—No lo cantaría en público —contestó.
Preocupado, él se acercó, se sentó a su lado y preguntó:
—¿Crees de verdad que la nuestra es la búsqueda alocada de los condenados? No lo sabía.
—Intento que no se note. —Miraba directamente al frente. Tocaba con los dedos algunas cuerdas del laúd—. A veces… Ahora estamos en el año un millón, ¿sabes?
Él la cogió por la cintura.
—¿Qué puedo hacer para ayudarte, Ingrid? Lo que sea.
Ella agitó la cabeza.
—Te debo tanto —dijo él—. Tu fuerza, tu amabilidad, tú misma. Me convertiste de nuevo en un hombre. —Luego añadió con dificultad—: No el mejor de los hombres, lo admito. No soy guapo o encantador o ingenioso. A menudo olvido siquiera intentar ser un buen compañero para ti. Pero quiero serlo.
—Por supuesto, Elof.
—Si tú, bien… te has cansado de nuestro acuerdo… o simplemente quieres más variedad…
—No. Nada de eso. —Puso el laúd a un lado—. Debemos llevar esta nave a puerto, si podemos. No me atrevo a que nada más tenga importancia.
Él la miró herido; pero antes de poder preguntar qué quería decir, ella sonrió, lo besó y dijo:
—Aun así, nos vendría bien un descanso. Un tiempo para olvidar. Puedes hacer algo por mí, Elof. Saca nuestras raciones de licor. Sírvete la mayor parte; eres muy dulce cuando has disuelto tu timidez. Invitaremos a alguien joven y alegre (creo que Luis y María) y nos reiremos y jugaremos y haremos tonterías en este camarote y derramaremos un cubo de agua sobre aquel que diga algo en serio… ¿Lo harás?
—Si puedo —dijo él.
La Leonora Christine penetró en la nueva galaxia por el plano ecuatorial, para maximizar la distancia que debería atravesar por entre el gas y el polvo estelar. Incluso en el borde, donde los soles todavía estaban muy dispersos, empezó a alcanzar aceleraciones más altas. La furia de aquel paso la hizo vibrar con mayor fuerza y ruido.
El capitán Telander estaba en el puente. Aparentemente tenía poco control. Ya se había tomado la decisión; el brazo espiral aparecía frente a ellos doblado como una carretera azul y plateada. Ocasionalmente, estrellas gigantes se acercaban lo suficiente para aparecer en las pantallas, se veían ahora modificadas, distorsionadas por los efectos de la velocidad que las hacía correr como si fuesen chispas impulsadas por el viento para chocar contra la nave. De vez en cuando una nebulosa densa la envolvía en la noche o en la ardiente fluorescencia de los fuegos estelares recién nacidos.
Lenkei y Barrios eran los hombres importantes en aquella situación, dirigiendo la nave manualmente a través de aquel fantástico viaje por cientos de miles de años luz. La pantalla frente a ellos, la voz por el intercomunicador del navegante Boudreau diciendo lo que parecía haber frente a ellos o la del ingeniero Fedoroff advirtiéndoles de tensiones inaguantables, les servían de cierta guía. Pero la nave era demasiado rápida, demasiado pesada para virar con facilidad, los instrumentos en los que antes se podía confiar se habían convertido en oráculos délficos. La mayor parte del tiempo los pilotos se guiaban por su habilidad e instinto, y quizá por las oraciones.
El capitán Telander permaneció sentado durante esas horas, tan inmóvil que parecía muerto. Algunas veces se movía. («Se ha identificado una alta concentración de materia, señor. Podría ser demasiado gruesa. ¿Intentamos bordearla?») Y él daba la respuesta. («No, continúen, aprovechen todas las oportunidades de reducir tau si creen que tenemos una probabilidad de al menos el cincuenta por ciento a nuestro favor.») El tono era tranquilo y firme.
Las nubes alrededor del núcleo eran más densas y se comportaban peor que las de su galaxia de origen. Resonaron truenos en el casco, que sufría aceleraciones que cambiaban con tal rapidez que no podían compensarlas. El equipo se salió de los contenedores y golpeó el suelo; las luces fallaron, se apagaron, pero de alguna forma fueron encendidas de nuevo por hombres sudorosos y cansados equipados con linternas; la gente en los camarotes oscuros esperaba la muerte.
—Sigan con nuestro curso —ordenó Telander; y se le obedeció.
Y la nave sobrevivió. Se abrió paso hasta el espacio estrellado y salió por el otro lado de la inmensa espiral de fuego. En algo menos de una hora, había vuelto a las regiones intergalácticas. Telander lo anunció sin fanfarria.
Algunos lanzaron vítores.
Boudreau se acercó al capitán, temblando pero con el rostro alegre.
