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Los rasgos de Lindgren se llenaron de color. Sus ojos ganaron en brillo.

—Por Dios —dijo—, ¿por qué no lo dijo antes?

—Tengo otros problemas en la cabeza —contestó Reymont—. ¿Por qué no lo hizo usted, profesor Nilsson?

—Porque todo ese asunto es absurdo —respondió el astrónomo—. Presupone instrumentos que no tenemos.

—¿Podemos construirlos? Tenemos herramientas, equipo de precisión, material de construcción y trabajadores capaces. Su equipo ya ha realizado algunos progresos.

—Exige que la velocidad y la precisión se incremente por grandes órdenes de magnitud sobre cualquier cosa que haya existido jamás.

—¿Bien? —dijo Reymont.

Nilsson y Lindgren le miraron. La nave temblaba.

—Bien, ¿por qué no podemos desarrollar lo que necesitemos? —preguntó Reymont por sorpresa—. Tenemos a algunas de las personas con más talento, mejor educadas e imaginativas que produjo nuestra civilización. Tenemos todos los campos de la ciencia; lo que no sepan, podrán encontrarlo en las microcintas; están acostumbrados al trabajo interdisciplinario.

»Supongamos, por ejemplo, que Emma Glassgold y Norbert Williams se unen para decidir las especificaciones de un dispositivo para detectar y analizar vida a distancia. Consultarán con otros cuando lo necesiten. Con el tiempo, emplearán físicos, expertos en electrónica y al resto para la construcción y refinamiento. Mientras tanto, profesor Nilsson, usted habrá estado a cargo de un grupo para desarrollar herramientas para planetología remota. De hecho, usted es el hombre lógico para dirigir todo el proyecto.

El tono duro desapareció. Exclamó entusiasmado como un niño:

—Mejor aún, ¡eso es exactamente lo que necesitamos! Un trabajo fascinante y vital que exija todo de lo que todos puedan dar. Aquellos que tengan especialidades no necesarias también intervendrán, como asistentes, dibujantes, obreros manuales… Supongo que tendremos que remodelar una cubierta de carga para acomodar todos los aparatos… Ingrid, ¡es una forma no sólo de salvar nuestras vidas sino también nuestra cordura!

Él se puso en pie. Ella también. Chocaron las manos.

De pronto recordaron a Nilsson. Estaba sentado, empequeñecido, encorvado, temblando y destrozado.

Lindgren fue hacia él alarmada.

—¿Qué pasa?

No levantó la cabeza.

—Es imposible —murmuraba—. Es imposible.

—Seguro que no —le azuzó ella—. Es decir, no tendrías que descubrir nuevas leyes de la naturaleza, ¿no? Los principios básicos son conocidos.

—Deben aplicarse de forma completamente nueva. —Nilsson se cubrió el rostro—. Que Dios me ayude, ya no tengo el cerebro necesario.

Lindgren y Reymont intercambiaron miradas por encima de la forma encorvada. Ella formó palabras sin sonidos. En una ocasión, él le había enseñado el truco del Cuerpo de Rescate de leer los labios cuando no se podía usar la radio de los trajes. Lo habían practicado como algo privado que los unía más.

«¿Tendremos éxito sin él?»

«Lo dudo. Es el mejor jefe para ese tipo de proyecto. Sin él, nuestras posibilidades serán pocas.»

Lindgren se agachó junto a Nilsson. Puso un brazo sobre sus hombros.

—¿Qué pasa? —preguntó de la forma más suave.

—No tengo esperanza —dijo respirando ruidosamente—. Nada por lo que vivir.

—¡Sí lo tienes!

—¿Sabes?… Janet me dejó… hace meses. Ninguna otra mujer… ¿Por qué habría de importarme? ¿Qué me queda a mí?

Los labios de Reymont formaron unas palabras: «Así que eso era todo, la autocompasión.»

—No, te equivocas, Elof —le murmuró ella—. Nos preocupamos por ti. ¿Te pediríamos ayuda si no te respetásemos?

