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Más allá, algo más oscuro, se extendía el mango de la daga, que acababa finalmente en un pomo intrincado. Eso último era el motor Bussard; el resto, cuando se activase, sería un escudo contra la radiación.

Así era la Leonora Christine, la séptima y más joven de su clase. Su simplicidad exterior era una exigencia de la naturaleza de su misión y era tan engañosa como la piel humana; en su interior era casi tan complicada y sutil. El tiempo desde que se concibió la idea básica, a mitad del siglo XX, incluía quizás un millón de años-hombre de pensamiento y trabajo dirigidos a convertirla en realidad; y algunos de aquellos hombres habían poseído intelectos iguales a cualquiera que jamás hubiese existido. Aunque la experiencia práctica y las herramientas esenciales ya se habían obtenido cuando comenzó la construcción, y aunque la civilización tecnológica había conseguido su fantástico florecimiento (y finalmente, por un tiempo, no había sufrido el castigo o la amenaza de la guerra), su coste no era en ningún sentido despreciable y había provocado amplias protestas. ¿Todo eso para enviar cincuenta personas a una estrella cercana?

Exacto. Ése es el tamaño del universo.

Surgía a sus espaldas, a su alrededor, donde giraba alrededor de la Tierra. Mirando en sentido opuesto al Sol y los planetas, veías una oscuridad cristalina mucho mayor que lo que te atrevías a comprender. No parecía totalmente negra; hay reflexiones de luz en tus ojos, si no en otro sitio; pero era la noche definitiva, esa que nuestro amable cielo reserva para nosotros. Las estrellas la atestaban, sin parpadear, con un brillo de una frialdad invernal. Aquellas suficientemente luminosas para verse desde el suelo mostraban sus colores con claridad en el espacio: Vega de un azul metálico, Capella dorada, Betelgeuse ámbar. Y si no estabas acostumbrado, los miembros menores de la galaxia que se habían hecho visibles eran tantos que amenazaban con ahogar las constelaciones familiares. La noche era un desorden de estrellas.

Y la Vía Láctea cruzaba el cielo con hielo y plata; y las Nubes de Magallanes no eran destellos vagos sino agitados y brillantes; y la galaxia de Andrómeda resplandecía nítida por más de un millón de años; y sentías que tu alma se ahogaba en aquellas profundidades y presuroso retirabas la vista a la cómoda cabina que te contenía.

Ingrid Lindgren entró en el puente, cogió un agarre y se puso firme en el aire.

—Presentándose, capitán —anunció formalmente.

Lars Telander se volvió para saludarla. En caída libre, su figura demacrada y torpe se hacía agradable de ver, como un pez en el agua o un halcón en vuelo. De otra forma podría haber sido cualquier otro cincuentón de pelo gris. Ninguno de ellos se había molestado en ponerse las insignias de mando en los monos que eran el atuendo de trabajo estándar a bordo.

—Buenos días —dijo—. Espero que haya tenido un agradable permiso.

—Sí, muy bien. —El color le subió a las mejillas—. ¿Y usted?

—Oh… estuvo bien. Me dediqué principalmente a hacer turismo de un extremo al otro de la Tierra. Me sorprendió lo mucho que no había visto antes.

Lindgren lo miró con algo de compasión. Flotaba solo al lado del sillón de mando, uno de los tres que estaban alrededor de las consolas de comunicación y control en medio de la habitación circular.

Los medidores, pantallas de datos, indicadores, y otros dispositivos que ocupaban los mamparos, ya parpadeaban, se estremecían y dibujaban líneas, destacando su aislamiento. Hasta la llegada de ella, él no había escuchado nada sino el murmullo de los ventiladores y los infrecuentes chasquidos de un repetidor.

—¿No tiene a nadie? —preguntó.

—Nadie cercano. —Los grandes rasgos de Telander se arrugaron en una sonrisa—. No olvide que, en lo que se refiere al Sistema Solar, casi tengo ya un siglo. Cuando visité por última vez mi villa natal en Dalarna, el nieto de mi hermano era el orgulloso padre de dos adolescentes. No podía esperar que me consideraran un pariente cercano.

