—Yo también soy un ayudante —le dijo Takh.
—¿Qué? —dijo Freiwald con los ojos desorbitados.
—Pregúntaselo a Reymont cuando estés a solas con él. Se supone que no debo revelar que me reclutó, excepto a un ayudante normal en una situación de emergencia. Que supongo que ésta lo es.
—Aber… ¿por qué?
—Él mismo se encuentra con mucho resentimiento, resistencia y evasión —dijo Takh—. Sus agentes a tiempo parcial como tú tienen menos problemas en ese sentido. Rara vez tenéis que hacer algún trabajo sucio. Aun así, hay cierto grado de oposición, y es seguro que nadie hará ninguna confidencia si cree que Reymont pondría alguna objeción. Yo no soy un… un chivato. No nos enfrentamos a ningún problema criminal de verdad. Se supone que debo ser un estímulo, en cualquier medida que pueda. Como ocurre hoy.
—Pensaba que no te gustaba Reymont —dijo Freiwald con voz débil.
—No podría decir que me guste —contestó Takh—. Aun así, me llevó a un lado y me convenció que debía realizar un servicio por la nave. Supongo que no revelarás nuestro secreto.
—Oh no. Por supuesto que no. Ni siquiera a Jane. ¡Qué sorpresa!
—¿Me dejarás resolver el caso de Pedro y Michael?
—Sí —dijo Freiwald ausente—. ¿Cuántos hay como tú?
—No tengo ni la más mínima idea —dijo Takh—, pero sospecho que tiene la esperanza de acabar incluyendo a todo el mundo.
Y salió de la habitación.
14
Las masas nebulares que formaban la parte exterior del núcleo de la galaxia se alzaban como inmensas torres negras. La Leonora Christine atravesaba ya las capas exteriores. Delante no se veía ningún sol; en el resto, cada hora brillaban menos y con menor intensidad.
En aquella concentración de materia estelar, la nave se movía con una aerodinámica de cuento de hadas. La inversa de tau era ahora tan enorme que la densidad del espacio no la afectaba demasiado. Es más, tragaba materia con más glotonería que antes y ya no se limitaba a los átomos de hidrógeno. Los selectores reajustados convertían todo lo que encontraban, ya fuese gas o polvo o meteoroides, en combustible y masa de reacción. Su energía cinética y la diferencial de tiempo se incrementaban a un ritmo alocado. Volaba como llevada por un viento que soplaba entre los conjuntos de soles.
Aun así, Reymont llevó a Nilsson a la sala de entrevistas.
Ingrid Lindgren, de uniforme, ocupó su sitio tras la mesa. Había perdido peso, y tenía ojeras. En el camarote había un ruido anormalmente alto y golpes frecuentes recorrían los mamparos y cubiertas. La nave sentía las irregularidades en las nubes como ráfagas, corrientes y vórtices de una creación continua de mundos.
—¿No podríamos esperar hasta haber completado el paso, condestable? —preguntó, simultáneamente furiosa y cansada.
—Creo que no, señora —contestó Reymont—. Si se produce una emergencia, es necesario tener gente convencida de que vale la pena enfrentarse a ella.
—Acusa al profesor Nilsson de extender el descontento. Los reglamentos garantizan la libre expresión.
La silla crujió al moverse el peso del astrónomo.
—Soy un científico —declaró irritado—. No sólo tengo el derecho sino la obligación de manifestar la verdad.
Lindgren lo miró con desaprobación. Se estaba dejando crecer una barba rala, no se había bañado recientemente y llevaba la ropa sucia.
—No tiene derecho a contar historias de terror —dijo Reymont—. ¿No nota lo que hace a algunas de las mujeres, especialmente, cuando habló de aquella forma durante la comida? Eso fue lo que me decidió a intervenir; pero se ha estado buscando problemas durante mucho tiempo, Nilsson.
—Sólo me limité a exponer abiertamente algo que ha sido de conocimiento común desde el principio —respondió el hombre grueso—. No tienen valor para discutirlo en detalle. Yo sí.
—No tienen la mezquindad necesaria. Usted sí.
