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—¿Qu'est ce que c'est?

—Piensa —dijo Foxe-Jameson. Se sentó a medias en la mesa—. Las estrellas evolucionan. Fabrican elementos más pesados que el hidrógeno en las reacciones termonucleares. Si una resulta ser tan grande que explota, una supernova, al final de su vida, dispersa esos átomos al medio interestelar. Sin embargo, un proceso más importante, aunque menos espectacular, es el derramamiento de masa por las estrellas más pequeñas, la mayoría en su fase de gigante roja de camino a la extinción. Las nuevas generaciones de estrellas y planetas se forman en ese medio enriquecido en metales pesados y lo aumentan en su momento. Con el tiempo tienes una mayor proporción de soles ricos en metales. Eso afecta al espectro total. Pero por supuesto ninguna estrella devuelve más que un porcentaje de la materia que la forma. La mayor parte de la materia permanece atrapada en cuerpos densos, enfriándose hacia el cero absoluto. Así que el medio interestelar se empobrece. El espacio entre las galaxias se hace más vacío. Y el ritmo de formación estelar se reduce.

Hizo un gesto con el brazo.

—Al final llegas a un punto donde ya sólo es posible, si acaso, poca condensación. Las gigantes azules energéticas y de corta vida arden y no tienen sucesoras. Todos los miembros luminosos de la galaxia son enanas, y al final nada más que rojas, frías y mezquinas estrellas de tipo M. Ésas duran casi un centenar de gigaaños.

»Supongo que la galaxia a la que nos acercamos todavía no ha llegado tan lejos. Pero por ahí va, por ahí va.

Boudreau lo meditó.

—Entonces no ganaremos mucha velocidad por galaxia como solíamos hacer antes —dijo—. No, si el polvo y el gas interestelar están desapareciendo.

—Es cierto —dijo Foxe-Jameson—. Pero no te preocupes. Estoy seguro de que quedará suficiente para nuestros propósitos. No todo acaba recogido en estrellas. Además, tenemos el medio intergaláctico, el espacio entre cúmulos y el espacio interfamiliar. Poco densos, pero utilizables a nuestra tau actual. Y con el tiempo podremos emplear el gas interclan.

Palmeó amigablemente la espalda del navegante.

—Recuerda que hemos recorrido alrededor de trescientos megaparsecs —dijo—. Lo que significa que hemos superado unos mil millones de años en el tiempo. Hay que esperar algunos cambios.

Boudreau estaba menos acostumbrado a los conceptos astronómicos.

—¿Quieres decir —susurró— que el universo está envejeciendo tanto que podemos notarlo? —Fue la primera vez desde su juventud que se persignaba.

La puerta de la habitación de entrevistas estaba cerrada. Chi-Yuen vaciló antes de llamar al timbre. Cuando Lindgren la dejó entrar, habló con timidez.

—Me dijeron que estabas sola aquí.

—Estaba escribiendo. —La primer oficial estaba algo inclinada; aun así le sacaba a la planetóloga una cabeza—. Es un lugar privado.

—Odio molestarte.

—Para eso estoy, Ai-Ling. Siéntate.

Lindgren volvió a colocarse tras la mesa, que estaba cubierta con papeles escritos. El camarote temblaba y vibraba bajo las aceleraciones irregulares. Quedaba más de un día de peso. La Leonora Christine atravesaba un clan de un tamaño y riqueza sin precedentes.

Durante un tiempo hubo la esperanza de que aquél pudiese ser el clan en el cual la nave podría detenerse en alguna galaxia. Sin embargo, observaciones más precisas mostraron lo contrario. La tau inversa se había hecho demasiado grande.

Una facción había argumentado en la asamblea general que aun así debería haber una desaceleración limitada, de forma que los requerimientos para detenerse en el siguiente clan fuesen menos rigurosos. Era una afirmación que no podía demostrarse que fuese errónea; no se conocía tanta cosmografía. Sólo podía utilizarse la estadística, como dijeron Nilsson y Chidambaran, para demostrar que la probabilidad de encontrar un lugar de descanso parecía mayor si continuaba la aceleración. El teorema era demasiado complejo para que la mayoría lo entendiese. Los oficiales de la nave decidieron tomarlo como un artículo de fe y mantener la aceleración. Reymont tuvo que ocuparse de algunos individuos cuyas objeciones se acercaron al motín.