—Mon Dieu, señor, ¡lo conseguimos! No sabía si sería posible. Yo no hubiese tenido el valor de dar esa orden. ¡Tenía usted razón! ¡Nos ha dado todo lo que deseábamos!
—Todavía no —dijo el hombre sentado. La inflexión de voz no había cambiado. Miró más allá de Boudreau—. ¿Ha corregido los datos de navegación? ¿Podremos utilizar otra galaxia en esta familia?
—Eh… bien, sí. Varias, aunque algunas son pequeños sistemas elípticos, y posiblemente apenas podremos pasar por ellas. Tenemos una velocidad demasiado grande. Sin embargo, por la misma razón, deberíamos tener menos problemas y peligros cada vez, teniendo en cuenta nuestra masa. Y al menos podremos utilizar de la misma forma otras dos familias galácticas, puede que tres. —Boudreau se acarició la barba—. Estimo que en otro mes podremos estar en el espacio interclan, muy adentro para que podamos realizar las reparaciones.
—Bien —dijo Telander.
Boudreau lo miró con atención y se sorprendió. Bajo una cuidadosa falta de expresión el rostro del capitán era el de un hombre completamente vacío.
Oscuridad.
La noche total.
Los instrumentos, llevando al límite la amplificación y reconvirtiendo longitudes de ondas, podían identificar algunas chispas en aquel pozo. Los sentidos humanos no podían ver nada de nada.
—Estamos muertos. —Las palabras de Fedoroff resonaron en auriculares y cráneos.
—Yo me siento vivo —contestó Reymont.
—¿Qué es la muerte sino el aislamiento total? Ningún sol, ninguna estrella, ningún sonido, ningún peso, ninguna sombra… —La voz de Fedoroff era entrecortada, demasiado evidente en una radio que ya no tenía el ruido de fondo de las interferencias cósmicas. Su cabeza era invisible frente al espacio vacío. La lámpara del traje lanzaba sobre el casco de la nave un triste chorro de luz que se reflejaba y se perdía en las distancias.
—Vamos a movernos —le dijo Reymont.
—¿Quién es para dar órdenes? —le exigió otro hombre—. ¿Qué sabe de motores Bussard? ¿Por qué está aquí fuera con el grupo de trabajo?
—Puedo trabajar en caída libre y con traje espacial —le dijo Reymont—, y por tanto soy un par de manos extra. Y sé que es mejor que hagamos el trabajo rápido. Que parece más de lo que ustedes, cerebros de chorlito, entienden.
—¿Por qué tanta prisa? —se burló Fedoroff—. Tenemos la eternidad. Estamos muertos, recuerde.
—Estaremos muertos de veras si nos vemos atrapados, sin los campos de fuerza, en algo parecido a una verdadera concentración de materia —le respondió Reymont—. Menos de un átomo por metro cúbico podría matarnos a nuestra tau actual, lo que pone el siguiente clan galáctico a una semana de distancia.
—¿Y qué?
—¿Está usted completamente seguro, Fedoroff, de que no chocaremos con una galaxia en embrión, una familia, o un clan… alguna enorme nube de hidrógeno, todavía oscura, todavía cayendo sobre sí misma… en cualquier momento?
—En cualquier milenio, quiere decir —le dijo el ingeniero jefe. Pero evidentemente afectado por el ánimo de Reymont, se dirigió a popa desde la esclusa principal de personal.
Era, en realidad, una banda de fantasmas. No era extraño que él, que nunca había sido un cobarde, hubiese oído por un momento el aleteo de las Furias. Podría pensarse que el espacio es negro. Pero en ocasiones como aquéllas uno recordaba que había estado abarrotado de estrellas. Cualquier forma se recortaba sobre soles, cúmulos, constelaciones, nebulosas y galaxias hermanas; ¡oh, el cosmos estaba repleto de luz! El cosmos interior. Allí la situación era peor que un fondo oscuro. No había fondo. Ninguno en absoluto. Las formas rechonchas de los hombres en traje espacial y la larga curva del casco, se veían como retazos inconexos y fugitivos. Al dejar de acelerar había desaparecido también el peso. Ni siquiera existía el ligero efecto de gravedad diferencial por estar en órbita. Un hombre se movía como en un sueño infinito de agua, vuelo o caída. Y aun así… recordó que su cuerpo sin peso tenía la masa de una montaña. ¿Había un peso verdadero en su flotar; o habían cambiado sutilmente las constantes de la inercia, o era tan plana allí la métrica del espacio-tiempo hasta ser completamente recta; o era una ilusión, producida por la tumba de silencio que le rodeaba? ¿Qué era una ilusión? ¿Qué era realidad? ¿Era real?