—Sí, sí. Aquí es. —Pereira le indicó a Fedoroff que entrase en un cubículo con una mesa y un archivador—. Te mostraré los esquemas de nuestros aparatos.
Hablaron del trabajo durante media hora (pasaron siglos más allá del casco). La simpatía que había mostrado al principio, una de las caras normales que mostraba al mundo, se había desvanecido en Fedoroff. Hablaba en monosílabos hasta el punto de ser desagradable.
Cuando hubo guardado los dibujos y notas, Pereira dijo con calma:
—No duermes bien por las noches, ¿no?
—Estoy ocupado —murmuró el ingeniero.
—Viejo amigo, te encanta el trabajo. Eso no es lo que te ha puesto manchas bajo los ojos. Es Margarita, ¿no?
Fedoroff dio un salto en la silla.
—¿Qué pasa con ella? —Él y Jimenes habían vivido juntos durante varios meses.
—En nuestra comunidad nadie puede evitar darse cuenta de que ella está triste.
Fedoroff miró más allá de la puerta hacia la vegetación.
—Desearía poder dejarla sin sentirme como si desertara —dijo.
—M-m-m… Recuerda que estuve muchas veces con ella antes de que se estableciera contigo. Quizá sé cosas que tú no sabes. No eres insensible, Boris, pero rara vez entiendes la mente femenina. Deseo que os vaya bien. ¿Puedo ayudar?
—La cuestión es que se niega a aceptar el tratamiento de antisenectud. Ni Urho Latvala ni yo podemos convencerla. Sin duda lo intenté demasiado e hice que pensase que la estaba intimidando. Apenas me habla. —El tono de Fedoroff se hizo más duro. Siguió mirando las hojas fuera del cubículo—. Nunca he estado enamorado… de ella. Ni ella de mí. Pero nos tenemos cariño. Quiero hacer lo que pueda por ella. ¿Alguna idea?
—Es una mujer joven —dijo Pereira—. Si nuestras circunstancias la han puesto, cómo lo diría, en tensión, puede reaccionar irracionalmente a cualquier recordatorio de la edad y la muerte.
Fedoroff se dio la vuelta.
—¡No es una ignorante! Sabe perfectamente que el tratamiento debe ser periódico durante toda la vida adulta… o la menopausia la atacará cincuenta años antes de su hora. ¡Dice que eso es lo que quiere!
—¿Por qué?
—Quiere estar muerta antes de que fallen los sistemas químicos y ecológicos. Predijiste cinco décadas, ¿no?
—Sí. Una forma lenta y desagradable de morir. Si para entonces no hemos encontrado un planeta…
—Sigue siendo cristiana. Prejuicios contra el suicidio. —Fedoroff parpadeó—. A mí tampoco me gusta la idea. ¿A quién podría? No se cree que no sea inevitable.
—Sospecho —dijo Pereira— que para ella el verdadero horror es la idea de morir sin hijos. Solía jugar a elegir los nombres de la gran familia que desea.
—¿Quieres decir…? Espera. Déjame pensar. Maldita sea, Nilsson tenía razón el otro día, sobre lo poco probable que era encontrar un hogar. Tengo que estar de acuerdo, la vida en ese caso parece inútil.
—Especialmente para ella. Enfrentada al vacío, se retira, sin duda inconscientemente, hacia una forma permisible de suicido.
—¿Qué podemos hacer, Luis? —preguntó Fedoroff agónicamente.
—Si se pudiese convencer al capitán para que el tratamiento fuese obligatorio. Podría justificar algo así. Suponiendo que a pesar de todo alcanzamos un planeta, la comunidad necesitará que todas las mujeres tengan su período reproductivo al máximo.
El ingeniero se levantó de un salto.
—¿Otra regla? ¿Reymont arrastrándola hasta el médico? ¡No!
—No deberías odiar a Reymont —le reprochó Pereira—. Sois muy parecidos. Ninguno de los dos abandona fácilmente.
—Algún día lo mataré.
