que llevaba a la tripulación, la Leonora Christine parecía una daga dirigida hacia las estrellas.
Su casco era un cono que se estrechaba hacia proa. Su bruñida superficie parecía ornamentada, más que rota, por el equipamiento exterior. Eran escotillas y esclusas; sensores para los instrumentos; almacenamiento para los dos yates que servirían para aterrizar en el planeta, algo para lo que la Leonora Christine no estaba diseñada; la red del motor Bussard, ahora completamente plegada. La base del cono era muy ancha, ya que entre otras cosas contenía la masa de reacción; pero la longitud era demasiado grande para que se notase mucho.
En la punta de la daga, se abría una estructura que podría suponerse era la protección de la empuñadura de una espada. Su borde servía de base a ocho cilindros esqueléticos que apuntaban hacia fuera. Ésos eran los tubos de impulso, que aceleraban la masa de reacción cuando la nave se movía a simples velocidades interplanetarias. La empuñadura contenía sus controles y planta de energía.