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—¡No! —gritó—. ¡Sé lo que quieres! ¡No me quitarás mi bebé! ¡También es tuyo! Si… si me quitas a mi hijo… ¡te mataré! ¡Mataré a todos a bordo!

—¡Calma! —bramó él. Se echó un poco atrás.

Ella se quedó donde estaba, sollozando y enseñando los dientes.

—No voy a hacer nada —dijo—. Veremos al condestable. —Fue a la salida—. Quédate aquí. Tranquilízate. Piensa en cómo quieres defender tu caso. Traeré ropa.

En su camino, las únicas palabras que emitió fueron a través del intercomunicador. Pidió una entrevista privada con Reymont. No le habló a Jimenes, ni ella a él, de regreso al camarote.

Cuando estuvieron dentro, ella le agarró un brazo.

—Boris, es tu propio hijo, no puedes… y se acerca la Pascua…

Él la unió al cordón de seguridad.

—Cálmate —le dijo—. Toma. —Le dio una botella con algo de tequila—. Puede que te ayude. No bebas demasiado. Necesitarás toda tu inteligencia.

Llamaron a la puerta. Fedoroff dejó entrar a Reymont y la cerró de nuevo.

—¿Te gustaría una copa, Charles? —preguntó el ingeniero.

El rostro al que se enfrentó podía haber sido una máscara o un yelmo.

—Será mejor que hablemos primero de vuestro problema —dijo el condestable.

—Margarita está embarazada —le dijo Fedoroff.

Reymont flotó tranquilamente, agarrando ligeramente una barra.

—Por favor… —empezó a decir Jimenes. Reymont le hizo un gesto para que se callara.

—¿Cómo sucedió? —preguntó, con tanta suavidad como la respiración de la nave a través del sistema de ventilación.

Ella intentó explicárselo pero no pudo. Fedoroff lo resumió en unas pocas palabras.

—Entiendo —le dijo Reymont—. Quedan unos siete meses, ¿no? ¿Por qué me preguntáis a mí? Debíais haber ido directamente a la primer oficial. En cualquier caso ella será la encargada de tomar decisiones. No tengo más poder que el de arrestaros por violación grave del reglamento.

—Tú… Pensaba que éramos amigos, Charles —dijo Fedoroff.

—Mi deber es para con la nave —le contestó Reymont con la misma voz monótona de antes—. No puedo admitir las acciones egoístas que amenacen la vida del resto.

—¿Un niño pequeño? —gritó Jimenes.

—¿Y cuántos más deseados por otras?

—¿Deberemos esperar siempre?

—Parece apropiado esperar hasta que sepamos cuál va a ser nuestro futuro. Un niño nacido aquí podría tener una vida corta y una muerte terrible.

Jimenes cerró los dedos sobre su abdomen.

—¡No lo asesinarás! ¡No!

—Estáte quieta —dijo Reymont. Ella tragó saliva pero obedeció. Él volvió la vista hacia Fedoroff—. ¿Cuál es tu opinión, Boris?

Lentamente, el ruso retrocedió hasta estar al lado de la mujer. La agarró y habló:

—El aborto es un asesinato. Puede que esto no tuviera que haber sucedido, pero no puedo creer que mis compañeros sean asesinos. Moriré antes que permitirlo.

—Estaremos mal sin ti.

—Exacto.

—Bien… —Reymont desvió la vista—. Todavía no me habéis dicho qué creéis que puedo hacer —dijo.

—Sé lo que puedes hacer —le contestó Fedoroff—. Ingrid querrá salvar esta vida. Podría no ser capaz de hacerlo sin tu consejo y apoyo.

—Mmm. Mmm. Vaya. —Reymont tamborileó con los dedos sobre el mamparo—. No es lo peor que nos ha sucedido —dijo meditabundo después de un rato—. Puede que podamos ganar algo. Si podemos pasarlo por un accidente, un despiste, lo que sea, en lugar de una infracción deliberada… Lo fue, en cierta forma. Margarita actuó movida por la locura; aun así, ¿quién está cuerdo entre nosotros a estas alturas?… Mmm. Supongamos que anunciamos un relajamiento de las reglas. Se autorizará un número limitado de nacimientos. Calcularemos cuántos puede soportar el ecosistema y dejaremos que las mujeres que quieran entren en un sorteo. Dudo que muchas estén dispuestas… en las presentes circunstancias. La rivalidad no será muy grande. Tener niños que cuidar y arrullar puede calmar algunas tensiones.