—Ahora muestras tu vena romántica —dijo Pereira, intentando calmar la atmósfera—. Él es el pragmatismo personificado.
—Entonces, ¿qué le haría a Margarita? —se mofó Fedoroff.
—Oh… no sé. Algo lógico. Por ejemplo, podría montar un equipo de investigación y desarrollo para mejorar los biosistemas y los ciclos orgánicos, para que la nave fuese habitable indefinidamente, de forma que se le pudiese permitir tener dos hijos al menos…
Sus palabras resonaron.
Los dos hombres se miraron con la boca abierta. Una pregunta corría entre ellos:
¿Por qué no?
María Toomajian corrió al gimnasio y encontró a Johann Freiwald ejercitándose en el trapecio.
—¡Ayudante! —gritó. La guiaba la impotencia—. En la sala de juegos. ¡Una pelea!
Él saltó al suelo y corrió por el pasillo. El ruido le llegó primero, luego voces excitadas. Una docena de personas desocupadas formaban un círculo. Freiwald se abrió paso. En medio, el segundo piloto Pedro Barrios y el enorme cocinero Michael O'Donnell jadeaban y lanzaban puñetazos. Se habían hecho poco daño, pero la imagen era desagradable.
—¡Alto! —bramó Freiwald.
Se pararon, sorprendidos. Muchos habían sido testigos de los trucos que Reymont había enseñado a sus reclutas.
—¿Qué es esta farsa? —exigió Freiwald. Se volvió con desdén hacia los espectadores—. ¿Por qué nadie hizo nada? ¿Son demasiado estúpidos para entender adónde puede llevarnos este tipo de comportamiento?
—Nadie me acusa de hacer trampas con las cartas —dijo O'Donnell.
—Las hiciste —respondió Barrios.
Se embistieron de nuevo. Las manos de Freiwald se dispararon. Agarró los cuellos de las túnicas de ambos y giró las manos, apretando así la nuez de Adán. Los hombres agitaron los brazos y patalearon. Les lanzó un par de fumikomi. Perdieron el resuello y se rindieron.
—Podían haber utilizado guantes de boxeo o palos de kendo en el ring —dijo Freiwald—. Ahora irán ante la primer oficial.
—Eh, perdóneme. —Un recién llegado delgado y apuesto cruzó por entre los avergonzados espectadores y tocó a Freiwald en el hombro. Era el cartógrafo Phra Takh—. No creo que sea necesario.
—Ocúpese de sus propios asuntos —gruñó Freiwald.
—Es asunto mío —dijo Takh—. Nuestra unidad es esencial para nuestras vidas. Los castigos oficiales no ayudarán. Soy amigo de esos dos hombres. Creo que puedo mediar en su desacuerdo.
—Debemos tener respeto por las leyes, o estamos acabados —contestó Freiwald—. Me los llevo.
Takh tomó una decisión.
—¿Puedo hablar en privado con usted? ¿Un minuto? —Su tono era urgente.
—Bien… vale —asintió Freiwald—. Ustedes dos se quedan aquí.
Entró en la habitación de juegos con Takh y cerró la puerta.
—No puedo dejar que se resistan a mi autoridad —dijo—. Desde que el capitán Telander dio a los ayudantes estatus oficial actuamos por la nave. —Al llevar pantalones cortos, se bajó un calcetín para mostrar una contusión en el tobillo.
—Podrías ignorarlo —propuso Takh—. Hacer como si no te hubieses dado cuenta. No son malos tipos. Simplemente la monotonía, la falta de propósito y la tensión de no saber si atravesaremos lo que nos queda por delante o si chocaremos con una estrella les vuelve locos.
—Si dejamos que alguien escape a las consecuencias de comenzar una pelea…
—Supón que me los llevo a un lado. Supón que hago que arreglen sus diferencias y que se disculpen contigo. ¿No serviría eso mejor a la causa que un arresto y un castigo sumario?
—Podría ser —dijo Freiwald escéptico—. Pero ¿por qué debería creer que puedes hacerlo?