—Bien, en ese caso… Son buena gente. La moral vuelve a subir, ahora que han visto un verdadero logro propio. Creo que comprenderán, no sólo intelectualmente, sino emocionalmente, que no hay diferencia humana entre un millón, mil millones o diez mil millones de años luz. El exilio es el mismo.
—El tiempo implicado, sin embargo… —dijo Telander.
—Sí. —Reymont volvió a mirarles—. No sé qué proporción de nuestras vidas podemos dedicar a este viaje. No mucha. Las condiciones son demasiado artificiales. Algunos podemos adaptarnos, pero sabemos que otros no pueden. Debemos hacer que tau sea tan baja como podamos, sin que importen los peligros. No sólo para hacer que el viaje sea lo más corto posible para soportarlo. Sino también por la necesidad psicológica de hacer lo máximo posible.
—¿Cómo es eso?
—¿No lo entiende? Es nuestra forma de luchar contra el universo. Vogue la galére. Apostarlo todo. A toda máquina y al infierno los torpedos. Creo que si podemos plantear el problema a nuestros compañeros de esa forma, se animaran. Durante un tiempo, al menos.
16
La ruta fuera de la Vía Láctea no fue recta; se desviaba un poco, incluso varios siglos luz, para atravesar las nebulosas y acumulaciones de polvo más densas de entre las disponibles. Aun así, pasaron días a bordo hasta que la nave estuvo en el límite del brazo espiral, dirigida hacia una noche desprovista casi por completo de estrellas.
Johann Freiwald le llevó a Emma Glassgold un aparato que había fabricado para ella. Como habían propuesto, ella unía sus fuerzas a las de Norbert Williams para diseñar detectores de vida de largo alcance. El mecánico la encontró trajinando en el laboratorio, con las manos ocupadas y tarareando para sí misma. Los aparatos y el resto del material eran esotéricos, los olores químicos intensos, y de fondo estaba el interminable murmullo y el temblor que indicaban que la nave seguía adelante; y aun así Emma podía haber sido una simple recién casada que le preparaba a su esposo un pastel de cumpleaños.
—Gracias. —Sonrió al recoger el aparato.
—Pareces feliz —dijo Freiwald—. ¿Por qué?
—¿Por qué no?
Él movió el brazo en un gesto violento.
—¡Por todo!
—Bien… naturalmente, fue una desilusión lo del cúmulo de Virgo. Aun así, Norbert y yo… —Se detuvo poniéndose roja—. Aquí tenemos un problema fascinante, un verdadero desafío, y él ya ha hecho una propuesta brillante. —Inclinó la cabeza y miró a Freiwald—. Nunca te había visto tan deprimido. ¿Qué ha sido de ese feliz nietzchenismo tuyo?
—Hoy abandonamos la galaxia —dijo—. Para siempre.
—Pero, ya sabías…
—Sí. También sabía, sé, que debo morir algún día, y Jane también, lo que es aún peor. Pero eso no lo hace más fácil. ¿Crees que alguna vez nos detendremos? —le preguntó de pronto el enorme hombre rubio.
—No lo sé —le contestó Glassgold. Se puso de puntillas para palmearle en los hombros—. No fue fácil resignarme a esa posibilidad. Sin embargo, lo conseguí, gracias a la misericordia de Dios. Ahora puedo aceptar lo que vaya a suceder, y disfrutar de lo bueno que venga. Estoy segura de que puedes hacer lo mismo, Johann.
—Lo intento —dijo—. Está tan oscuro ahí fuera. Nunca pensé que yo, un adulto, volviese a tener miedo de la oscuridad.
El gran remolino de soles se contrajo y se hizo menos brillante a popa. Otro comenzó a aparecer lentamente por delante. En el visor aparecía como un objeto delicado, de esmerada belleza, como una tela enjoyada. Más allá, a su alrededor, aparecieron más, pequeños borrones y puntos de luz. Parecían monstruosamente lejanos y aislados, a pesar del encogimiento einsteniano del espacio a la velocidad de la Leonora Christine.
La velocidad seguía aumentando, no tan rápido como en las regiones que habían dejado atrás —allí la concentración de gas era de una cienmilésima de las cercanías del Sol—, pero lo suficiente para llevarla a la siguiente galaxia en unas semanas de su tiempo. No podrían obtenerse observaciones precisas sin mejoras radicales de la tecnología astronómica: una tarea a la que Nilsson y su equipo se entregaron con la intensidad de los fugitivos.
Realizó un descubrimiento al probar personalmente una unidad fotoconversora. Allí fuera había unas pocas estrellas. No sabía si perturbaciones caóticas las habían lanzado a la deriva fuera de sus galaxias de origen, muchos miles de millones de años atrás, o si de alguna forma desconocida se habían formado en aquellas regiones remotas. Por un azar grotescamente improbable, la nave pasó tan cerca de una que pudo identificarla —una vieja y apagada enana roja— y fue capaz de demostrar que tenía planetas, por lo poco que su aparato pudo ver antes de que el sistema fuese tragado por la distancia.
Era una idea extraña, esos mundos helados y en sombras, muchas veces más viejos que la Tierra, quizás uno o dos con vida, y sin ninguna estrella que iluminase sus noches. Cuando se lo comentó a Lindgren, ella le dijo que no divulgase esa información.
Varios días más tarde, al volver del trabajo, abrió la puerta de su camarote y la encontró allí. Ella no se dio cuenta. Estaba sentada en la cama, de espaldas, con los ojos fijos en una foto familiar. La luz era poco intensa y la dejaba a oscuras, pero a su vez era tan fría que su pelo parecía blanco. Rasgueó el laúd y cantó… ¿para sí misma? No era la alegría de su amado Bellman. La lengua, de hecho, era danés. Después de unos momentos, Nilsson reconoció la letra, La canción de Gurre de Jacobsen, y la melodía que Schónberg había escrito para ella.
Se oyó la llamada del rey Valdemar a sus hombres, levantados de los ataúdes para seguirle en el viaje espectral que estaba condenado a realizar.
Comenzó a cantar los siguientes versos, el llanto de Valdemar por su amor perdido; pero titubeó y fue directamente a las palabras de sus hombres mientras amanecía.
—Eso me suena demasiado cercano, querida —le dijo Nilsson, después de un momento de silencio.
Ella miró a su alrededor. El cansancio era evidente en su rostro.