(Había nacido tres años antes de que la primera expedición tripulada partiese para Alfa Centauri. Entró en el jardín de infancia dos años antes de que el primer mensaje máser de la expedición llegase a la Estación Farside en la Luna. Ese acontecimiento fijó la trayectoria vital de un niño introvertido e idealista. A los veinticinco años, recién graduado de la Academia con una actuación notable en las naves interplanetarias, se le permitió formar parte de la primera tripulación a Épsilon Eridani. Volvieron veintinueve años más tarde; pero debido a la dilatación temporal, para ellos sólo habían transcurrido once, incluyendo los seis que habían pasado en el planeta de destino. Los descubrimientos que realizaron les dieron la gloria. La nave a Tau Ceti estaba siendo aprovisionada cuando regresaron. Telander podía ser el primer oficial si estaba dispuesto a partir en menos de un año. Lo estaba. Pasaron trece años de los suyos antes de volver, mandando una nave cuyo capitán había muerto en un mundo extrañamente salvaje. En la Tierra, el intervalo había sido de treinta y dos años. La Leonora Christine estaba siendo construida en órbita. ¿Quién mejor que él para tomar el mando? Dudó. Iba a ser lanzada en apenas tres años. Si aceptaba, la mayor parte de esos mil días los pasaría planeando y preparando… Pero no aceptar era probablemente impensable; y además, caminaba como un extraño por una Tierra que también se le había hecho extraña a él.)

—Vamos al trabajo —dijo—. ¿Doy por supuesto que Boris Fedoroff y sus ingenieros vinieron con usted?

Ella asintió.

—Me dijo que le llamaría por el intercomunicador después de que se organizase.

—Mmmm. Podría haber tenido la cortesía de notificarme su llegada.

—No está de buen humor. Estuvo malhumorado durante todo el camino. No sé por qué. ¿Importa?

—Vamos a permanecer juntos en esta nave durante un tiempo, Ingrid —señaló Telander—. Nuestro comportamiento importará mucho.

—Oh, a Boris se le pasará. Supongo que tenía resaca, o una chica lo rechazó anoche, o algo así. Durante el entrenamiento me pareció un hombre de corazón blando.

—El perfil psicológico lo indica. Aun así, hay cosas, potencialidades, en cada uno de nosotros que no se ven en las pruebas. Hay que estar allá lejos… —Telander señaló el periscopio óptico como si fuese el lugar más remoto— antes de que se manifiesten, para bien o para mal. Y lo hacen. Siempre lo hacen. —Se aclaró la garganta—. Bien. ¿El personal científico también cumple el horario?

—Sí. Llegarán en dos grupos, el primero a las 13.40 y el segundo a las 15.00. —Telander notó el acuerdo con el programa sujeto a la consola. Lindgren añadió—: No creo que necesitemos un intervalo tan amplio entre ellos.

—Margen de seguridad —le respondió Telander ausente—. Además, con entrenamiento o no, necesitaremos tiempo para llevar a tantos terrícolas a sus camarotes, ya que no pueden comportarse adecuadamente en ingravidez.

—Carl puede ocuparse de ellos —dijo Lindgren—. Si es necesario, los puede llevar individualmente más rápido de lo que parece creíble.

—¿Reymont? ¿El de seguridad? —Telander estudió las pestañas que se agitaban—. Sé que es bueno en caída libre, y que llegará en el primer grupo, ¿pero es tan bueno?

—Estuvimos en L'Etoile de Plaisir.

—¿Dónde?

—Un satélite de descanso.

—Mmmm, sí, ése. ¿Y jugaron a juegos de ingravidez? —Lindgren asintió, sin mirar al capitán. Él sonrió de nuevo—. Entre otras cosas, sin duda.

—Va a quedarse conmigo.

—Mmmm… —Telander se tocó la barbilla—. Para ser honesto, me gustaría más que se quedase en el camarote asignado, en caso de que haya problemas con, hmmm, los pasajeros. Ése será su trabajo en ruta.