Brevemente levantó la voz.

—También, por Dios, sería un voto de confianza. Una nueva razón para sobrevivir. ¡Sí!

Jimenes intentó acercarse a él para abrazarlo. Él la evitó. Por encima de sus llantos y risas, le dio una orden al ingeniero.

—Cálmala. Lo hablaré con la primer oficial. En su momento, lo discutiremos todos juntos. Mientras tanto, no digáis nada a nadie.

—Te… tomas el asunto… con calma —dijo Fedoroff.

—¿Hay otra forma? —La respuesta de Reymont fue cortante—. Hay demasiadas emociones por aquí. —Otra vez, por un instante, la máscara se levantó. Esta vez asomó la cabeza de la muerte—. ¡Demasiadas emociones desgarradoras! —gritó. Abrió la puerta de golpe y saltó al corredor.

Boudreau miraba por el visor. La galaxia hacia la que la Leonora Christine se dirigía aparecía como una neblina azulada sobre un campo visual oscuro. Cuando hubo terminado, frunció el ceño. Fue hasta la consola principal. Sus pisadas resonaron bajo el peso recuperado por el viaje dentro de una familia de galaxias.

—No está bien —dijo—. Los he visto; lo sé.

—¿Te refieres al color? —preguntó Foxe-Jameson. El navegante le había pedido al astrofísico que fuese al puente—. ¿La frecuencia parece demasiado baja para nuestra velocidad? Eso se debe principalmente a la expansión del espacio, Auguste. La constante de Hubble. Cuanto más lejos viajamos alcanzamos grupos galácticos con velocidades más y más grandes con respecto a nuestro punto inicial. Eso es bueno. De otra forma el efecto Doppler produciría más radiación gamma de la que pueden soportar los escudos. Y, para estar seguros, como bien sabes, dependemos de la expansión del espacio para ayudarnos a llegar a una situación en la que podamos detenernos. Al final los cambios de velocidad deberían compensar la reducción de eficacia del motor Bussard.

—Eso está claro. —Boudreau se inclinó sobre la mesa, con los hombros encogidos, mirando con atención las notas que había tomado—. Sin embargo, te digo que he observado cada galaxia que hemos atravesado y aquellas que hemos pasado a distancia observacional en estos meses. Me he familiarizado con los distintos tipos. Y gradualmente están cambiando. —Movió la cabeza hacia el visor—. Ésa de ahí arriba, por ejemplo, es de un tipo irregular, como las Nubes de Magallanes en casa…

—Me atrevería a decir que en estas regiones, las Nubes de Magallanes podrían considerarse el hogar —murmuró Foxe-Jameson.

Boudreau decidió ignorar el comentario.

—Debería tener una proporción grande de estrellas de tipo II —siguió—. Desde aquí deberíamos poder ver muchas gigantes azules. Sin embargo, no vemos ninguna.

»Todos los espectros que he tomado, en la medida que puedo interpretarlos, se están volviendo diferentes a los normales en esos tipos. Ninguna galaxia tiene ya el aspecto correcto.

Levantó los ojos.

—Malcolm, ¿qué sucede?

Foxe-Jameson pareció sorprendido.

—¿Por qué me lo preguntas a mí? —preguntó a su vez.

—Al principio sólo tenía una impresión vaga —dijo Boudreau—. No soy un astrónomo de verdad. Además, no pude obtener datos navegacionales precisos. Obtener un valor de tau, por ejemplo, requiere tal conjunto de suposiciones que… Bien, cuando estuve finalmente seguro de que la naturaleza del espacio se estaba alterando, fui a ver a Charles Reymont. Ya sabes cómo persigue, con razón, a los que provocan el pánico. Pero dijo que se lo consultase confidencialmente a alguien de tu equipo y que le llevase la respuesta a él.

Foxe-Jameson rió entre dientes.

—¡Patéticos mendigos! ¿No tenéis nada más de que preocuparos? De hecho, suponía que sería de conocimiento común. Tan común que ninguno de los profesionales nos hemos molestado en comentarlo, a pesar de lo deseosos que estamos por conversaciones nuevas. Hace que un tipo se pregunte que más ha estado pasando por alto, ¿eh?