—Mi mente. —Se sentó recto y la miró con los ojos empañados—. Queréis mi inteligencia. Mi consejo. Mis conocimientos y talentos. Para salvaros a vosotros mismos. Pero ¿me queréis a mí? ¿Me consideráis un ser humano? ¡No! El viejo y sucio Nilsson. Apenas hay que ser amable con él. Cuando empieza a hablar, uno busca la primera excusa razonable para irse. No se le invita a las fiestas en los camarotes. Como máximo, si estás desesperado, le pides que sea cuarto en el puente o que encabece un proyecto de desarrollo de nuevos instrumentos. ¿Que esperáis que haga? ¿Agradecéroslo?

—¡Eso no es cierto!

—Oh, no soy tan infantil como algunos —dijo—. Ayudaría si pudiese. Pero te digo que tengo la mente en blanco. No he tenido una idea original en semanas. Di que es el miedo a la muerte que me paraliza. Llámalo impotencia. No me importa. Porque a mí tampoco me preocupa. Nadie me ha ofrecido amistad, compañía, nada. Me han dejado solo en la oscuridad y el frío. ¿Y te preguntas por qué mi mente está congelada?

Lindgren apartó la vista, escondiendo las expresiones que surcaban su rostro. Cuando se enfrentó de nuevo a Nilsson, sólo mostraba calma.

—No puedo decirte cuánto lo siento, Elof —le dijo—. Tú mismo tienes parte de culpa. Actuabas, bueno, de forma tan autosuficiente, que dimos por supuesto que no querías que te molestaran. De la misma forma que Olga Sobieski, por ejemplo, no quiere que la molesten. Por esa razón se ha mudado a mi camarote. Cuando te uniste a Hussein Sadek…

—Mantiene cerrada la división entre nuestras mitades —chilló Nilsson—. Nunca la levanta. Pero no es por completo a prueba de ruidos. Lo oigo a él y a sus chicas.

—Ahora lo entiendo. —Lindgren sonrió—. Para ser honesta, Elof, me he aburrido de mi existencia actual.

Nilsson hizo un ruido ahogado.

—Creo que tenemos algunos asuntos personales que discutir —dijo Lindgren—. ¿Le… le importa, condestable?

—No —dijo Reymont—. Por supuesto que no. —Y salió del camarote.

15

La Leonora Christine se abrió paso tormentosamente a través del núcleo galáctico en veinte mil años. Para los que iban a bordo, el tiempo se midió en horas. Fueron horas de miedo, mientras el casco se agitaba y chirriaba por la tensión, y el paisaje exterior pasaba de la oscuridad total a una neblina cegadora y brillante por los grupos de estrellas. La posibilidad de chocar con un sol no era despreciable; escondido tras una nube de polvo, podría estar frente a la nave en un instante (nadie sabía qué podría sucederle a la estrella. Podría volverse nova. Pero con seguridad la nave quedaría destruida, con demasiada rapidez para que nadie se diese cuenta). Por otra parte, aquélla era la región en la que la inversa de tau alcanzaba valores que sólo podían estimarse, no medirse con precisión. Valores que estaban absolutamente fuera de toda comprensión.

Tuvo un respiro al cruzar la región de espacio vacío en el centro, como atravesar el ojo de un huracán. Foxe-Jameson miró por el visor a los soles amontonados —rojos, blancos y estrellas de neutrones, dos o tres veces más viejos que el Sol o sus vecinos; otros, entrevistos, completamente diferentes a cualquier otro visto o sospechado en el exterior de la galaxia— y casi se echó a llorar.

—¡Terrible! ¡La respuesta a un millón de preguntas, justo ahí fuera, y ni un solo instrumento que pueda usar!

Sus compañeros sonrieron.

—¿Dónde lo publicarías? —preguntó alguien.

La esperanza renacida se expresaba a menudo en ese tipo de humor cruel.

Sin embargo no hubo chistes cuando Boudreau anunció una conferencia con Telander y Reymont. Eso sucedió tan pronto como la nave salió de la nebulosa al otro lado del núcleo y volvía a recorrer el brazo espiral por el que había venido. La escena de la que se alejaba era una bola de fuego que se empequeñecía, mientras se acercaba a una oscuridad en aumento. Pero habían salvado los escollos, el largo viaje a las galaxias de Virgo llevaría sólo unos pocos meses más de vida humana; se había anunciado con gran optimismo el programa de investigación y desarrollo de técnicas para encontrar planetas. Había baile y un alboroto ligeramente borracho en las áreas comunes para celebrarlo. Las risas, los ruidos, las canciones alegres del acordeón de Urho Latvala se deslizaban suavemente hasta el puente.