Chi-Yuen se colocó en el borde de la silla de los visitantes. Era pequeña y llevaba una elegante túnica roja de cuello alto y pantalones blancos y anchos. Tenía el pelo peinado hacia atrás con extraña severidad y mantenido en su sitio por una peineta de marfil. Lindgren contrastaba en algo más que el tamaño. Llevaba la camisa abierta por el cuello, las mangas recogidas, con manchas aquí y allá; su pelo estaba despeinado y los ojos atormentados.

—Si puedo preguntarlo, ¿qué escribes? —se aventuró Chi-Yuen.

—Un sermón —dijo Lindgren—. No es fácil. No soy una escritora.

—¿Tú?, ¿un sermón?

El borde de la boca de Lindgren se inclinó ligeramente hacia arriba.

—En realidad es el discurso del capitán para el día de San Juan. A duras penas puede llevar todavía los servicios religiosos. Pero me pidió esto para, ah, inspirar a las tropas en su nombre.

—No está bien, ¿verdad? —le preguntó Chi-Yuen en voz baja.

El humor desapareció de Lindgren.

—No. Supongo que puedo confiar en que no lo dirás por ahí. Aunque lo sospechen todos. —Descansó los codos en la mesa, con la frente entre las manos—. La responsabilidad le está destruyendo.

—¿Cómo puede culparse a sí mismo? ¿Qué elección le queda sino dejar que los robots nos lleven hacia delante?

—Se preocupa —le dijo Lindgren con un suspiro—. También está la última disputa. En su condición, fue más de lo que podía aguantar. No está en cama con un ataque de nervios, entiéndelo. No todavía. Pero ya no es capaz de mandar a la gente.

—¿Es conveniente tener una ceremonia? —preguntó Chi-Yuen.

—No lo sé —dijo Lindgren con voz cansada—. Simplemente no lo sé. Ahora que, no lo hemos anunciado pero no podemos evitar los cálculos y las habladurías, nos acercamos a la marca de los cinco o seis mil millones de años… —Levantó la cabeza y dejó caer las manos—. Celebrar algo tan puramente terrestre como el día de San Juan, ahora que debemos empezar a pensar que la Tierra ha desaparecido.

Agarró los dos brazos de la silla. Por un momento tuvo los ojos azules ciegos y salvajes. Luego el cuerpo en tensión se calmó, músculo a músculo; se echó atrás en el asiento hasta que la articulación cedió con un ruido; habló sin emociones:

—El condestable me persuadió de continuar con los rituales. Desafío. Reunificación, después de las luchas pasadas. Dedicado especialmente a ese niño todavía por nacer. Nueva Tierra: si hace falta se la arrancaremos de las manos de Dios. Si Dios todavía significa algo, aunque sea emocionalmente. Quizá debería dejar fuera la religión. Carl no me dio detalles, sólo la idea general. Se supone que soy el mejor orador. Yo. Eso explica algunas cosas sobre nuestra situación, ¿no?

Parpadeó y volvió a recuperar el control.

—Discúlpame —dijo—. No tenía que descargar mis problemas en ti.

—Son los problemas de todos, primer oficial —contestó Chi-Yuen.

—Por favor, me llamo Ingrid. Sin embargo, gracias. Si no te lo había dicho antes, déjame decírtelo ahora, a tu modo tranquilo eres una de las personas importantes a bordo. Un jardín de calma… bien. —Lindgren juntó los dedos—. ¿Qué puedo hacer por ti?

La mirada de Chi-Yuen bailó por la mesa.

—Es sobre Charles.

Los dedos de Lindgren se quedaron blancos.

—Necesita ayuda —dijo Chi-Yuen.

—Tiene a sus ayudantes —contestó Lindgren sin emoción.