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Atados juntos, unidos por suelas de enlace al metal de la nave (curioso, el terror que se sentía de soltarse, la extinción sería la misma si hubiese sucedido en los pequeños caminos espaciales del Sistema Solar, pero la idea de recorrer gigaaños como un meteoro a escala estelar era extrañamente solitaria), los detalles de ingeniería les guiaban por el casco, más allá de la estructura imbricada del generador hidromagnético. Aquellas costillas parecían terriblemente frágiles.

—Supongamos que no podemos arreglar la mitad de desaceleración del módulo —dijo una voz—. ¿Continuamos? ¿Qué nos sucederá? Es decir, ¿no serán distintas las leyes en el borde del universo? ¿No nos convertiremos en algo terrible?

—El espacio es isotrópico —ladró Reymont a la oscuridad—. «El borde del universo» es una tontería. Y empecemos dando por supuesto que podemos arreglar esa estúpida máquina.

Escuchó algunos insultos y sonrió como un carnívoro. Cuando se detuvieron y empezaron a asegurar las cuerdas de seguridad individualmente a las vigas del motor iónico, Fedoroff pegó el casco al de Reymont para mantener por conducción una charla privada.

—Gracias, condestable —dijo.

—¿Por qué?

—Por ser un bastardo tan prosaico.

—Bien, el trabajo de reparación es bastante prosaico. Puede que hayamos recorrido mucho camino, puede que hayamos sobrevivido a la raza que nos vio nacer, pero no hemos dejado de ser una especie de monos con nariz. ¿Por qué tomarnos a nosotros mismos tan en serio?

—Vaya. Entiendo por qué Lindgren insistió en que le trajésemos con nosotros. —Fedoroff se aclaró la garganta—. Respecto a ella…

—Sí.

—Yo… estaba furioso… por su trato con ella. Era eso principalmente. Por supuesto, fui, ¡uh!, humillado personalmente. Pero un hombre debería ser capaz de superar algo así. Sin embargo, me preocupaba mucho por ella.

—Olvídelo —dijo Reymont.

—No puedo hacerlo. Pero quizá pueda entender un poco lo que hice en el pasado. Usted también debía estar herido. Y ahora, por sus propias razones, nos ha dejado a los dos. ¿Nos damos la mano y volvemos a ser amigos, Charles?

—Claro. Yo también lo quería. Los buenos hombres son difíciles de encontrar. —Los guantes se buscaron para agarrarse.

—Bien. —Fedoroff volvió a conectar su transmisor y saltó de la nave—. Vamos a popa y echemos un vistazo al problema.

17

La luz comenzó a brillar al frente, un grupo disperso de puntos como estrellas que se aproximaron, en número y brillo, hasta la gloria. Su dominio se amplió; en aquel momento el visor los mostraba ocupando casi la mitad del cielo; y aun así aquella área crecía y se hacía más brillante.

Aquellas extrañas constelaciones no estaban formadas por estrellas. Eran, al principio, familias enteras de galaxias formando un clan. Más tarde, a medida que avanzaba la nave, se dividieron en cúmulos y luego en miembros separados.

La reconstrucción que el visor realizaba del punto de vista de un observador estacionario sólo era aproximada. Del espectro recibido, un ordenador estimaba cual debía ser el desplazamiento Doppler, y por tanto la aberración, y realizaba los ajustes correspondientes. Pero no eran más que estimaciones.

Se creía que el clan se encontraba a trescientos millones de años luz de casa. Pero no había mapas de aquellas profundidades, ni estándares de medida. El error probable en el valor derivado de tau era enorme. Factores como la absorción simplemente no se encontraban en ninguna obra de consulta a bordo.

La Leonora Christine podía haber buscado un destino menos remoto, para el que hubiese datos más fiables. Sin embargo —teniendo en cuenta que a una tau ultra baja no era fácil de dirigir— la ruta la hubiese llevado a través de menos materia dentro del clan de la Vía Láctea-Andrómeda-Virgo. Hubiese ganado menos velocidad; y ahora corría a una velocidad tan cercana a C que todo incremento significaba una diferencia apreciable. Paradójicamente, el tiempo de a bordo hasta el siguiente destino posible hubiese sido mayor que para éste.

Y no se sabía, tampoco, cuánto tiempo podría aguantar la gente que viajaba en la nave.

La alegría producida por la reparación del desacelerador fue corta. Porque la otra mitad del módulo Bussard tampoco podía funcionar en el espacio interclan. Allí el gas primordial era por fin demasiado disperso. Por tanto, durante semanas la nave debía seguir una trayectoria inamovible establecida por la balística surreal de la relatividad. En el interior de la nave todo estaba ingrávido. Se discutía emplear los impulsores fónicos laterales para hacerla girar y crear así una pseudogravedad centrífuga. A pesar de su tamaño, eso hubiese provocado efectos radiales y de Coriolis que hubiesen sido demasiado problemáticos. No se la había diseñado para algo así, ni la gente estaba entrenada para ello.

Debían aguantar semanas, mientras en el exterior pasaban eras geológicas.

Reymont abrió la puerta de su camarote. El cansancio le hizo descuidado. Se empujó demasiado contra el mamparo y al soltarse salió despedido. Por un momento flotó en el aire. Pero rebotó en el otro lado del corredor, empujó y volvió a intentarlo. Una vez dentro del camarote, agarró otra barra antes de cerrar la puerta.

A aquella hora había esperado que Chi-Yuen Ai-Ling va estuviese dormida. Pero flotaba despierta, a unos pocos centímetros por encima de las camas unidas, con un solo cordón que la sujetaba. Al entrar, ella apagó la pantalla de la biblioteca con una rapidez que demostraba que no había estado prestando atención al libro proyectado en ella.

—¿Tú también? —La pregunta de Reymont pareció un grito. Habían estado acostumbrados durante tanto tiempo al pulso del motor junto a la fuerza de la aceleración, que la caída libre llenaba de silencio la nave hasta los topes.

—¿Qué? —Tenía una sonrisa incierta y preocupada. No se habían visto mucho últimamente. Él estaba demasiado ocupado por las nuevas condiciones, organizando, ordenando, obligando, preparando y planeando. Sólo venía para recuperar el poco sueño que podía.

—¿También tú eres incapaz de descansar en cero g? —preguntó él.

—No. Es decir, sí puedo. Un extraño sopor ligero, lleno de sueños, pero me siento bien después.

—Bien. —Suspiró—. Han aparecido dos casos más.

—¿Te refieres a insomnes?

—Sí. Casi colapsos nerviosos. Cada vez que se duermen se despiertan gritando. Tienen pesadillas. No estoy del todo seguro si se debe por completo a la ingravidez o es algo ya cercano al punto de ruptura. Tampoco lo sabe Urho Latvala. Acabo de hablar con él. Quería mi opinión sobre qué hacer, ahora que le quedan pocas drogas.