—Nada de insultos personales —le dijo Lindgren—. Cuéntenme qué sucedió. —Recientemente había decidido comer a solas en su camarote, arguyendo estar ocupada, y no se la veía mucho fuera de sus turnos.
—Ya lo sabe —dijo Nilsson—. Hemos tratado el tema en muchas ocasiones.
—¿Qué tema? —preguntó ella—. Hemos hablado de muchos.
—Hablar, sí, como personas razonables —saltó Reymont—. Nada de sermones a los compañeros de mesa, muchos de los cuales ya se sienten desgraciados de por sí.
—Por favor, condestable. Siga, profesor Nilsson.
El astrónomo se llenó de orgullo.
—Es algo elemental. No entiendo por qué el resto de ustedes han sido tan idiotas como para no considerarlo seriamente. Asumen con tranquilidad que iremos a parar a una galaxia de Virgo y que encontraremos un planeta habitable. Pero díganme cómo. Piensen en los requerimientos: masa, temperatura, radiación, atmósfera, hidrosfera, biosfera… las mejores estimaciones indican que un uno por ciento de las estrellas podrían tener un planeta aproximadamente como la Tierra.
—¿Y? —dijo Lindgren—. Por supuesto…
Pero no iba a quitarle la oportunidad a Nilsson con tanta facilidad. Quizá ni se molestó en escucharla. Fue contando los puntos con los dedos.
—Si un uno por ciento de las estrellas son adecuadas, ¿comprende cuántas tendremos que examinar antes de tener la oportunidad de encontrar lo que buscamos? ¡Cincuenta! Pensaba que cualquiera a bordo podría realizar ese cálculo. Es concebible que tengamos suerte y encontremos nuestra Nueva Tierra a la primera. Pero las posibilidades en contra son de noventa y nueve a una. Sin duda deberemos probar con muchas. Pero analizar cada una llevaría casi un año de desaceleración. Pero recuerde que ésos son años de la nave, porque casi todo el período se pasaría a velocidades muy pequeñas comparadas con la de la luz y eso implica un factor tau de casi la unidad, lo que, además, nos impediría viajar a más de una gravedad.
»Por tanto, debemos contar con dos años por estrella. Como he dicho, la probabilidad razonable, y es sólo una probabilidad razonable, nos dice que tendremos tantas posibilidades de encontrar Nueva Tierra en las cincuenta primeras estrellas que examinemos como que no, y eso requiere cien años de exploración. De hecho son más, porque deberemos detenernos de vez en cuando y recoger laboriosamente masa de reacción para el motor iónico. Antisenectud o no, no viviremos tanto.
»Por tanto, todos nuestros esfuerzos, los riesgos que aceptamos en este fantástico viaje a través de la galaxia para salir al espacio intergaláctico, son un ejercicio fútil, quod erat demonstrandum.
—Entre sus muchas características despreciables, Nilsson —dijo Reymont—, se encuentra su hábito de restregar en las narices lo evidente.
—¡Señora! —dijo sorprendido el astrónomo—. ¡Protesto! ¡Presentaré una queja por estos insultos!
—Déjenlo —ordenó Lindgren—. Los dos. Debo admitir que su actitud es provocadora, profesor Nilsson. Por otro lado, condestable, debo recordarle que el profesor Nilsson es uno de los hombres más respetados en su campo que tiene la Tierra… que tenía la Tierra. Merece un respeto.
—No por la forma en que se comporta —le dijo Reymont—. O apesta.
—Sea amable, condestable, o le denunciaré yo misma. —Lindgren tomó aire—. Me parece que no tiene en cuenta el factor humano. Estamos vagando por el espacio y el tiempo; el mundo que conocíamos ya lleva cientos de miles de años en la tumba; corremos casi a ciegas hacia la parte más poblada de la galaxia; en cualquier minuto podemos chocar con algo que nos destruya; en el mejor de los casos tenemos por delante años de un ambiente cerrado y estéril. ¿Espera que la gente no reaccione ante eso?
—Sí, señora, lo espero —dijo Reymont—. Pero no espero que se comporten de forma que la situación sea aún peor.